Выбрать главу

El restaurante, recién abierto, estaba decorado a la manera de un patio mexicano, con multitud de macetas, mesas de azulejos de colores y sillas de hierro forjado. Una ranchera sonaba a todo volumen. Gideon bajó la cabeza para hablarle.

– ¿Quieres tomar una copa en el bar mientras esperamos?

Ella notó que su mandíbula afeitada le rozaba la frente. Su fresco olor a jabón le impregnó la piel. Aunque el contacto fue mínimo, le provocó un suave estremecimiento de placer.

– Me encantaría -logró decir.

– A mí también -musitó él por entre su pelo.

Heidi sintió que se le derretían los huesos, y se alegró doblemente de que Gideon la estuviera sujetando por la espalda. De alguna manera, su mano parecía anclarla al suelo.

Él le hizo una seña a la camarera para indicarle que iban al bar, y a continuación guío a Heidi a través del local lleno de gente, enlazándola firmemente por la cintura.

– ¡Papá! -gritó una voz de niño alzándose por encima del bullicio.

Gideon se puso tenso de repente. Masculló el nombre de su hijo y, al darse la vuelta sin soltar a Heidi, vio que Kevin se levantaba de una mesa, rodeado por otros chicos de su edad. El chico apartó los globos que había en el suelo y corrió hacia su padre.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -su pregunta parecía casi un reproche.

– Cenar, igual que tú -contestó su padre con calma-. ¿Por qué no saludas a la señorita Ellis?

Kevin le lanzó una mirada desdeñosa.

– Hola.

La cordialidad que le había demostrado la noche anterior se había esfumado por completo.

– Hola, Kevin. Eso parece una fiesta de cumpleaños.

– Sí -dijo él de mala gana, con la voz crispada. Miró a su padre otra vez. Sus ojos estaban extrañamente brillantes.

No hacía falta saber leer el pensamiento para comprender lo que sentía Kevin en ese momento. Heidi le caía bien, mientras fuera solo una alumna de su padre. Pero verla allí, del brazo de Gideon, le había causado un auténtico shock.

Sin duda Gideon lo sabía, pero aun así no la soltó. Por el contrario, la agarró con más fuerza. Heidi no llegaba a entender lo que pasaba. Pero lo último que quería era causarles problemas.

Sabía que Gideon se lo explicaría todo más tarde, pero le preocupaba que el chico sufriera.

– ¿Poletti? ¿Poletti? -llamó el maître a su espalda.

Gideon miró a su hijo.

– Nuestra mesa ya está lista. Tenemos que irnos. Te llamaré esta noche para ver qué tal ha ido la fiesta.

El chico palideció. Heidi no podía soportarlo.

– Kevin -dijo, rompiendo el embarazoso silencio-, ¿ya os habéis comido la tarta?

Los ojos del chico eran apenas dos finas líneas cuando por fin se dignó mirarla.

– Sí.

– Entonces, seguramente a tu amigo no le importará que vengas a sentarte a nuestra mesa.

Heidi notó que Gideon se estremecía. No le había gustado su sugerencia.

Tal vez se hubiera precipitado. Seguramente porque daba clases a chicos de la edad de Kevin, y sabía lo vulnerables que eran.

– No, gracias -dijo el muchacho.

Heidi esperó a que Gideon le pidiera a su hijo que los acompañara. Pero él se limitó a decir:

– Parece que tus amigos te están esperando, Kevin. Nos veremos luego -subió la mano hasta el hombro de Heidi-. Vamos a ver cuál es nuestra mesa.

Volvieron a cruzar el restaurante, pero Heidi comprendió que, si se quedaban allí, no podría probar bocado. Se le había quitado el apetito.

Antes de que se acercaran al maître, se volvió hacia él.

– ¿Detective Poletti?

La tensión entre ellos era explosiva. Él hizo una mueca.

– Mi nombre de pila es Gideon. Me gustaría que lo usaras.

– De acuerdo -ella respiró hondo-. Gideon. Si no te importa, me sentiría más a gusto si nos fuéramos de aquí. Podemos cenar en cualquier otra parte. Pero no aquí. Por favor.

