Nunca le he hablado de estas cosas a Loreto. Ella no sabe los problemas que tengo con Ventura, y tampoco conoce la existencia de Leo. Loreto y yo, estando tan unidas, nos ocultamos bastantes cosas de nuestras respectivas vidas. Ahora mismo yo no sabría distinguir los matices de su sufrimiento. Porque no es el desamor, sino la traición, lo que ha alborotado su alma. Está desorientada ante sí misma, incapaz de revisar sus ideas. No quiere terminar de llorar, hay en su tormento una suerte de masoquismo recién descubierto. Se siente degradada, infecta, y por primera vez en su vida, perfectamente imbécil. Debería hablarle de Leo, pero no me atrevo.
Han operado a Rocco. El veterinario le ha sacado un almendruco del intestino y dice que saldrá adelante, pero yo estoy paralizada a sus pies, vigilando esa respiración que se mueve rítmicamente bajo una mantita de Iberia. De vez en cuando abre los ojos para comprobar que sigo junto a él. Sus frágiles trece años están conectados a un gotero que le proporciona intermitentes dosis de vida. Por el tubo resbalan lágrimas de suero y yo lloro lágrimas como dátiles. Marius duerme en la habitación de al lado. Rocco siempre pasa las noches con él, pero hoy no tiene fuerzas para incorporarse. El sufrimiento ha prendido en mis músculos, el pulso me late con fuerza en las muñecas y los silencios de la madrugada repiquetean en todos los espacios de la casa. Es el dolor de la impotencia. Sé que Rocco tendrá que morir un día, pero no [ogro hacerme a la idea. Cuando llegó a esta casa, Marius tenía cinco o seis años y nuestra existencia era agitada, vivíamos dependiendo de las baby-sitters y todo tenía un aire provisional, quebradizo. Resolvíamos las cosas sobre la marcha y salvábamos las emergencias como podíamos. Para terminar de arreglarlo, un día apareció Ventura con un pequeño cocker en brazos y a mí se me vino el mundo encima. Los dos primeros meses fueron confusos, Rocco elegía las alfombras para hacer pis y Marius lo perseguía por los rincones tirándole del rabo a ver si le crecía. No sé quién le puso Rocco, tal vez ya llegó a casa bautizado, porque ahora que lo pienso es como si hubiera existido siempre, incluso antes de nacer. Rocco ha sido una prolongación de nuestras propias vidas, un testigo mudo de los años que han pasado sin darnos cuenta, invierno tras invierno, esperando que Marius llegara del colegio para sentarse en la cocina junto a él y compartir alguna migaja de su merienda. Y luego los veranos, las vacaciones itinerantes por los campings, con él de protagonista insumiso, como aquel año, en Lisboa, que se fugó tras una perra en celo y nos pasamos la noche buscándolo. Rocco se escapa hoy lentamente, me lo dice con la mirada de la edad, unos ojos cubiertos por una telilla blanca que le impide ver mis lágrimas. Me he abrazado muchas veces a él como si fuera un osito de peluche, se ha revolcado conmigo en la cama, nos hemos mordido mientras jugábamos, pero ahora temo hacerle daño y sólo deslizo la mano por su cabeza, le acerco mi cuerpo a su olfato, quiero que sienta mi proximidad, mi olor, la ayuda de esos brazos que tanto le han rescatado del peligro. Rocco no tiene fuerza para quejarse y sus orejas, blandidas mansamente sobre el lomo, parecen dos manchas expropiadas de vida.
No quiero hacer una exaltación del dolor, pero sufro y lo noto en todas las cavidades de mi cuerpo. También me duele la espalda, aunque eso se deberá a la mala postura. Llevo dos horas sentada en el taburete sin apartar la vista de Rocco, los hombros me pesan y en el centro de la columna vertebral siento unos desagradables pinchazos que ascienden por la espalda hasta enquistarse en las cervicales. Necesito pasear por la habitación, fumar otro cigarro, desentumecer esa quietud que ha agarrotado mi cuerpo. Necesito también sacudirme de encima la obsesión de Rocco, agrandada ahora por el efecto absoluto de la noche.
Sobre la mesa he puesto las últimas cartas de Leo. De vez en cuando me distrae leerlas. A través de ellas puedo revivir la trayectoria de nuestras respectivas vidas en estos diecisiete meses de relación. Hay cosas que no logro recordar bien (tal vez he pretendido olvidarlas deliberadamente en algún momento) y que sólo él, con su apabullante memoria, logra sacar a flote. Algunas cartas son quejumbrosas, dolientes, otras en cambio contienen una dulzura incontenible, pero todas me transportan a ese mundo que ningún hombre ocupará jamás y que sólo a él le debo. Leo estimula mi memoria. A veces, cuando permanecemos abrazados en la cama, después de nuestras largas sesiones de amor, él con los ojos fijos en el techo y yo derrumbada de placer, la cabeza sobre su pecho y los párpados vencidos, me siento incapaz de entablar un diálogo y le digo muy bajito: «…A ver, cuéntame cómo nos conocimos.» Y me lo cuenta. No es una versión real, pero es la suya y a mí me gusta. Mientras habla me acaricia el pelo, primero hacia un lado, luego hacia el otro, por el flequillo, las sienes y la nuca, entonces cierro los ojos y me quedo en el borde del sueño.
Me encanta que me acaricien el pelo, salvo cuando estoy en la peluquería, pues en la peluquería me pongo nerviosa y quiero salir con el cabello a medio arreglar, como aquel día que monté el número porque se me subió una llamarada negra a la cabeza y tuve tanto miedo de volverme loca que di un brinco y dejé al peluquero con el secador en la mano. A Rocco también le gusta que le acaricie el pelo, pero cuando me ve con su toalla en la mano, el cepillo, el secador y el champú antiparasitario, corre a esconderse bajo un mueble y tengo que llevarlo a rastras hacia el baño.
Fidela: Me disponía a escribirte cuando escuché unos pasos taconeando en el asfalto. Era una misteriosa vecina que siempre vuelve tarde y que tiene la costumbre de pisar una baldosa suelta que hay a la entrada del edificio. Imaginé que eran tus pasos de novia altanera, el pantalón empezó a apretarme donde tú sabes y las fantasías impidieron que pudiera concentrarme en mi folio. […] Amor, nuestro encuentro no fue fortuito: nos seguíamos el rastro sin saberlo. Somos como dos animales salvajes que se llaman en la espesura sin saber que se están llamando.