Выбрать главу

Ese temor fue lo primero que me sobrecogió al conocerlo. Ventura entraba y salía de mi vida con sigilo, procurando borrar todas las pistas de sus pasos, revoloteaba a mi alrededor sin traspasar jamás mis contornos, y si cedía a la tentación del coqueteo, en seguida se apresuraba a dar marcha atrás, cerrándome la posibilidad de cualquier ilusión. Cuando por fin sentí la certeza de su acoso, supe que me aguardaba mucho sufrimiento, y una sensación premonitoria de impotencia se instaló en todas mis vísceras. Ventura me amaba, pero no quería amarme.

Coincidimos en un viaje que habían organizado unos amigos y desde el primer momento se estableció entre los dos una grata sensación de complicidad, un cosquilleo intelectual deshabitado de palabras. Era el tira y afloja de los amores que están destinados a martirizarse mutuamente. El último día del viaje deslicé un papel por debajo de la puerta de su habitación con una frase de Cesare Pavese y esperé pegada al teléfono un acuse de recibo. Pero Ventura no llamó, y a la mañana siguiente tampoco ocupó su lugar habitual en el desayuno, yo creo que ni siquiera deseó verme, se escabulló con modos silenciosos, y al llegar a la estación, ya en casa, me apartó del grupo y se despidió diciéndome: «Me das miedo, Fidela.» Pero Ventura no tenía miedo de mí, porque yo estaba como parada en una esquina viéndole pasar. Ventura tenía miedo de sí mismo, de amarme más allá de lo que su razón pudiera aconsejarle. Y así fue durante mucho tiempo. Me amaba y me temía alternativamente, me buscaba y me apartaba, desaparecía para volver a aparecer con bríos nuevos, luchaba por expulsarme de su vida y regresaba siempre a mi orilla torturándome con sus malditas inseguridades. Nunca me habló de amor, ni siquiera cuando ya era un sentimiento irremediable entre nosotros. Hablaba de ópera, de porcentajes, de libros, de las películas de los hermanos Marx, y todo lo acompañaba con un aire indolente, como si quisiera dejar constancia de su desdén hacia el mundo, de su necesidad de mantenerse firme frente a los afectos o incluso frente a mí, que lo amaba pese a ser tan rara como él y tener las mismas necesidades de rebeldía.

Tiré la falda sobre la cama e intenté llamar inútilmente su atención. Como otras veces, no me hizo caso. Me enzarcé en una discusión estúpida conmigo misma, farfullé un deslavazado monólogo de frases absurdas que sonaban mal a mis propios oídos y que una vez pronunciadas hubiera deseado borrar con una spontex. Ventura no se dignaba dirigirme la mirada, mantenía esa actitud lacia y desinteresada que tantas veces he visto reproducida en Marius al hablarle de estudios o quejarme porque siembra su cuarto de camisetas sudadas. Ventura llevaba el cepillo de dientes en la mano cuando clavó sus pies en el suelo, volvió de pronto su rostro hacia mí y con una irreprimible carga de desprecio me dijo lo que me dijo. No pude responder. Me subió un golpe de sangre a la cara, un sofoco cegador, y la habitación se volvió nublada, como cuando te mareas y el mundo desaparece de tu vista. El corazón me latió con una fuerza desacostumbrada y las piernas empezaron a flaquearme por la parte interna de las rodillas. Ventura jamás había ido tan lejos. Fue entonces cuando decidí odiarle.

El primer día que me acosté con él todo quedó un poco raro. No fue aquí. Debo advertirlo porque yo casi nunca me acuesto aquí, por si acaso. Prefiero los lugares sin referentes, las ciudades sin nombre, esos hoteles que no me recuerdan a nada y donde puedo entrar y salir del ascensor sin pensar que de un momento a otro voy a tropezar con mi vecino. Aquella ciudad me pareció como desvencijada, aunque ahora que lo pienso seguramente me pareció desvencijada porque el hotel estaba en las afueras y el taxista, para atajar, atravesó un barrio donde había muchas naves industriales repetidas, unas al lado de las otras, todas grises y opacas. Aquello me sonó a novela en blanco y negro, así que cuando llegué al hotel tenía el cuerpo como lleno de hormigas y casi no podía creer que la vida me estaba pasando a mí.

