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El día que murió madre fui al hospital adornada con mis mejores pendientes, unos garitos de oro que tenían dos pequeños zafiros incrustados en los ojos. Quería sentirme protegida, dueña de la situación, airosa ante el dolor. No podía soportar la idea de ver a padre derrumbado, sufriendo las interminables condolencias de esos familiares lejanos a los que apenas conozco y que nunca han ocupado un lugar en nuestra vida. Quería aferrarme a Loreto para evitar las miradas de los aficionados a la muerte, esconderme tras su hombro, permanecer callada y combatir la obsesión por los muertos que dormían en el pequeño tanatorio del hospital. Morir es desaparecer, pero madre estaba ahí, tal y como yo la había imaginado minutos antes, con las manos sobre el pecho y una especie de mantilla blanca tapando el óvalo de su cara. Era un día como hoy, con ajetreo de paraguas que dejaban hilillos de agua sobre las baldosas y un chasquido de gabardinas que se multiplicaba en los abrazos. Lo recuerdo todo de forma vaga porque los sedantes me dejaron intermitentes ráfagas de amnesia, así que ahora sólo consigo atrapar siluetas de cosas, colas, trozos de tiempos y sensaciones que me resultan ajenas. Mientras Loreto hablaba con el cadáver de madre sin despegar la nariz del cristal, yo metí la mano en el bolso y busqué a tientas el valium, extraje dos pastillas de la tableta y me las llevé con disimulo a la boca. Lo hice por defenderme del sufrimiento, como lo he hecho también esta mañana al comprobar que llevo demasiados días sin obtener noticias de Leo. Contemplo la humedad que besa los cristales de la galería y me pellizco el antebrazo hasta hacerme daño, a ver si consigo desviar mi atención y suavizar el efecto que me produce la ausencia. Espanto los recuerdos a cabezazos y trato de refugiarme en las estampas que se detienen junto a la ventana. Un trozo de patio, la ropa tendida, una paloma sucia acurrucada bajo el alerón. Pongo a Phil Collins y escucho su música con paranoica complacencia. Donde no llegue Leo, siempre llegará Phil Collins. Me he propuesto mantenerme firme, pero el teléfono es también un cadáver y su mutismo me sobrecoge. Tengo que llamar al supermercado porque falta suavizante, fruta, yogures, pan de molde, arroz, tomates, pizzas congeladas y unas cuantas cosas más. También se ha estropeado el foco halógeno del comedor y cuando le doy al interruptor de la luz, se produce un contacto extraño, salta un chispazo y me quedo a oscuras. Compruebo que en la caja de las luces hay un diferencial caído. Lo subo. De nuevo le doy al interruptor y vuelve a pasar lo mismo: chispazo, ruido seco y otra vez apagón. Quiero localizar al electricista y el teléfono me escuece entre las manos. Al final los dedos resbalan por el teclado en busca de Leo. Es un número que no necesito consultar porque vive en mí como si fuera el código de entrada a una habitación secreta. Mi llamada atraviesa la densidad del silencio, siento picores en la cara interior de los muslos y una punzada de suspense en el cuchillo que forma el esternón. Estoy a tiempo de colgar, pero no lo hago. La llamada entra, suena una vez, dos, tres -qué raro-, cuatro. Todo parece indicar que no hay nadie al otro lado, pero yo mantengo el auricular pegado a mi oído.

Cinco, seis. Pasan los tonos y los latidos, pasa un ruido de metal por todas las terminaciones de mi cuerpo, pasa un soplo de estremecimiento contenido junto a la persiana. Siento vergüenza de mi precipitación, pero continúo intentándolo. Esta mañana hubiera tenido que morderme la mano cuando, al sonar el despertador, me he dirigido hacia el salón y sin encomendarme a la prudencia he marcado los prefijos y el número de teléfono de Leo. Ha sido un rapto de locura, lo reconozco. Ni siquiera he tenido tiempo de arrepentirme. En seguida ha descolgado una mujer y yo he pronunciado el nombre de Leo como si estuviera acostumbrada a hacerlo todas las mañanas a la misma hora. He sufrido un pequeño sofoco pero me he sobrepuesto. Nadie me ha prohibido llamar ahí, lo he hecho otros días aunque hoy es la primera vez que en lugar de Leo responde una voz femenina. No me ha preguntado quién era yo. Se ha limitado a decir que Leo no estaba y a continuación ha colgado. En ese momento me he inquietado como nunca antes me había inquietado, y he empezado a darle vueltas a la existencia de aquella mujer, un referente que hasta ahora sólo existía en forma de entelequia y cuya sombra aún no había tomado cuerpo. Al rato he vuelto a llamar, pero ya no contestaba nadie. Ahora la zozobra me empuja a marcar el número cada cinco minutos, esperando que de un momento a otro la voz de Leo acaricie mi oído y sosiegue mi necesidad. Pero Leo continúa sin responder. Es extraño. En su última carta parecía estar más decidido que nunca y hablaba de nuestro futuro con un empuje resuelto.

Fidela: No es cierto que haya renunciado al sueño de vivir contigo. Si tú me lo pidieras te seguiría hasta el fin del mundo. Yo te voy a esperar. Te esperaré en nuestro observatorio, o en un banco de madera, que es donde siempre esperan los enamorados. Y dentro de muchos, muchísimos años, cuando tu paso ya no provoque suspiros, yo estaré allí con el corazón en la mano y la manga del jersey asomando por la chaqueta.

Pero no quiero estirar los sueños porque los sueños engañan. Te necesito ahora mismo, Fidela. En mis últimos proyectos estás siempre presente. Te convenceré definitivamente el próximo mes, cuando vaya a visitarte.

Había pasado el tiempo señalado en su carta y Leo no daba señales de vida. Por eso me inquietaba. Aunque no necesitaba hablar con él para comunicarle que mi decisión estaba tomada antes de conocer sus planes, aquella quietud me producía gran congoja. Leo no aparecía en ninguno de los teléfonos que conservaba de sus múltiples destinos y tampoco estaba en casa. La interferencia de su mujer me alarmaba hasta el punto de imaginar situaciones extrañas, quimeras estrambóticas, rarezas, todo ello acompañado de una comezón que sin duda tenía su origen en los celos. Veía a Leo compartiendo el lecho con su mujer, rozándola por la noche de espaldas al deseo, y luego haciendo el amor entre sueños como nos pasaba a Ventura y a mí, que también vivíamos de espaldas al deseo y a veces nos queríamos sin quererlo. Tenía ganas de reventar las paredes, tirarme de los pelos, gritar, insultarle, ganas de poner un anuncio en un periódico o solicitar su búsqueda desde un programa de televisión.

Leo es el silencio. He perdido mucho tiempo buceando en el armario porque albergo la esperanza de que en uno de esos lapsos muertos, mientras busco la ropa adecuada para salir a la calle, él llame y me penetre con su voz zalamera y silabeante. El impulso de la rabia no me deja reflexionar, y lo poco que reflexiono va más allá de lo aconsejado por la razón. Imagino a Leo fuera de mi vida, riéndose con boca hostil, pero luego acaricio entre las manos la blusa de seda que vestía cuando lo conocí y siento una descarga eléctrica en los pezones. No puedo pensar en Leo sin acusar una fuerte sensación física. Aun cuando estoy atormentada, el deseo muerde mi cuerpo al compás de las evocaciones.