Tenía un perfil como para dibujarlo a carboncillo. Recuerdo muy bien su perfil porque cuando íbamos en el taxi, minutos antes de que me abandonara, lo contemplé detenidamente para hacerlo mío. La frente se le prolongaba en la nariz de forma recta, sin curvarse nada en el entrecejo. Esa unidad entre frente y nariz eran más una característica racial que un capricho de su rostro, pero yo no lo sabía. La línea de su boca hacía juego con su mandíbula, que también tenía un trazo muy marcado. El mechón corto sobre el ángulo derecho de la cara, en justa simetría con una entrada prominente que le desnudaba el parietal por la parte izquierda, y cierta laxitud en las mejillas, le proporcionaban un toque de avejentamiento existencial mezclado con un aire de dejadez. Tenía cuarenta y un años, pero cualquiera le hubiera echado cinco o seis más. Era un hombre muy quemado, sin duda.
Me había pedido que me quedara todo el fin de semana y no aceptaba las razones de mi resistencia. Yo había desviado un viaje para estar con él, había tenido que cuadrar inventos, pretextos, escalas, billetes de tarifa ajustada, un montón de cosas. Y ahora pretendía que lo descabalara todo para pasar más tiempo encamados. Aquella sugerencia, que había empezado como un simple juego, derivó pronto en una discusión kafkiana, tensa, ilógica. Seguro que si hubiera sido yo quien se lo hubiera propuesto, nuestra relación hubiera terminado allí mismo. No conozco a ningún hombre que se crezca en el amor cuando se siente acosado. Todo lo contrario. Lo deja todo y huye. Además, nuestro caso era especial. Se suponía que nosotros no estábamos enamorados, o no lo estábamos tanto como para que cada uno adquiriera derechos sobre el otro. Supe que tenía mujer y tres hijos mayores y sospeché que escondía una vida complicada, o al menos una segunda vida. Me dio igual. Una vez, pasado el tiempo, le monté una desagradable escena de celos cuyo recuerdo todavía me atormenta, pero ese día me dio igual. Cuando íbamos en el taxi, de vuelta al hotel, le dije que me había decepcionado. A lo mejor no se lo dije con estas palabras, pero él lo entendió así. Estábamos ya enzarzados en una conversación imposible y tratábamos de ofendernos mutuamente. Aprovechó que el taxi se detenía en un semáforo, abrió la puerta y se bajó sin despedirse. El coche arrancó de nuevo y yo no volví la cabeza para mirarlo. Quise fingir dignidad, pero me sentí mal. Seguramente él se marchaba en dirección contraria, con las manos en los bolsillos, mientras dibujaba un rictus de tensión en la línea de la boca. Leo era así.
Loreto se separa. Loreto siempre había dicho que si una de las dos se separaba, ésa sería yo. Pero ahora se separa Loreto y dentro de mí siento como si una parte del amor también se me hubiera quebrado. Padre todavía no sabe nada. A padre le costará un disgusto gordo, porque él creía en el matrimonio de Loreto, tan aparente, tan formal, a la medida de los amores eternos. A mí también me costará un disgusto; de hecho ya llevo todo el día dándole vueltas y preguntándome por qué he tardado tanto tiempo en descubrir el secreto de mi propia hermana. Nuestras largas horas de confidencias, en estos meses, no han servido para aproximarnos y romper el distanciamiento de casi veinte años, desde que abandonamos nuestra habitación compartida en la casa familiar y ambas salimos hacia mundos opuestos. Loreto siempre ha sido muy distinta a mí, pero nunca la he envidiado. Ella heredó de la abuela ese gen de la abnegación en el que muchas mujeres de nuestra familia han edificado su vida. Loreto, como la abuela, nació para derrochar optimismo y entregarse a una vida plural, generosamente multiplicada en los demás. Pero Loreto se separa. El chino -a su marido siempre le he llamado el chino, por sus ojos rasgados bajo las gafas de miope- ya no volverá a imponer las comidas de fibra vegetal y a presumir con su trabajo de diseñador de llantas. El chino se ha esfumado. Loreto no cuenta por qué, pero se ha esfumado. La semana pasada, al llegar de un viaje que habían organizado juntos, Loreto encontró la demanda de separación. Así, sin más. Un viaje de placer y a continuación la ruptura. Ella se ha quedado como desnuda de vida y la pena transcurre por sus ojos todavía secos, fija la mirada de color moscatel, los hombros caídos, el regazo muerto, hasta que en un instante determinado vuelve en sí y desmenuza los nervios arrancándose con los dientes los pellejitos de las uñas. Las mujeres de nuestra familia están marcadas por la desgracia, decía la abuela con voz doctoral cuando contaba la historia de su madre, aquella primera Loreto que fue abandonada por el bisabuelo poco antes de morir de parto. Loreto es un nombre maldito. Todas las Loreto de la familia han pagado su maldición como pagaron las mujeres bíblicas el dolor de sus vientres horadados. Primero la bisabuela Loreto, que se desangró por abajo como en un valle de lágrimas rojas y afiladas. Luego la tía Loreto, cuya soledad constituye todavía hoy la pesadilla de todos, y ahora mi hermana, último eslabón de una cadena que estaba destinada a perpetuarse. Loreto no ha tenido hijos, no ha podido tenerlos, pero siempre ha ejercido su maternidad en todos los que la rodeamos. Su belleza es pedagógica, como es pedagógico su dominio del carácter, sus habilidades culinarias y su naturaleza expansiva y estimulante. Loreto quería estar enamorada del amor, pero se enamoró de un cretino y ahora no encuentra consuelo. Ella ha sabido que su marido la llamaba a menudo desde el aeropuerto fingiendo viajes urgentes, pero se quedaba en un hotel cercano con una mujer que a lo mejor no era una sola sino muchas distintas. Me pregunto qué verían en Fernando, el chino, todas las mujeres que no son Loreto. Lo pienso en voz alta mientras ella permanece con la cabeza entre las manos, abatida por la bofetada del abandono. El canalla de mirada viscosa y hablares prepotentes ha terminado dando la cara. Yo lo intuía. Era un hombre -y lo sigue siendo en alguna parte del mundo- falso, egocéntrico y cafre. Su final estaba escrito hace ya mucho tiempo.
