Espero tu llegada ansioso. Ojalá entonces deje de soplar este viento que nos ahoga en arena. Hace un calor muy extraño, como el que se siente a través del cristal de un automóvil. Tu visita cambiará el régimen de los vientos y las mareas, estoy seguro. Vuelvo a rogarte que seas sincera conmigo y no te dejes avasallar por mi impetuosidad. No te tengo cerca para compensar con caricias todo lo que necesito decirte. Dondequiera que estés en este momento, recuerda que soy tuyo. A veces el deseo de ti es tan fuerte que he de masturbarme para seguir viviendo. […] Fidela, me has convertido en un animal rabioso. Quiero dormir, pero tu imagen traspasa las paredes, y ese aroma tuyo que a veces me desbarata la cabeza, vaga por todas partes como un fantasma. Me gustaría arrastrarte a mi escondite secreto para beber tu sexo, penetrarte durante seis horas seguidas y acariciarte el alma a suspiros. Nadie se ha revolcado en un saco de dormir tan febrilmente como yo: el loco que escribe tu nombre en cinco árboles diferentes. Desde que te conozco todo me sabe a sucedáneo y pienso que el resto de mujeres son impostoras. Me gusta querer de ese modo. Seguramente es mi única forma de querer. Cuento con desesperación los días que faltan para tu visita. Cuando nos veamos te pediré que me dejes amarte entera y muy despacio.
Aquella visita, anterior a otras visitas, suyas o mías, que habrían de enloquecer nuestra relación, desencadenó algunos problemas y alteró el ritmo habitual de las cosas. Por eso ahora pienso en Leo y mientras numero sus cartas, ordeno también mis pensamientos, porque ha estallado el caos y se ha precipitado en mí una enfurecida necesidad. Leo ha abierto fisuras en mi vida y temo perder el control sin mi propia autorización.
Ante mi insistencia, Loreto se ha instalado temporalmente en casa. Ocupa una habitación contigua al estudio de Ventura, en la parte alta del dúplex, y hace su vida con más resignación de lo que cabía imaginar. Se levanta temprano, va a su farmacia, por la tarde arregla sus asuntos de abogados y cuando llega está hecha un trapo. Algunos días se queda dormida viendo la televisión y yo tengo que zarandearla para que se acueste. Anteanoche apareció Charo sin avisar y hubo que contárselo todo. Charo es asombrosa, parece que lleva un chip en la cabeza y lo acciona en función de cada problema. El otro día, una vez enterada de la situación de Loreto, se programó para poner el hombro y volcar su generosidad en ella. Me quedé atónita. Charo nunca ha tenido una relación demasiado buena con Loreto, y aunque no puede decirse que se detesten, sus respectivas presencias han pasado siempre desapercibidas para ambas. Desde muy pequeñas quedó determinado así. Charo era mi amiga y Loreto mi hermana, y sus territorios estaban perfectamente acotados, no había mutuas injerencias y las dos se respetaban con admirable desinterés. En cierto modo yo tenía más proximidad con Charo porque ejercía sobre mí una extraña fascinación; su forma de cultivar la autonomía, su talante heterodoxo, y sobre todo, su lucidez para enfrentar los problemas, despertaban en mí gran envidia. Charo era una de esas personas que con el paso del tiempo no había adquirido ataduras. Vivía igual que en los años de estudiante y de su conducta emanaba una excitante sensación de provisionalidad. Todas las demás íbamos llenando nuestras mochilas de cosas propias, maridos, hijos, pisos, trabajos más o menos seguros, pero ella se mantenía siempre ligera de equipaje, alejada de cualquier compromiso. Charo tenía una profunda aversión por todo lo que pudiera atarla, y en cuanto atisbaba la mínima señal de peligro -hubo una época en que ganó bastante dinero como traductora y tuvo en sus manos la posibilidad de firmar un buen contrato con una editorial-, se sentía presa del pánico, sacaba un billete para marcharse fuera del país y desaparecía durante un par de años. Luego volvía más gorda y más contenta.
Charo solía tirar mucho de mí. No digo que me influyera, pero tenía ese don de las personas magnéticas y yo la jaleaba. Una vez me llevó a Centroamérica. Fue un viaje tan disparatado que, de no ser por el sentido del humor de Charo y mi poca disposición a discutir con las amigas, hubiera podido terminar en tragedia. Yo arrastraba una enorme maleta con ropa, libros, y todas las pequeñas dependencias que he adquirido a lo largo de los años, desde laxantes a crema suavizante para el pelo, orfidales, limas de uñas, aután, tapones para los oídos, antifaces y mucho tabaco. Charo llevaba una simple bolsa con ropa interior y unas camisetas de baratillo. Cansada de compartir mi carga, un día Charo me hizo depositar la maleta en casa de un diplomático conocido de la familia y proseguimos el viaje con una de esas bolsas plegables que yo había tenido la precaución de incluir en mi equipaje por si hacía más compras de la cuenta. Sobreviví. No sé cómo, pero sobreviví. Lo dejé todo aparcado, excepto los laxantes y el tabaco.
