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No será una escapada traumática, sobre todo por Marius. A él se lo confesaré todo poco a poco, quitándole importancia. Quiero evitar las escenas, no podría soportar la presión del chantaje afectivo, los ojos de Ventura al juzgarme, la imagen de Marius cabizbajo, con los brazos desmadejados sobre el regazo y el llanto de su tos en los pulmones. Me pregunto cómo hace la gente para separarse sin llamar a los bomberos; en mi caso parece imposible, yo no lograré separarme, sólo pondré distancia de por medio, días, indiferencia, silencio, desafecto. Padre no sentirá la necesidad de convocar una reunión familiar y Loreto no me recitará sus discursos prefabricados mientras ahueca con vehemencia las aletas de la nariz. Todo será tranquilo, y el paso del tiempo devolverá el sentido a la cotidianidad, la visita semanal de la tintorería, el pago del recibo de la leche, las derramas económicas de la comunidad de vecinos para arreglar el ascensor, la limpieza de los suelos de la casa, con la asistenta sacudiendo las alfombras y luego enrollándolas, esa imagen que constituye el prolegómeno del verano y que abre las ventanas a la vida: se cuela el griterío de los chiquillos, los largos quejidos de las ambulancias, el sol de las horas altas, la algarabía de los bares que sacan las mesas a la calle. Todo será como ha sido hasta ahora.

La separación no se dice, se hace. Yo no quiero separarme de mi familia, sólo quiero inaugurar un futuro con Leo, porque la prisa corre por mis venas y el cuerpo se me ahoga de pura necesidad. Ventura ya tiene la vida hecha a su medida; ese aire maduro que un día cautivó mi deseo se ha enquistado en su corazón, que es un corazón que no baila como el mío porque está siempre quieto viendo pasar conferencias, números, porcentajes, libros, exámenes. Ventura, ácido por dentro y esquivo por fuera, asume la rutina del conformismo, vive siempre a la misma hora, da siempre las mismas clases, ocupa siempre los mismos espacios y sólo me ve de refilón. Pero si se molestara un poco observaría que en el trastero se ha producido estos días un pequeño revuelo de maletas que presienten la despedida. He comenzado a recoger cartas, algún libro, ropa de temporada, zapatos. Serán pocas cosas, las justas, aunque en mi afán por coleccionarlo todo he rodeado mi vida de objetos inútiles que se multiplican en progresión geométrica, herencias de anteriores herencias, bagatelas a las que me costará renunciar. Muchas veces pienso que yo no sería nadie sin las pequeñas cosas que me rodean: los cuadernos de citas, los pastilleros, las cartas de Leo, el ordenador portátil, los álbumes de fotos, el cuadro de las espigas. Y el cofrecito con los rizos de cuando Marius tenía dos, tres, cuatro y cinco años. Ayer, revolviendo en el trastero, encontré el cofre dentro de una vieja caja de cartón donde también conservo ropa de bebé y unos sonajeros de plata que le regaló madre. Me hizo ilusión encontrarlo; acaricié esas pequeñas muestras de naturaleza muerta que son los rizos rotos y de pronto me sentí poseída por un luminoso aroma de bebé, la visión de Marius envuelto en una toalla de ositos asomó a mi vida, recordé cómo agitaba los brazos en el baño, cómo se aturdía cuando le pasaba la esponja mojada por la cara, y cómo lo secaba yo después, entreteniéndome en todos los pliegues de su geografía, aquel cuerpo menudo y rosa en cuyas curvas sumergía la cabeza y me emborrachaba largamente.

Los rizos irán también conmigo, junto a los escasos objetos que consiga sacar del trastero. Los recuerdos huelen a humedad y son como el moho: se adhieren al cuerpo formando una telilla blanquiverde que parece una segunda piel. Aunque la limpies con cuidado, vuelve a reproducirse una y otra vez y sólo desaparece cuando desaparece la causa que la origina. Pero la memoria no desaparece nunca, ni siquiera se extirpa con un bisturí sobre una mesa de operaciones, porque la memoria no habita en una recámara especial sino que lo impregna todo y da sentido al presente. Hoy los rizos de Marius son mi memoria y mi presente, ellos me proporcionan intermitentes punzadas de angustia y hacen que a ratos me sienta indefensa y aturdida para dar el paso que estoy preparando.

La idea de Marius me duele. Tendrían que arrancarme la vida para arrancarme también a Marius, pero mi corazón bailará siempre con él cuando esté mirando al mar desde un lecho cuajado de caricias.