Loreto llora ahora a trompicones. Está envuelta en un albornoz de rayas y se ha tumbado sobre mi cama con los pelos revueltos y húmedos. No la he acariciado, porque yo no sé utilizar las caricias como método de consuelo, sino que la he animado a seguir llorando hasta que su cara pareciera una bayeta estrujada. No me ha escuchado. El llanto le daba arcadas y yo he ido a la cocina a prepararle una infusión. Mientras se la ofrecía, sin dejar de remover el azúcar con la cucharilla, he vislumbrado en ella una expresión desvalida que no parecía suya. He sentido profunda lástima por Loreto, tan derrotada y nueva a mis ojos. No soporto a los débiles, nunca los he soportado, y ella se me antoja ahora como una mujer abierta de carnes, anulada y dependiente de mí. Loreto, que era la dama fuerte de la familia, busca refugio en mi abrazo y pide ayuda con un silencio que me pone la piel de gallina. Estamos quietas largamente, la una pegada a la otra, y los pensamientos me brotan en chorro, sin ningún concierto. Tal vez debiera pasarle la mano por el pelo, ayudarla a secarse, recomponer ese albornoz que deja al descubierto sus muslos, abrir la frazada de la cama e invitarla a acostarse. Pero no hago nada. Sólo siento su corazón en el muelle de mi brazo y dejo que transcurra el tiempo sin necesidad de conducirlo. Rocco araña la puerta porque quiere entrar en el cuarto. Ventura y Marius se han quedado en el salón, supongo que algo aturdidos por el impacto de la noticia. Loreto gimotea, poco a poco le fallan las fuerzas para llorar, su motor se agota como se agotan los muñecos de cuerda. Debería tratar de convencerla para que durmiera un poco porque el sueño es la mejor terapia: mientras duermes no existes, el olvido se apodera de la vida y el tiempo lo nubla todo, ansiedades, sobresaltos, miedos, rabietas. Sólo cuando te despiertas en mitad de la noche vuelves a recobrar la conciencia de las cosas. Tras unos momentos de indecisión aparece de nuevo el recuerdo, la lucidez del sufrimiento, y un dolor agudo, íntimo, se instala en las paredes del estómago. Saltas de la cama y con el frío de las baldosas pegado a las plantas de los pies corres hacia el baño en busca de un orfidal. Con un poco de suerte al cabo de un rato acaso vuelvas a dormirte. Es una sensación balsámica: regresar al sueño, a las profundidades del olvido, a ese claustro de la noche que te envuelve entre telarañas. Cuando Ventura y yo teníamos nuestras largas peleas de recién casados, las noches eran convulsas y yo me pasaba el rato moviéndome en la cama y haciendo ruido para que él supiera que estaba despierta. Ventura siempre lo sabía, pero se fingía dormido y yo no soportaba su placidez, el ritmo acompasado de su respiración y sobre todo su necesidad de armonía y silencio. A mí me mataba el silencio, yo no podía conciliar el sueño porque estábamos enfadados y el desorden azotaba mis sentimientos. Después de mucho enredar conseguía despertarlo y lo incitaba a la discusión. Quería hablar y procuraba una aproximación, que siempre resultaba tortuosa, mordiente. En todas las peleas nos decíamos las mismas cosas, los mismos reproches, las mismas mentiras disfrazadas de verdades, las mismas verdades disfrazadas de mentiras, las mismas locuras, los mismos insultos, hasta que al final caíamos abatidos por el peso implacable del dolor, era ya madrugada y sobre la colcha se deslizaban las primeras luces del día. Entonces Ventura trataba de hacerme entrar en razón; mirando el despertador se lamentaba de las pocas horas que nos quedaban de sueño y acercaba mi cuerpo al suyo, lo encajaba como un puzzle contra sus muslos y yo, hecha un cuatro, me entregaba al sueño, siempre de espaldas a él, sintiendo el abrigo amable de sus piernas y el tacto de sus pies calientes sobre mis pies fríos. Lo recuerdo bien: yo siempre tenía los pies fríos, así que el sabor de la reconciliación era térmico, dulce, y estaba íntimamente relacionado con la progresiva transmisión de nuestras temperaturas corporales. Cuando mis pies entraban en calor significaba que ya nos habíamos reconciliado.