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– Sí… en más de un sentido -se sentó al otro lado del sofá, con un refresco en la mano-. Casi me muero del calor. Había cincuenta grados en el túnel y el olor era insoportable. Casi todo el tiempo había que caminar agachado. En algunas partes, un hombre de tu estatura habría tenido que gatear.

Él esbozó una sonrisa.

– Nunca lo habría imaginado.

– Yo tampoco -dijo ella-. Cuando llegamos a las cámaras interiores de la tumba, estaba tan desfallecida por la falta de aire que no me enteré de lo que contó el guía. Así que me compré ese libro para ver lo que me había perdido. Pero, claro, nunca lo admitiría delante de mis alumnos.

A Gideon, todo cuanto Heidi hacía o decía le encantaba. Cerrando el libro, se recostó en los cojines, con el refresco en la mano.

– ¿Y las pirámides de Nueva York? -preguntó-. Uno las sube con cincuenta grados en el exterior y, antes de llegar a la cima, ya sufre vértigo. Elige el veneno que prefieras -aquello les recordó los deberes del curso. Heidi le devolvió la sonrisa. Gideon apuró su bebida y puso el vaso sobre la mesa-. Heidi, quisiera disculparme por el comportamiento de mi hijo.

Ella sacudió la cabeza.

– No es necesario.

– Yo creo que sí -se inclinó hacia delante-. Kevin siempre ha tenido miedo de que me pasara algo en el trabajo. Cuando era pequeño, lo llevé al psicólogo para ver si superaba sus temores. Ahora es mayor, parece haber mejorado en ese aspecto. Pero, después de su comportamiento de hoy, está claro que ha desarrollado otro problema.

– ¿Quieres decir que hasta ahora no le había importado compartirte?

– No. No he vuelto a casarme, pero durante estos años he salido con varias mujeres, y Kevin siempre pareció aceptar su presencia. Debes comprender que su actitud de esta noche me ha causado un tremendo disgusto. Nunca antes se había comportado así.

– ¿Le habías hablado de los planes que tenías para esta noche?

– No.

– Entonces, creo que comprendo su enfado. Una cosa es vernos en clase y otra bien distinta…

– Descubrirnos juntos en público -la interrumpió él.

Heidi desvió la mirada y bebió otro sorbo de refresco.

– Estoy convencida de que, cuando le expliques la razón por la que me invitaste a cenar, se sentirá más tranquilo.

Gideon sacudió la cabeza.

– ¿Y si también quisiera llevarte a cenar mañana? -preguntó suavemente-. ¿Y pasado mañana?

Heidi deseaba oírle decir aquello más que nada en el mundo. Pero no esperaba que se lo dijera esa noche. Sin embargo, no debía sorprenderse. Dada su naturaleza inquisitiva, Gideon no paraba hasta que encontraba las respuestas que buscaba. El interés que sentía por ella era simple curiosidad profesional, se dijo de nuevo. Nada personal.

– Si voy demasiado deprisa para ti, no pienso disculparme -murmuró él-. Noto que no te soy indiferente. Por eso Kevin se ha enfadado. Por que percibió la química que hay entre nosotros y se sintió amenazado.

Heidi se levantó del sillón bruscamente.

– Tu hijo te adora, Gideon. Y, por mucho que yo disfrute de tu compañía, él es lo primero. Creo que sería mejor que solo nos viéramos en clase.

– A menos que esa sea tu forma de decirme que estás con otra persona, me niego a aceptarlo.

Su franqueza resultaba al mismo tiempo asombrosa y estimulante. Con unas pocas y sucintas palabras, Gideon había establecido las normas básicas de su relación, que exigían de ella idéntica honestidad. Él no se conformaría con menos.

– No hay nadie más, pero…

– Nada de peros -la cortó él en tono casi autoritario-. Eso es lo único que necesito saber. Kevin tendrá que acostumbrarse al hecho de que su padre tiene una vida privada… -una llamada a la puerta los interrumpió-. Iré yo -con una agilidad pasmosa, Gideon se levantó del sofá, adelantándose a Heidi, y pagó al repartidor de pizzas-. ¿Dónde quieres que comamos?

– En el comedor. Allí estaremos más cómodos. Haré una ensalada.