Fue un día como éste, neutro, aislado en sí mismo, con esa lluvia armónica que no golpea los cristales ni tiñe el aire de herrumbre ni se presta a la tristeza, un día en el que las horas sonaban como dentro de un bombo acolchado y todo parecía lejano. Yo también tenía el cuerpo hueco, la noticia de la muerte de madre me había dejado un poco pasmada, pues aún esperándola como la esperaba no lograba hacerme a su idea, y deambulaba por la casa retrasando el momento de vestirme. Loreto me había llamado para decirme sólo una frase corta, una frase que no contenía ninguna palabra fatídica, sólo un punto final, un respiro, una claudicación: «Fidela: ya.» Lo comunicó con voz abatida y luego colgó seguramente para echarse a llorar. A partir de ese momento empecé a pensar en madre convertida ya en muerta, los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre el pecho como todas las muertas, y su cabeza envuelta en una gran pañoleta que lamía un poco la erosión del rostro. Llevaba varios días en coma y nosotras nos turnábamos para descansar. Madre ya se había despedido días atrás, cuando la agresión de los fármacos empezó a diluir su consciencia y ella sucumbió a los primeros desvaríos. El tiempo, lejos de precipitarse, se alargó más de lo imaginado por los facultativos y al fin, aquella mañana tan parecida a ésta, con las mismas sombras y similares murmullos, madre murió sin enterarse. Me sentía abatida, pero no suficientemente triste ni suficientemente desesperada, sólo suficientemente confusa. No era capaz de articular el llanto porque ya había llorado mucho ante la imagen de una expresión rota y nublada. Su muerte me dejó sin habla. Era un día casi igual a éste. También hoy llueve sin ganas; desde la galería oigo el atasco de los coches y me siento abofeteada por la misma ausencia de luz, el mismo zumbido de la nevera, los mismos ecos del silencio. Voy de un lado a otro abriendo y cerrando armarios y preguntándome qué me pongo. Hasta en los momentos dramáticos surge siempre la pregunta clave: qué me pongo. Yo nunca sé qué ponerme; cuando murió madre estuve un buen rato delante del armario repitiendo la misma cantilena: qué me pongo, qué me pongo. Era una forma de retrasar el tiempo porque temía enfrentarme al panorama del hospitaclass="underline" allí estaría padre, exhausto, con las mejillas derramadas de rojeces, Loreto como una estatua de sal y tía buceando en un catálogo de ataúdes. Qué me pongo. Mientras lo presentía desnudaba perchas, acumulaba faldas sobre la cama, y blusas, y más faldas, pues no daba con la prenda apropiada, qué me pongo, qué me pongo. Siempre es igual, tardo una barbaridad en elegir la ropa. Cuando ya parece que encuentro una prenda idónea entonces no cuadran los zapatos, o Cuadran pero la figura que me devuelve el espejo resulta chirriante a mis propios ojos, como que le falta algo, más tacón, más propiedad, o simplemente un poco de hombrera para armar mi escurrida anatomía. Entonces me desnudo de nuevo; con las prisas y los nervios el armario se desbarata, algunas prendas resbalan de sus perchas y yacen en el suelo como cadáveres. Por fin resuelvo ponerme otra cosa, un pantalón pitillo y una blusa fina, pero no caigo en la cuenta de que la blusa clarea y a través de ella pueden leerse todas las filigranas del sostén negro. Así salgo a la calle, transparentosa y apresurada, efervescente y hecha un cromo. El bolso también me sienta como una patada, pero ya es tarde y no tengo tiempo de volver por otro. Además, siempre que cambio de bolso olvido las llaves, o el paquete de kleenex, o las gafas de sol o la vaselina para los labios. Estoy vestida y eso es lo que importa. En los últimos minutos todo se produce desordenadamente. Mientras llamo al ascensor me pongo unos pendientes de clip, doy un par de cabezazos hacia el suelo para ahuecar la melena y estiro la pierna con disimulo intentando despegar los pantalones de la ingle. Al mirarme en el reflejo vidriado de la puerta compruebo que los pendientes me proporcionan el toque definitivo. Gracias a los pendientes no me veo tan mal. Yo siempre digo que los pendientes son consustanciales a mi personalidad. Parece una tontería, pero es tan cierto como que me llamo Fidela. Sin ellos me siento desnuda, indefensa, tirando a lánguida. Los pendientes son la rúbrica que me permite reconocerme ante mí misma. A lo mejor no sé explicarlo, pero yo me entiendo.