La fecha indica que la carta está escrita un mes y medio después de la larga noche de nuestro primer encuentro. Leo se hallaba entonces volcado en mí, me había pedido excusas por el desagradable incidente que precedió a la despedida -¿he dicho despedida?; miento, Leo y yo ni siquiera nos dijimos adiós con la mirada- y expresó su deseo de continuar una relación sin compromisos. Realmente no lo dijo así, porque al natural Leo habla tirando a raro, poniendo muchos puntos suspensivos en las frases, pero ésa fue mi interpretación. Y concluí bien, creo, porque nuestra relación, salvo en contados momentos de los que algún día daré cuenta, ha estado libre de presiones. La primera carta que recibí era disparatada y en ella Leo recreaba algunas sensaciones de la noche que pasamos juntos en el hotel. Lo recuerdo porque él se ha encargado de reproducírmelo en nuevas ocasiones. Decía que no necesitaba forcejear con la distancia para tenerme cerca, pero que echaba en falta mi olor y mi textura. Me produjeron tanto rubor algunas frases que nada más terminar de leer la carta rompí las hojas en mil pedacitos y las arrojé al váter. Fue una pelea terrible con las leyes de la física, porque vaciaba una y otra vez la cisterna pero algunos papelitos se quedaban navegando en la superficie, como si no quisieran ser engullidos por el agua. Me sentí ridícula. Antes siempre echaba al váter todas las huellas de mi vida inconfesable, pero ahora creo que las alcantarillas están llenas de detectives buscando pistas de la gente que arroja cartas y documentos secretos al váter. Nunca más he vuelto a hacerlo. Las siguientes cartas las guardé en libros, bien aprisionadas entre sus páginas, como cuando era pequeña y guardaba los billetes de cien pesetas que me ofrecía la abuela después de seducirla con malas artes. Los guardaba tanto que no los encontraba. Así me pasa ahora también. Leo está esparcido entre mis libros preferidos y a veces no lo encuentro, me cuesta reconstruirlo y releo las cartas para componer el recuerdo de una pasión que algunos días amenaza con desdibujarse.
Por eso, mientras velo a Rocco, que por fin parece haberse sumido en un sueño apacible y no necesita abrir los ojos para saber que continúo a su lado, saboreo esas parcelas íntimas de mi vida, igual que en uno de esos sueños en los que te desplazas de lugar en lugar, de situación en situación, sin saber cómo. La última carta de Leo es elocuente. No lleva fecha, pero podía haberla escrito en cualquier momento.
Fidela: por culpa de las líneas telefónicas ayer tuvimos que hablar a trompicones. Perdona si te dejé medio sorda gritando que te quiero, pero es una verdad a gritos. Para indemnizarte, ahora lo susurraré: te quiero. Siento en mi cuerpo síntomas de tu ausencia. Es una patología que se manifiesta en una mirada ausente, una enorme acumulación de ternura en la boca, de semen en los testículos y de testosterona en la sangre. Tu piel, en la distancia del recuerdo, me huele a humo. No a humo de tus cigarrillos sino de las fogatas con que los vinateros queman aquí las cepas después de la última vendimia. […] No es justo que amándote tanto estés ausente. Por eso me rebelo. Perdona. Uno de mis defectos es no saber aguardar, máxime cuando la espera va acompañada de incertidumbre. Alguien me ha preguntado por qué estoy tan inquieto. La inactividad, he respondido yo. Cualquier cosa con tal de no descubrir lo difícil que es no tenerte después de haberte tenido. Mujeres hermosas hay muchas, pero las que he conocido son unidimensionales como los carteles de las películas. Detesto a las actrices de las películas. Marilyn Monroe parece de plástico, Kathleen Turner resulta demasiado grande, a Demi Moore decidí ignorarla desde que se afeitó el cráneo, y Madonna es sexy, pero un día se va a fracturar la pelvis de puro hacerse la provocadora. Tú eres distinta. A ti te basta con existir para despertar mis deseos.
Al principio no les daba importancia a sus declaraciones de amor. Estaba acostumbrada a que me quisiera (o, en todo caso, a que me lo dijera) como lo estoy a que los árboles den sombra. Lo que más me gustaba, sin embargo, no eran sus contundentes y hermosas confesiones amorosas, sino esos recorridos por la vida en los que yo siempre estaba a su lado compartiendo experiencias y sensaciones hasta entonces desconocidas para mí.