Gideon la siguió a través del cuarto de estar hasta una espaciosa habitación decorada en blanco y amarillo, al fondo de la cual se abría un amplio ventanal flanqueado por dos grandes macetas en flor. Junto a la mesa cuadrada, de madera de roble, había un arcón antiguo adornado con piezas de cerámica pintadas a mano. Aquella habitación soleada encantó a Gideon.

– Tienes un gusto magnífico -dijo cuando se sentaron a disfrutar de la pizza y la ensalada.

– El mérito no es mío. La familia de mi madre tiene una tienda de muebles y antigüedades desde principios del siglo XX, lo cual tiene sus ventajas. Una de ellas es que mi mejor amiga y yo empezamos a trabajar en la tienda cuando teníamos catorce años. Cuando llegaba algo nuevo, nos parecía que no podíamos vivir sin ello y hacíamos horas extra hasta que conseguíamos pagarlo. Si te gusta mi apartamento, deberías haber visto el de Dana… antes de que la metieran en la cárcel.

Por fin. Heidi había estado esperando el momento oportuno para sacar el tema. Ahora ya estaba sobre la mesa. Gideon le lanzó una mirada inquisitiva y dejó sobre el plato su trozo de pizza a medio comer.

– Ella no mató a Amy -exclamó Heidi con los ojos llenos de lágrimas-. Su familia vive al lado de la mía. Crecimos como hermanas. La conozco tan bien como a mí misma. Se está muriendo en esa cárcel, Gideon -le tembló la voz-. Tengo que sacarla de allí o mi vida no valdrá nada.

– Dios mío -oyó que musitaba él.

– Cuando supe que el antiguo jefe de la brigada de homicidios de San Diego iba a dar un curso de criminología en mi aula, aquello me pareció una señal del cielo. Por eso…

– No hace falta que me expliques nada -la interrumpió él.

– No sabes lo agradecida que te estoy porque me aceptaras en tu clase. Ya he aprendido muchísimo, y estoy segura de que la policía pasó por alto alguna prueba de vital importancia en el caso de Dana. La otra noche llamé a John Cobb, su abogado…

– Es uno de los mejores del estado.

Ella tomó aliento.

– Espero que tengas razón, Gideon. El señor Cobb cree en la inocencia de Dana, pero dice que no logrará reabrir el caso a menos que encontremos una prueba concluyente.

– Sí, es muy difícil lograr que se reabra un caso ya juzgado.

– Pero no será imposible…

Gideon extendió un brazo y le apretó la mano. Heidi sintió que una oleada de calor se extendía por su cuerpo.

– No. Nada es imposible, si uno lo desea lo suficiente.

– También necesito hacerlo por sus padres. Es tan horrible, Gideon. Se pasan el día entre visitas a la cárcel y visitas al cementerio donde está enterrada Amy -con el pulso martilleándole en los oídos, añadió-: ¿Tú crees que…?

De nuevo fueron interrumpidos, esta vez por el teléfono móvil de Gideon. Frunciendo el ceño, él le soltó la mano y sacó el teléfono del bolsillo del pantalón.

Heidi, que no quería parecer curiosa, se puso a recoger la mesa. Gideon parecía estar intentando aplacar a alguien. Heidi imaginó quién podía ser. Al ver la expresión sombría de Gideon cuando colgó el teléfono, se temió lo peor. Y no se equivocó.

– Era Kevin -dijo él-. Lloraba tanto que apenas entendía lo que decía.

Entristecida, Heidi se apoyó contra la encimera.

– No me sorprende.

Él sacudió la cabeza, frunciendo el ceño.

– A mí sí, francamente. ¿Sabes que se fue del restaurante, tomó el autobús hasta mi casa y está esperándome allí?

– ¿Cómo si el padre fuera él? -bromeó Heidi, intentando quitarle hierro al asunto.

– Exacto. Pero esta noche se ha pasado de la raya. Y, para colmo, su madre no sabe que no está con Brad. Kevin le hizo jurar a su amigo que le guardaría el secreto, pero los secretos siempre acaban saliendo a la luz. Si su madre se entera de lo ocurrido, lo castigará impidiéndole que nos veamos durante una temporada.

– ¿Puede saltarse así tus derechos de visita?