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Yo siempre fui más vulgar, más abúlica también, no tenía ideas y las pocas que me venían a la cabeza se las apropiaba ella para mejorarlas. Lo único que hacía yo era escribir. Escribía mis redacciones, las de Loreto y las de sus amigas, y hasta hubo una temporada que me especialicé en epístolas amorosas, sin haber sentido jamás las embestidas del amor ni tener más conocimiento carnal que el que me proporcionaba la visión de ciertas películas no toleradas para menores.

A Loreto le divirtió recordar aquello. En casa vivió una muchacha -mayor a mis ojos, aunque realmente no sobrepasaría los treinta años- que tenía un novio sigiloso, un novio casado o algo así, porque ella nunca le comunicó su existencia a madre y cuando hablaba con nosotras lo hacía en voz baja, como si nos convirtiera en cómplices de un secreto inconfesable. Loreto se sentía patrocinadora de aquel apaño sentimental. La muchacha hablaba con Loreto y si Loreto lo creía oportuno las dos me llamaban a mí, extendían una holandesa de papel rayado sobre la mesa y yo me ponía a escribir con una aplicación admirable. Como quería darle una imagen más o menos tangible al misterioso novio y por aquella época se decía que todos los novios de las muchachas domésticas eran soldados, yo le escribía a un soldado: sería un soldado apuesto, con un uniforme impecable y una gorra de plato que casi formaba parte de su anatomía. Ya que mi muchacha, dados los lazos afectivos que me unían a ella, era más que una muchacha, el soldado también era más que un soldado: era un cadete. Por influencia del oficio de escribana que me tocó en suerte, durante bastante tiempo, cuando pensaba en el amor siempre lo asociaba a un cadete. Mi novio también habría de ser así, erguido, con gorra de plato, y una chaqueta tan impecable que sólo se arrugaría al doblar ceremoniosamente el brazo para que yo pudiera colgarme de él y presumir ante el mundo. Madre no sabía que Loreto y yo confabulábamos con aquella mujer para facilitarle el acceso al novio. Tal circunstancia encendía más mi ánimo morboso. Rellenaba, pues, las holandesas con frases hechas que ni a ella ni a Loreto, y por supuesto tampoco a mí, nos sonaban a tópicas, firmaba con una rúbrica que parecía un tortel de cabello de ángel y luego la muchacha cogía el papel y lo estampaba contra su boca de color ciclamen. El beso rojo quedaba pues marcado en forma de labios. A partir de ahí yo ponía lo demás. Imaginaba que el soldado se llevaría también la carta a la boca y uniría su beso al de ella para formar un beso común y largo, como en los finales de las películas.

Un verano, aquella muchacha de melena encrespada y medias de cristal -ella nunca decía medias, sino medias de cristal, una denominación ya entonces obsoleta y que sólo les había oído a las rancias amigas de la abuela- nos llevó a su pueblo. Habían operado a madre y estorbábamos en casa, así que metimos unos vaqueros en la maleta, unos cuantos polos y un bañador que regresó a casa sin estrenar, y las tres nos marchamos al pueblo, aunque en honor a la verdad llamarle ahora pueblo se me antoja casi un lujo. Su familia vivía en un pequeño tejar a dos o tres kilómetros del núcleo de población más cercano, en medio de un paisaje marrón sin más aderezo vegetal que una pequeña hilera de chopos que pespuntaban la curva de un río. Los entornos de la casa estaban sembrados de tejas y el padre siempre tenía las manos manchadas de color chocolate. La muchacha nos había prohibido hacer alusión a su novio delante de la familia, con lo que disminuyó la relación de complicidad entre nosotras. Mi único aliciente allí era brincar entre las tejas y buscar cigarras en los matorrales nublados de polvo, ayudar a hacer rosquillas y los domingos, bajar al pueblo y beber un refresco en el bar. La muchacha estaba entregada al hogar, preparaba el almuerzo y la cena, daba de comer a los animales del corral, situado en la parte posterior de la casa, y escuchaba los programas de discos dedicados que emitía una emisora provincial. Ante mi resistencia a participar en sus propuestas deportivas, Loreto hacía excursiones por los alrededores y luego presumía de su resistencia. Cada día iba un poco más lejos. Loreto siempre ha tenido un irresistible afán plusmarquista, de jovencita saltaba incansablemente a la comba, y ahora, en sus tardes libres, se encierra en el gimnasio y luego de castigarse el cuerpo durante un buen rato me llama para contarme que ha hecho ciento veinticinco abdominales. Los va contando uno a uno, como si rezara una letanía que día a día es un poquito más larga. Aquel verano anduvo mucho, llegaba siempre extenuada de sus excursiones y la muchacha le preparaba unos bocadillos de chorizo que parecían submarinos. A veces la acompañaba en sus correrías alguno de los hijos menores de la casa, sobre todo uno que arreglaba bicicletas y tenía el pelo descolorido. Le hacían gracia las hazañas de mi hermana y los dos se retaban para saltar con pértigas de caña o descender a cuevas cuyo fondo no se divisaba desde la superficie. Cuando regresaban estaban tan cansados que se sentaban conmigo y jugábamos al parchís o al juego de la verdad, pero yo aún no sabía que el juego de la verdad era el juego de las mentiras y nunca lograba obtener una información interesante.

