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– Parece divertido.

– Sí. Y tú, ¿qué vas a hacer?

«Eso quisiera saber yo».

– Seguramente me pasaré el día trabajando.

¿Y por la noche? Eso dependía de cierta pelirroja. Gideon contaba las horas que faltaban para que la viera otra vez.

Capítulo 5

Heidi estaba limpiando el cuarto de baño cuando llamó Gideon.

Al entrar apresuradamente en el dormitorio para contestar al teléfono, cayó en la cuenta de que era casi mediodía. Estaba tan agitada esperando la llamada del detective Poletti, que sin darse cuenta casi había acabado las faenas domésticas a las que dedicaba los sábados.

– ¿Hola? -dijo, notando con disgusto que casi estaba jadeando.

– ¿Heidi? -la voz de Gideon era profunda y vibrante. Heidi se dejó caer sobre la cama que acababa de hacer-. Soy Gideon Poletti.

– Bue… buenos días -tartamudeó ella.

– ¿Te pillo en mal momento?

– No, qué va. Estaba limpiando la casa. Necesitaba un descanso, de todos modos.

– Yo también. Llevo toda la mañana trabajando en un caso complicado. ¿Cómo tienes la agenda este fin de semana? ¿Te viene bien salir a cenar esta noche, o mañana?

Heidi apretó con fuerza el teléfono.

– Esta noche, si no te importa -dependiendo del resultado de su conversación, Heidi pensaba visitar a Dana al día siguiente, domingo. El viaje duraría todo el día. Nunca regresaba antes del anochecer.

– Bien. A mí también me viene mejor. ¿Puedes estar lista a las cinco? Hay un nuevo restaurante mexicano en la plaza Oakdale al que tengo ganas de ir. No aceptan reservas, pero me imagino que, si llegamos pronto, no tendremos que esperar mucho. Confieso que podría comer comida mexicana todos los días, y no me hartaría.

– A mí también me encanta. Me parece muy bien. Estaré lista a las cinco.

– ¿Dónde vives?

– En un edificio de apartamentos, en el 422 de la avenida Brierwood, en Mission Beach. Está solo a tres manzanas del colegio Mesa. Apartamento C. Subiendo las escaleras, a la derecha.

– Te encontraré.

Heidi oyó un clic. Se estremeció ligeramente al recordar las palabras que Gideon había elegido: «Te encontraré». Lo había dicho en un tono tan significativo que le pareció que había querido dar a entender algo íntimo.

Luego se reprendió a sí misma. Se sentía tan atraída por él que hasta en aquella breve conversación creía encontrar insinuaciones escondidas entre líneas.

Debía actuar con cautela, no dejarse llevar por su imaginación. ¿Y si había malinterpretado los motivos de su invitación? Gideon era un profesional. Sin duda la había invitado a salir con el único propósito de averiguar por qué había utilizado el caso Turner para su sinopsis. Era probable que solo la discreción y la curiosidad instintiva propia del detective lo hubieran impulsado a hablar con ella en privado.

Haciendo un esfuerzo por recordarlo, Heidi acabó de limpiar la casa y después pasó varias horas haciendo recados. Regresó al apartamento alrededor de las tres para lavarse el pelo y arreglarse.

Se cambió de ropa unas cinco veces, y finalmente decidió ponerse un vestido de gabardina azul marino, con botones en la parte delantera. Era un vestido elegante, pero no excesivamente formal, y lo bastante abrigado como para protegerla del relente.

A las cinco en punto sonó el timbre. No queriendo parecer demasiado ansiosa, Heidi esperó un momento antes de responder. En cuanto abrió la puerta, sintió el impacto de aquellos brillantes ojos azules que la recorrieron de arriba abajo, desde los altos zapatos de tacón de color azul marino hasta el último mechón de su pelo.

Sin decir nada, Heidi también recorrió a Gideon con la mirada. Llevaba un elegante polo negro y unos chinos marrones. Sabía que mirarlo de aquel modo era de mala educación, pero no podía evitarlo.

– Lle… llegas justo a tiempo -tartamudeo.

– Sí, me han dicho que es uno de mis peores defectos.

Heidi sonrió.

– Nada de eso.