Lo primero que hice fue correr las cortinas. Siempre lo hago al llegar a cualquier hotel. Corro las cortinas y, de espaldas a la calle, me construyo un universo propio, idéntico al que ya he conocido en otros hoteles de otras ciudades: el minibar, la tele, la mesilla de noche, la colcha de un color que no recuerda a ningún color, el cuadro que no recuerda a ningún cuadro, y el baño con su cesto rebosante de caprichitos, el gel, el body lotion, el champú, la crema suavizante. Si los tarros son bonitos y tienen formas caprichosas me los llevo. Antes clasificaba los hoteles en función de las puñetitas que ponían en el baño, pero desde que he dejado de coleccionarlas casi ni me entero. Aquel día me abstuve de tocar nada, no fuera que él me tomara por una vulgar choriza o, lo que es peor, por una hortera poco viajada. De modo que me quedé mirando la cestita, algo pobre en comparación con otras, y la toallita, y el papel higiénico que estaba doblado en pico como un sobre de correos, y no toqué nada. Eché un vistazo al espejo y el espejo me devolvió una imagen extraña que sin duda era la mía. Pero yo estaba bien, y el hormigueo que sentía en el cuerpo se trataba de una manifestación de deseo normal y corriente. Encendí un pitillo y me senté en una esquina de la cama, a esperar junto al teléfono. Seguro que cualquier mujer en mi lugar hubiera adoptado una postura más interesante, pero a mí no se me ocurrió. Consulté el reloj y comprobé que todavía faltaban diez minutos para la cita. Diez o más, porque entonces yo no sabía si era un hombre puntual o si gustaba de dar plantones a sus amantes. Fumé, pues, convulsivamente (eso le hubiera parecido a cualquiera que me hubiera visto desde fuera) mirando de vez en cuando los recios cortinones que me separaban del mundo. Había conseguido olvidar cómo era la calle en la que me había depositado el taxista, si hacía sol y si de verdad las palmeras se alineaban al borde del asfalto como había imaginado yo en mis sueños. Estaba viviendo en una estación sin vistas y sólo podía asomarme al espejo. En fin: me sentía arropada en ese pequeño útero de cuatro estrellas sin identidad, repetido, igual a otros úteros de cuatro estrellas sin identidad y repetidos. La única diferencia es que aquí iba a encontrarme con mi mejor amante extramatrimonial, le abriría la puerta y en seguida le ofrecería algo de bebida para salir del paso y disimular que íbamos a lo que íbamos. Aunque a lo mejor la bebida tendría que ofrecérmela él porque a mí me temblaría el cuerpo bajo la carcasa y sería incapaz de actuar con naturalidad. Es posible también que en ese instante yo prefiriera llamar al room service y pedir un café con leche para consolar el estómago. Qué distintas salen las cosas después de haberlas planificado mucho. Llevaba en la maleta un conjunto de noche que me había comprado en Estados Unidos, un conjunto verde rabioso (con un agujero a la altura de la cadera producido por la quemadura de un cigarrillo) y no iba a encontrar el momento de ponérmelo. Hay días en los que todo ocurre al revés, y ése era uno de ellos. No sonó el teléfono. Tenía la mirada clavada en él pero no sonó. Oí un golpe tímido en la puerta, el típico golpe clandestino, de nudillos flojos, y suspiré. Creo que también tuve miedo. Había deseado mucho el encuentro, pero de pronto me sentí aturdida, sin capacidad para alegrarme. Él llegaba a la cita puntualmente -las seis y media de la tarde, ni un minuto más, ni uno menos- y eso, en lugar de satisfacerme, me confundió un poco. Quizás aquel hombre me deseara más de lo que yo estaba deseándolo a él. Como idea no me desagradaba, pero no supe valorarlo. Su cara me pareció descolorida, y sus ojos, bajo aquella frente que el primer día se me había antojado orgullosa, estaban tan asustados como mis ojos. Nos habíamos hablado tres veces, y la necesidad de establecer una relación urgente se había impuesto a todo. Vestido de calle era otro hombre. Ni peor ni mejor: distinto. El uniforme que llevaba cuando nos conocimos disimulaba sus adiposidades prematuras, pero así parecía más joven, y el jersey de cuello vuelto le daba un aire de viejo existencialista francés, una especie de Yves Montand con más kilos. Un mechón corto y mal recortado le caía sobre la frente, acaso para ocultar alguna entrada en el pelo. Tenía las manos cuadradas, poco elegantes, y unos labios que destacaban furiosamente en el conjunto del rostro, con la comisura como tatuada. Las líneas de su boca fueron lo primero que reconocí de él. Las vi sin mirarlas porque me salieron al paso bajo la luz tibia del pasillo. Sin embargo, con toda la reciedumbre a cuestas y aquella boca que ardía bajo sus perfiles, yo creí adivinar una vaga expresión de perro triste. No me cogió por la cintura ni me dio un beso de tornillo ni me tumbó sobre la cama para rasgarme la falda ni me dijo que no podía vivir sin mí. Fue todo confuso, un poco torpe, y hasta que no lo vi reír con su alegría chillona no supe que realmente estaba con el hombre que tanto había querido estar. Extrajo del bolsillo exterior de su chaqueta un pequeño paquete que tenía la envoltura muy arrugada y lo abrí. Era un pañuelo de seda, con dibujos de cadenas de colores, inspirado en esos famosos pañuelos de cadenas y colores que tanto se habían llevado, y le di las gracias con un protocolo falso que apenas disimulé. No preguntó por la bebida. Se quitó la americana, que dejó tirada sobre un sofá, entró en el baño a orinar (yo oí el ruido) y se sentó a mi lado en la cama. Calló largamente y empezó.