Para ir al váter había que atravesar el corral y espantar las gallinas que se colaban entre las piernas. El corral olía a caca y el váter olía a corral, y yo entraba y salía de allí tapándome siempre la nariz, huyendo de los olores y sobre todo de unas pieles de conejo que colgaban junto al dintel de la puerta. Cuando comíamos conejo siempre fingía dolor de estómago para no probar bocado, porque sabía que en la cazuela estaban los cadáveres de aquellas pieles que se oreaban en el patio con el olor a váter y a corral. Los conejos me daban además un poco de grima. Cuando, en los días previos a un festín gastronómico, la muchacha venía del patio empuñando a modo de trofeo un conejo que se agitaba convulsivamente, ni siquiera me atrevía a deslizar la mano por su lomo. Hubiera sido como acariciar a un condenado a muerte. El día que presencié el ritual del sacrificio supe que jamás iba a probar el conejo, aunque estuviera condimentado con las más sabrosas especias. Entre la muchacha y su madre cogieron al animal por sus extremidades. La madre tiró de las orejas, con un cuchillo grande le segó el cogote y antes de que cesaran sus espasmos, el animal se desangró sobre un plato metálico que había en el suelo. Luego le retorció la cabeza para asegurarse de que quedaba bien limpio, sin una gota de sangre en el cuerpo. El conejo quedó así listo para ser desollado. La muchacha me perseguía después con los pellejos por todos los rincones de la casa con risas y aspavientos. Yo era muy aprensiva y de noche soñaba que la muerte tenía cara de conejo. Aunque más que aprensiva, era cursi. Loreto, en cambio, parecía que había nacido en aquel ambiente y se pasaba muchos ratos en el corral sin taparse la nariz. Una noche, estando ya acostada, sufrí un fuerte retortijón en las tripas y tuve que levantarme para ir al retrete. Al atravesar el corral me sobresaltó una sombra movediza en la oscuridad y sentí miedo. Me quedé inmóvil, con las manos en el vientre, empequeñecida dentro de mi pijama holgado. Allí estaba Loreto, con la falda levantada hasta la cintura y las bragas en los tobillos, frente a un bulto oscuro que no logré identificar pero que correspondía con toda probabilidad al chico de pelo descolorido. No me vieron. Pasados unos instantes de estupor, retrocedí sin despegar las manos del vientre y volví a mi cuarto de puntillas. Aguanté el retortijón como pude y a la mañana siguiente quise olvidarlo todo, pero la imagen de Loreto con la falda levantada y las bragas arrugadas en los tobillos me acompañó durante mucho tiempo en todas las oscuridades. Ignoro cuántas noches debió de repetirse aquella escena. Tal vez muchas. El mes pasó pronto, yo engordé a pesar de mi resistencia a comer conejo con patatas, y Loreto alcanzó nuevos records de velocidad en sus correrías campo a través. Padre nos recibió en la estación de autobuses como a dos auténticas princesas. En el fondo estaba contento de que hubiéramos aceptado sustituir nuestras tradicionales vacaciones en la costa por una larga estancia en un pueblo. En los pueblos se aprenden muchas cosas, decía padre.