– No te preocupes, si no estás listas todavía.

– Lo estoy. Deja que vaya por el bolso y nos iremos.

Dejando la puerta abierta, se acercó apresuradamente al sofá y recogió el bolso. Luego volvió junto a él, cerró la puerta y empezó a bajar las escaleras. Gideon la siguió y, al llegar a la calle, la asió del codo y la condujo hacia su Acura, que estaba aparcado junto a la acera. Al abrir la puerta del coche, dijo de repente:

– Por cierto, estás preciosa con ese vestido.

El corazón de Heidi se volvió loco.

– Gracias.

Quiso decirle que él siempre estaba guapísimo, pero no se atrevió. Era demasiado pronto. Aunque creía percibir una cándida mirada de admiración en sus ojos, pensó que seguramente Gideon hacía que cualquier mujer se sintiera bella. Algunos hombres tenían ese don.

Sin saber qué hacer con las manos, Heidi se abrochó el cinturón de seguridad.

– También hueles muy bien -añadió él antes de arrancar.

Heidi no estaba acostumbrada a recibir tantos cumplidos de un hombre. Jeff, su antiguo novio, no era muy dado a los piropos.

– Será el champú.

– El olor a fresas y el pelo rojo combinan a la perfección. ¿Ese color de pelo lo heredaste de alguno de tus padres?

– De mi madre.

– ¿Y tus hermanos también son pelirrojos?

– Soy hija única -dijo ella-. ¿Y tú?

– Tengo una hermana mayor, casada y con tres hijos. Mis padres y ella viven en Nueva York. Kevin y yo vamos a verlos todos los veranos.

– Kevin es un chico maravilloso -dijo ella. Gideon le lanzó una mirada de reojo.

– A mí también me lo parece.

– Y te adora.

– Yo siento lo mismo por mis padres. ¿Y tú?

Ella le sonrió.

– Sí, yo también. Por suerte para mí, solo viven a diez minutos de mi casa. Puedo quedarme con ellos cuando no me apetece comportarme como una mujer adulta.

Aquel comentario hizo reír a Gideon, y a Heidi le encantó su risa desinhibida.

Estaba tan absorta en la conversación que no se había dado cuenta de que ya habían llegado al atestado aparcamiento de la plaza Oakdale. No parecía haber ni un hueco libre. Pero justo cuando Heidi iba a sugerir que fueran a otro sitio, un coche salió marcha atrás y se alejó.

– ¿Por qué será que a mí nunca me pasan estas cosas? -se lamentó mientras Gideon aparcaba.

Él la miró con un brillo en los ojos.

– Pégate a mí y lo sabrás.

Esta vez, fue ella quien se echó a reír.

– Lo recordaré.

– Bien -musitó él.

Estaban separados, pero Heidi sentía su calor y su energía como si estuvieran uno en brazos del otro. Por el momento, Gideon no había sacado el tema que había motivado aquella salida. ¿Trataría siempre a las mujeres de aquella manera tan galante, hasta cuando se trataba de asuntos policiales? ¿O de veras estaría interesado en ella? Heidi se sentía como si su vida dependiera de la respuesta a aquella pregunta.

Temerosa de desear algo que no podía tener, procuró mantener sus emociones bajo control.

Él salió del coche y le abrió la puerta.

– No hay cola frente al restaurante. Creo que estamos de suerte.

Sus palabras la devolvieron al presente.

– Démonos prisa y elijamos una mesa antes de que se nos acabe la racha.

Heidi admitía tener muchos defectos, pero sentirse superior a los demás nunca había sido uno de ellos. Hasta ese momento. Cuando entró en el restaurante guiada por Gideon, notó que las mujeres que había en el local la miraban con envidia casi palpable. Pero Heidi no podía culparlas por ello. A ella misma, ir acompañada por un hombre tan guapo, alto y elegante como el detective Poletti le parecía un sueño. Y, sin embargo, no lo era.

Gideon le dijo su nombre al maître y después, apoyando la mano sobre la espalda de Heidi, la condujo a la pequeña fila de gente que aguardaba una mesa. Heidi concentró toda su atención en la mano de Gideon, en su leve presión, en el calor de su piel que traspasaba la tela del vestido.