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Heidi hizo una pausa y puso el papel sobre el escritorio, delante de Gideon. Mirando a la clase, añadió:

– Eso es todo lo que tengo, porque todavía no sé el final de la historia.

A juzgar por el silencio que se apoderó del aula cuando regresó a su sitio, su emocionada exposición había causado un gran impacto entre sus compañeros. Gideon se puso en pie.

– Gracias, Heidi -al decir su nombre, ella giró la cabeza en su dirección. Sus ojos se encontraron, y Gideon observó que los de ella tenían la misma expresión implorante que había visto el viernes anterior. Podía sentir la tensión que emanaba de ella-. La leeré y te la devolveré en la próxima clase con algunos comentarios.

– Gracias -musitó ella.

Gideon hizo un esfuerzo por apartar la mirada y procuró recomponer sus ideas.

– Necesitaremos la ayuda de Emily antes de que os mande los deberes de esta noche. No hace falta que te levantes, Emily. ¿Puedes describirnos el despacho en el que fue hallado el cadáver de tu historia? Hazlo con detalle. Y despacio, para que podamos tomar apuntes -cuando Emily acabó su descripción, Gideon añadió-. Bien. Ahora que podemos imaginarnos el lugar del crimen, estos son vuestros deberes para el próximo día: recorred la habitación tantas veces como sea necesario para confeccionar una lista de pruebas forenses: fotografías, huellas dactilares, todo lo que se os ocurra. Yo haré una lista similar. El viernes, cada uno leerá la suya y yo os pasaré una copia de la mía. Aquel cuya lista se acerque más a la mía, recibirá un premio -la clase se alborotó, regocijada, y en ese instante sonó la sirena-. Permitidme que os recuerde otra vez la regla número uno de Daniel Mcfarlane: no deis nunca nada por sentado.

– No lo haremos -dijeron casi todos.

Para su sorpresa, Gideon vio que Heidi se escabullía por la puerta. Estaba claro que había decidido marcharse sin decir adiós. Y, por alguna razón, Gideon sospechaba que pretendía huir de él. Deseó correr tras ella, pero la presencia de Kevin se lo impidió.

– Vámonos, papá.

– Primero, ayúdame a poner los pupitres en su sitio.

Juntos acabaron aquella tarea en un abrir y cerrar de ojos. Gideon recogió sus cosas y, en cuanto apagó las luces y cerró con llave, salieron.

– Yo llevaré la hoja de asistencia, si quieres -dijo Kevin.

– Gracias. Te espero en el coche.

Gideon se apresuró a salir del edificio, con la esperanza de hablar un momento con Heidi antes de que saliera del aparcamiento. Por desgracia, su Audi ya había desaparecido.

Dado que Heidi no parecía dispuesta a responder a las preguntas que lo asaltaban, Gideon decidió recurrir a la única persona que sabría si el nombre de Dana Turner tenía algún significado en especiaclass="underline" Daniel Mcfarlane.

Después de dejar a Kevin en casa de su madre, se pasaría por casa de Daniel. Su mentor había regresado el lunes del hospital y, según le había dicho su mujer, se encontraba mejor y estaba deseando saber qué tal iba el curso.

– Papá, ¿por qué esa escritora no dijo cómo acababa su historia? ¿No tenéis que saber el final para inventaros las pruebas?

– Heidi Ellis no es escritora -dijo Gideon-. Es profesora de geografía. Da clases en el aula que utilizamos.

– Mmm. Tiene unas fotografías muy interesantes en las paredes -giró la cabeza hacia Gideon-. ¿Crees que se tiñe el pelo?

Conteniendo la risa, Gideon dijo:

– No creo que sea posible fabricar un tinte de ese color, ¿tú sí?

– Supongo que no. Es guapa, para ser maestra.

«Es guapa y punto, campeón. Te lo dice uno que sabe de lo que habla».

– Pero si tiene un hijo pelirrojo, lo siento por él.

– ¿Y eso por qué? Tú no estarías nada mal con el pelo rojo -bromeó Gideon.

– ¡No gracias!

– Bueno, ¿cómo van tus deberes?