A Charo, con los años, le ha crecido una papada doble, como una gola de dos alturas, abierta en abanico sobre el cuello. A ella, sin embargo, no parece importarle demasiado. Conserva su pelo corto y abundante, esa mirada que de puro clara parece estar hecha de agua y unas manos muy hermosas, las más hermosas que he visto en mi vida, quitando las de un profesor de francés de quien me enamoré precisamente a partir de sus falanges. Charo, cuando se pone seria, infla su papada y entonces ya sabes que va a pontificar. El otro día pontificó varias veces ante Loreto. Yo miraba su papada, su gesto interesante, sus continuas atenciones con mi hermana, y me quedaba sorprendida, extrañada, porque Charo siempre ha sido muy dispuesta para entregarse a los demás pero la otra noche parecía una ONG.
Al principio Loreto se mantuvo bastante hermética y apenas le proporcionó las claves de su problema, más bien se dejó consolar sin oponer ninguna resistencia, tranquilamente, o acaso dócilmente, hasta que poco a poco empezó a salir de su mutismo y fue soltando pequeños datos, detalles que incluso yo desconocía, todo narrado con cierto alivio reparador, como si llevara tiempo esperando la visita de Charo para quitarse la espina del silencio. Supe que Fernando, el chino, había tenido una amante pocos años atrás, y que la propia Loreto fingió no enterarse para no perturbar la estabilidad matrimonial. Fernando instó a su amante a enviarle un anónimo a Loreto, pero ni así se sintió ella provocada. Loreto guardó la carta y calló. Nunca me lo ha contado porque sabe que yo reprobaría su falta de dignidad, pero con Charo se desarmó y enseñó su vida como quien enseña un álbum de fotos, regodeándose ante unos recuerdos y quejándose ante otros. Yo me fui a la cocina a preparar unos sandwiches, y de nuevo pensé en la posibilidad de que mi propia hermana fuera una desconocida para mí. No encontré jamón de York (Marius es especialista en arrasar la nevera), de manera que abrí una lata de paté y corté unos trozos de queso. Algunos días la asistenta deja preparada una tortilla de patatas o un poco de verdura cocida, pero aquella mañana había llamado para comunicarme que iba a acompañar a alguien al médico (todas las asistentas que he tenido acompañan continuamente a la gente al médico) y decidí no cocinar nada. Ventura estaba de viaje y Marius se había llevado a su habitación provisiones para una semana: patatas fritas, gusanitos de petróleo, galletas saladas y, por supuesto, el jamón de York que faltaba. Coloqué en una bandeja el paté, los quesos, una cesta rebosante de biscotes, una botella de vino y el frutero. Loreto no probó nada. Le había sentado mal la comida y prefirió tomarse un poleo. Charo, en cambio, no paraba de engullir bocaditos de paté, trozos enormes de queso, uvas, todo con una ansiedad irrefrenable. Su papada parecía el buche de una paloma. Estaba abstraída en Loreto y comía sin ser consciente de que se llevaba la comida a la boca, como cuando yo fumo y no me doy cuenta de que tengo el pitillo en los labios. La televisión pestañeaba con imágenes cuyas sombras salían de la pantalla y daban vueltas por el salón. Eran imágenes mudas que nos hacían compañía. Loreto hablaba de Fernando con frenesí de recién casada. Charo, cuando paraba de engullir, pronunciaba frases brillantes que a mí me deslumbraban y a Loreto le arrancaban alguna sonrisa de los labios. Al cabo de un buen rato, ayudadas por el vino, las tres nos reíamos sin pudor mientras desgranábamos recuerdos de nuestra infancia. Charo contaba numerosas anécdotas que no por repetidas dejaban de interesarme. No lo he dicho aquí, pero Charo maneja con gran habilidad la palabra y siempre ha sido una excelente narradora. Loreto por el contrario es hiperbólica, y a todo le da una dimensión desproporcionada. Esa exageración de Loreto que tanto he valorado en los momentos cómicos de la vida, sonaba el otro día como la letra de un tango. Charo se lo hizo notar y por fin Loreto se rió de sí misma como si hubiera sido sorprendida haciendo muecas ante un espejo. Creí ver entonces algunos destellos de la antigua Loreto, aquella hermana mayor que desprendía tanto optimismo y a cuyo cargo estaba la organización de los festejos familiares.