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Tras su divorcio, Gideon había tenido varias relaciones serias. Pero siempre había algo que le impedía declararse. No era solo cuestión de confianza. Habiendo cumplido los treinta y siete años, se daba cuenta de que siempre había esperado que apareciera su alma gemela. Alguien que lo atrajera física, intelectual y emocionalmente.

Al instante, la imagen de Heidi Ellis apareció en su cabeza. Desde el viernes por la noche, aquella imagen lo asaltaba una y otra vez. Con solo pensar que la vería pasado un rato se le aceleraba el corazón.

– ¿Te he dicho que Gaby fue a revisión la semana pasada y que el médico le dijo que vamos a tener cuatrillizos? -bromeó Max.

Gideon asintió con la cabeza.

– Eh, papá…

– ¿Qué, hijo? -Kevin y Max rompieron a reír. Gideon los miró, extrañado-. ¿Qué pasa?

Max se volvió hacia Kevin.

– ¿Desde cuándo está así?

– Desde el viernes pasado.

– ¿Y qué pasó el viernes pasado?

– Que a Daniel Mcfarlane tuvieron que operarlo, y le pidió que lo sustituyera en un curso de criminología que estaba dando en el colegio Mesa. Allí es adonde iremos después de la cena. Sus alumnos son una panda de escritores de misterio.

– ¿Es eso cierto?

– Sí. Papá me leyó sus historias. La mayoría eran bastante malas.

Gideon observó el brillo de los ojos de Max y supo lo que estaba pensando antes de que dijera nada.

– Conque escritores de misterio, ¿eh? Apuesto a que la mayoría son mujeres.

– Solo hay dos hombres -dijo Kevin.

– Qué interesante.

– A mí me gustó la historia de la momia que descubren en un sótano de un museo de Nueva York. Pero la momia huele muy mal, así que la desenvuelven y encuentran un cadáver. El fiambre solo llevaba muerto una semana y…

– Kevin, cambiemos de tema. Ya nos traen lo que hemos pedido.

Mientras les servían las hamburguesas y los batidos, Max se reía en voz baja, sacudiendo los hombros.

– ¿Por qué no elegiste la historia de la momia, papá? -preguntó Kevin tras darle un enorme mordisco a su hamburguesa-. Es mucho mejor que esa de las chicas de alterne que envenenaban los bombones.

Max rompió a reír a carcajadas.

– Creo que tendré que asistir a tus clases.

Gideon se echó a reír.

– Papá, una chica de alterne es una prostituta, ¿no?

– Sí, papá… -dijo Max en voz baja.

– Te recordaré este momento algún día, cuando tu hijo o tu hija empiece a hacerte preguntas.

– Lo estoy deseando -Max ya no estaba bromeando, y la emoción de su voz lo demostraba. Contaba las horas que faltaban para que pudiera tomar en brazos a su hijo. Gideon miró a Kevin y le dio gracias a Dios-. Bueno, háblame de tus alumnos.

– Papá dice que la mayoría son viejecitas.

Los comentarios de Kevin estaban metiendo a Gideon en un atolladero por momentos.

– Alguna habrá que no sea vieja -dijo Max con sorna antes de llenarse la boca de patatas fritas.

– Kevin, ¿te importaría decirle a la camarera que nos traiga más agua?

– Claro.

En cuanto el chico se levantó, Max dijo:

– ¿Quién es ella?

– Un bombón, pero seguro que está comprometida.

– Pero estás interesado.

– Tal vez.

– ¿Tal vez? ¡Y un cuerno! ¿Está casada?

– No.

– ¿Cómo es?

– Es… -Gideon tragó saliva-. Como una luz en la oscuridad -dijo suavemente. Ignoraba de dónde procedían aquellas palabras; normalmente no era muy dado a la poesía. Pero, de algún modo, eso era exactamente lo que sentía.

Max se irguió en la silla.

– Cielo santo -toda burla desapareció de su expresión-. Me recuerdas a mí cuando conocí a Gaby. Vamos, quiero una descripción completa.

– Se llama Heidi Ellis. Es pelirroja y tiene los ojos azules. Mide un metro sesenta y cinco, más o menos. Y tiene una figura fantástica. Es lista, guapa, encantadora, sexy y…

– ¿Y qué?