Al instante echó a andar hacia la salida, delante de él.

Demonios. Los preciosos ojos azules de Heidi volvían a tener aquella mirada implorante.

Ella había interpretado a la perfección el incidente ocurrido con su hijo. A su modo, parecía ser tan vulnerable como Kevin.

Demonios.

Gideon metió la llave en el contacto.

– Está claro que no tienes hambre. ¿Qué te parece si vamos a mi casa, en Ocean Beach? Cuando lleguemos, tal vez hayas recuperado el apetito.

Ella se mordió el labio inferior.

– ¿Y si Ke…?

– Si eso te preocupa, Kevin vive con su madre y su padrastro -la interrumpió Gideon-. Volverá a casa de su madre cuando acabe la fiesta. Tú y yo tenemos que hablar… a solas.

– Aun así, creo que será mejor que vayamos a mi apartamento. Podemos pedir una pizza, si quieres.

– De acuerdo.

Sintiéndose aliviado porque Heidi le hubiera ofrecido una solución alternativa para que pasaran el resto de la tarde juntos, Gideon encendió el motor. El trayecto hasta el apartamento de Heidi transcurrió en silencio. Pero a Gideon no le importó. Necesitaba tiempo para aclarar sus ideas.

Conocer a Heidi había cambiado su vida. Se había dado cuenta esa mañana, cuando, al levantarse, había sentido una extraña placidez, una ilusión preñada de expectativas. De pronto, se había sorprendido pensando en un futuro con él que no se había atrevido a soñar desde los tiempos en que, teniendo veintipocos años, era un policía novato en las calles de Nueva York. Y no tenía intención de perder a Heidi Ellis en la línea de salida.

Unos minutos después, entró tras ella en el apartamento. Esa tarde, al ir a buscarla, solo había podido vislumbrar parte del interior. Ahora, al mirar a su alrededor, se fijó en las paredes blancas, en las fotografías enmarcadas y en las láminas impresionistas. Heidi tenía docenas de libros de arte y literatura ordenados en una estantería de madera de nogal, alta y estrecha, que llegaba hasta el techo. Dos sillas de rayas de estilo provenzal flanqueaban una amplia mesa de cristal cuadrada. En el centro de la mesa había un macetero de cobre con una azalea rosa. En los rincones y en los huecos entre los muebles había numerosos arbolillos y plantas de todas clases. Un confortable sofá rojo oscuro, cubierto de cojines de colores, dominaba la pared del fondo. Una alfombra persa, cuya cenefa de flores reunía todos los colores de la habitación, cubría el suelo de tarima.

De no haber sido maestra, Heidi podría haberse ganado la vida como decoradora, pensó Gideon.

– Me siento como si hubiera entrado en uno de esos pisos elegantes del Upper West Side de Nueva York.

A Heidi pareció agradarle su comentario.

– Nadie me había dicho una cosa así. Pero, claro, nunca había conocido a un neoyorquino.

– Ahora soy de California del Sur.

– Pero todavía tienes un leve acento de Nueva York. Espero que no lo pierdas nunca.

Estaban danzando el uno alrededor del otro, iniciando el atávico ritual del cortejo. No eran solamente las palabras. Se comunicaban a tantos niveles distintos que Gideon sintió una alegría que apenas podía contener.

– ¿Cómo quieres la pizza? -preguntó ella.

– Con todo, menos con anchoas.

– Llamaré desde la cocina. ¿Quieres que te traiga un café, o un refresco?

– Un refresco, gracias.

– Enseguida vuelvo.

Cuando Heidi desapareció en la cocina, Gideon se acercó a la mesa y tomó un libro de formato grande en el que se comparaban las pirámides de Egipto con las de Mesoamérica. Intrigado, se sentó en el sofá para hojearlo. Cuando Heidi regresó y puso el refresco sobre la mesa, Gideon levantó la mirada.

– ¿Has estado en ambos sitios?

– Sí. Estuve dentro de la pirámide que estás mirando ahora mismo.

– Debió de ser una experiencia increíble.