Fidela: he regresado de G. con una costra de barro en la suela de las botas. Voy a conservarla en el jardín porque es tierra sagrada de tu altar. (Existe un altar en G. que lleva tu nombre: se lo puse yo. Está en las afueras, muy cerca de un antiguo cráter que ahora es una pequeña laguna.) He pasado veinte días destacado ahí, trabajando de sol a sol y recordándote en las escasas horas de sueño. Eran muy agradables los paseos al amanecer. A menudo me detenía a golpear el suelo basáltico porque produce un sonido metálico muy curioso y cuando lo frotas con una esquirla de sílex suelta chispas casi imperceptibles.
Lo entretenido de vivir en G. es que te sientes dentro de una película y que en la mayoría de los casos uno mismo decide cuando cae el telón. Aunque estés lejos, tú también formas parte de esta película. Te llevé conmigo porque desde que te conozco no has dejado de acompañarme a todas partes. Estuvimos en las calles polvorientas del barrio de H., con sus incesantes peleas de perros y sus cardúmenes de niños macilentos que juegan a ser héroes. Pero G. también tiene sus reductos luminosos, como los naranjales o las pequeñas palmeras que hay junto a la playa. Tú llevabas -sigo imaginando- gafas de sol, y yo te pedía que te las quitaras porque me gusta ver el mundo reflejado en tus pupilas. Además, ya sabes que mi alma nace a la orilla de tus ojos.
¿Te he hablado alguna vez de Joe? Es un viejo amigo con el que me reencuentro esporádicamente y que me somete a continuadas sesiones de lirismo, Joe me torturó con su última desgracia. Nadie, salvo tu adorada Violeta Parra en alguna de sus canciones, maldijo tanto el amor como Joe, frente al mar y con el puerto como telón de fondo. Parecía que escupiera guijarros. Pateaba la arena, se metió borracho en el agua -sin quitarse la ropa- y recitó una letanía de improperios que se le revolvieron como si fueran el latido de su propio eco. Toda una ceremonia de exorcismo que acabó cuando el hambre, más fuerte que el despecho, nos llevó a la panadería. En ese momento le conté que tú existes al otro lado del mar, a lo que me respondió: no me pidas que me solidarice contigo.
Las palabras de Leo me agitan las hormonas como una batidora eléctrica. Antes de que él apareciera en mi vida yo era como una de esas algas que el mar arroja a la orilla. No quiero decir que fuera una mujer apaleada, sino que me dejaba llevar, iba y venía sin ofrecer resistencia y tenía la voluntad atrofiada, o quizás no tenía voluntad, porque en mis cada vez más constantes discusiones con Ventura ya no mostraba deseo ninguno de arreglar las cosas, y los demás, es decir, los hombres que no eran Ventura y cuya existencia terminaba cinco minutos después de empezar, ni siquiera podían arrogarse el privilegio de haber dejado unas iniciales en mi recuerdo. Con frecuencia me he preguntado si no habrá tras ese deseo de quemar aventuras un solapado deseo de venganza en nombre de muchas mujeres machacadas por las decepciones amorosas. Lo desconozco, como también desconozco qué opinarán ellos en su lugar. Cualquiera de mis ocasionales amantes pudo atribuirse el poder de haberme conquistado, y no seré yo quien les quite ahora la razón. Mi revancha consistió simplemente en olvidarlos hasta el punto de no reconocer siquiera sus nombres. Con Leo, sin embargo, todo había sido distinto. Leo iba más allá del amor. En él estaban contenidas muchas emociones juntas, la ilusión, el placer, la ternura, el ansia constante de sorpresa, el desquicie total y gozoso de los sueños.
Acabo de acercarme a la ventana para contemplar unas luces que resplandecen a lo lejos. Son bengalas de las que disparan los soldados cuando salen de maniobras. Iluminan el contorno de los cerros dando a los olivares un aspecto fantasmagórico. A ti te gustaría mucho ese efecto. Fidela, te quiero y te sueño. La otra noche te soñé con horquillas en el pelo, mejor dicho, ibas sujetando el pelo con las horquillas que tenías en la boca, como vi hacer no recuerdo a quién ni dónde. Lo habré presenciado en alguna película, o posiblemente en los prostíbulos de mi adolescencia, aquellos que tenían un local con muchas mesas donde se tomaba vino barato y empanada de carne.