– No sé qué más. Es profesora de geografía, no escritora. De hecho, el curso se da en su aula. Ignoro por qué, pero cuando pensó que no la admitiría en la clase estuvo a punto de echarse a llorar. Tuve la impresión de que…

– La camarera dice que ahora mismo viene -dijo Kevin, sentándose de nuevo.

Max lo miró.

– Eh, Kevin, ¿qué vas a hacer mientras tu padre da clase?

– Los deberes -respondió Gideon por él-. Puede escuchar mientras los hace.

La camarera les llevó una jarra de agua y dejó la cuenta frente a Gideon.

– Eso suena muy bien -dijo Max en cuanto se fue.

– Supongo. Pero ojalá Daniel le hubiera pedido a otro que diera el curso en su lugar -masculló Kevin.

Gideon y Max se miraron, lanzándose mensajes invisibles.

– Míralo de este modo, Kevin. Aparte del hecho de que tu padre está ayudando a un amigo, la mayoría de los chicos de tu edad no tienen la oportunidad de ver a sus padres trabajando. Al menos, te enterarás de oídas de algunas de las cosas que hace tu padre en el trabajo. Seguramente aprenderás mucho. Yo creo que tienes bastante suerte.

– Lo sé. Tu padre murió cuando tú tenías siete años.

– Mis dos padres murieron. A tu edad, yo habría dado cualquier cosa por tener a mi padre a mi lado.

Kevin asintió.

– Siento que murieran.

Gideon siempre podía contar con Max que conocía las inseguridades de Kevin y sabía cómo hablar con él.

– Yo también, pero eso fue hace mucho tiempo -apuró su vaso de agua, miró su reloj y luego alzó la vista hacia Gideon-. Invito yo -echó mano a la cuenta, pero Gideon se le adelantó.

– Nosotros te invitamos, ¿recuerdas? Nos alegramos de que hayas venido, ¿verdad, Kevin?

– Claro.

– Dale un beso a Gaby de nuestra parte.

Max sonrió.

– No te preocupes por eso -levantándose, añadió-. Continuaremos esta conversación mañana, en la comisaría.

Gideon asintió, comprendiendo. Kevin, que estaba concentrado bebiéndose su batido de leche, le dijo adiós con la mano a Max cuando este se alejó.

– ¿Listo para marcharnos, Kevin?

– Espera. Aún no he terminado.

Mientras su hijo engullía el resto del batido, Gideon pensó en la noche que tenía por delante, preguntándose qué le depararía. Estaba deseando averiguarlo.

Heidi no quería llegar pronto a clase, por si al detective Poletti le parecía una muestra de descaro. De modo que esperó hasta el último minuto para entrar en el aula. Todos los demás estaban ya sentados.

Se sintió desilusionada al ver que el profesor no estaba. Tal vez le había surgido un imprevisto y el señor Johnson había abierto el aula para que entraran los alumnos. Sentándose en el único sitio libre, junto a Nancy, notó que había un chico rubio, muy guapo, de unos trece o catorce años, sentado unas filas más atrás del semicírculo de pupitres. Al parecer, uno de los alumnos se había llevado a su hijo a clase. El chico tenía libros y cuadernos sobre la mesa, pero estaba enfrascado mirando las fotografías que adornaban el aula. Nancy, que parecía tener unos treinta años, giró la cabeza hacia Heidi.

– ¿No es fantástico este curso?

– Fascinante.

– Para serte sincera -susurró-, me alegro de que el otro profesor no pueda venir. El detective Poletti es guapísimo, ¿no te parece?

– Es muy atractivo, sí.

– No dejamos de preguntarnos si estará casado. ¿Tú no lo sabrás, por casualidad? -preguntó mientras el objeto de su conversación entraba de repente en el aula, cerrando la puerta a su espalda.

Esa noche llevaba unos chinos parduscos, un jersey de cuello vuelto marrón oscuro y una americana casi del mismo color que su pelo. Les lanzó aquella sonrisa que a Heidi le había parecido sobrecogedora la primera vez que la vio.

– Buenas tardes. ¡Qué puntuales sois! Antes de que empecemos, permitidme presentaros a mi hijo, Kevin, que está sentado detrás de vosotros.