– Ya los he acabado.

– Estupendo -Gideon giró a la derecha y siguió calle abajo, hasta detenerse frente a la casa de Fay-. Ya hemos llegado. Tu madre te ha dejado la luz del porche encendida.

– Ojalá pudiera irme a dormir con Pokey y contigo.

– Sí, ojalá -se inclinó sobre el asiento y le dio un abrazo-. Hasta el viernes, a las seis y media en punto.

Kevin se abrazó a él.

– Te quiero, papá.

– Yo también te quiero, hijo. Que mañana pases un buen día.

Decirle adiós a su hijo siempre le resultaba triste. Se quedó mirando a Kevin hasta que entró en la casa y a continuación puso rumbo a Lomas del Mar, donde vivía Daniel.

Veinte minutos después, Ellen le abrió la puerta de la casa. Gideon encontró a Daniel tumbado en el sofá de su despacho, viendo la televisión. Comprobó con alivio que la operación no había dejado a su amigo muy maltrecho. Esperaba que la quimio no le resultara demasiado dura.

– ¡Gideon! ¿Qué te trae por aquí?

Sonrió a Daniel y se sentó en un cómodo sillón, a su lado.

– Me parece que eres un impostor. No tienes pinta de haber salido del hospital hace unos días.

– Me encuentro bastante bien.

– Eso solo lo dice porque tú estás delante, Gideon. ¿Quieres que te traiga un té con hielo, o un café?

– Un té con hielo. Gracias. Ellen.

– Y tú, ¿quieres algo? -le preguntó ella a su marido.

– No, nada, cariño -cuando Ellen salió, Daniel dijo-: Cuéntame qué tal van las clases.

– Debo admitir que estoy disfrutando más de lo que imaginaba. Es un grupo muy inteligente. Por ahora demuestran mucho interés y hacen los trabajos con un entusiasmo que no te puedes ni imaginar.

– Estupendo -Daniel suspiró-. Me alegra saber que aún no quieres tirar la toalla.

– No, nada de eso -el emotivo relato de Heidi Ellis seguía inquietándolo. Metió la mano dentro del bolsillo y, sacando su sinopsis, se la dio a Daniel-. El viernes pasado se unió a la clase una nueva alumna. Aunque no es escritora, insistió en hacer la sinopsis. Quiero que le eches un vistazo.

– ¿Me alcanzas las gafas, por favor? Están ahí, encima de la mesa.

Gideon se las dio y, mientras aguardaba sus comentarios, Ellen entró con el té helado. Gideon se puso en pie para darle las gracias y le pidió que se quedara con ellos.

– Oh, no. No quiero meterme en vuestros asuntos. Que os divirtáis.

– Prometo no quedarme mucho rato.

Gideon volvió a sentarse al salir Ellen de la habitación. Daniel se quitó las gafas y, al levantar la vista del papel, Gideon notó que tenía una expresión que había llegado a reconocer con el paso de los años. Cuando su antiguo jefe parecía mirar al infinito, ello significaba que iba tras la pista de algo importante. Daniel le dio un golpecito al papel con las gafas.

– Este es el caso Turner.

– ¿Así que lo conoces? Ya me parecía que el nombre me resultaba familiar. Cuando la oí leerlo en clase, me pareció que era un relato auténtico -no lograba olvidar la voz emocionada de Heidi, su mirada implorante.

– ¿No lo recuerdas? -preguntó Daniel, sorprendido-. Ocurrió en la zona de Mission Bay. El juicio debió de ser el pasado agosto.

Gideon sacudió la cabeza.

– Debió de ser cuando Max y yo estábamos trabajando en ese asunto de la mafia rusa. Cuando acabamos, me fui de vacaciones con Kevin.

– Sí, claro. Yo por entonces acababa de retirarme, pero recuerdo los rumores que corrían por el departamento porque era año de elecciones y Ron Jenke se anotó otro tanto con el caso Turner. Quería el puesto de fiscal general. ¡Gracias a Dios que no lo consiguió! Entre tú y yo, ese Jenke es un tipo de cuidado.

– Estoy completamente de acuerdo -murmuró Gideon.