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Gideon la miró fijamente.

– No. El juez le diría que debe utilizar otros métodos para enseñarle disciplina a Kevin, pero no quiero darle a Fay la oportunidad de causar problemas. Me temo que debo irme. Cuanto antes lleve a Kevin a casa, mejor.

– Estoy de acuerdo.

Heidi no quería que se fuera, pero sabía que era inevitable. Su hijo lo necesitaba, necesitaba que lo tranquilizara.

– Te llamaré esta noche, aunque sea tarde.

Ella asintió, notando que él tampoco quería irse. Gideon se dio la vuelta bruscamente y salió de su apartamento.

Tras oír que la puerta se cerraba, Heidi entró en el cuarto de estar, se acercó a la ventana y miró por el cristal. Al verlo correr hacia su coche, no pudo evitar que su corazón se fuera tras él.

– ¿Estás enfadado conmigo?

Apretando el volante con fuerza, Gideon arrancó el coche marcha atrás y puso rumbo a Mission Beach.

– No, estoy enfadado conmigo mismo.

Kevin lo miró, sorprendido.

– ¿Y eso?

– He roto una regla que aprendí de Daniel.

– ¿Qué regla?

– Nunca dar nada por sentado.

– No te entiendo.

Gideon respiró hondo.

– No importa. Lo que importa es que durante los últimos dos años has dejado de ser un niño y te has convertido en un adolescente. Ha sucedido sin que yo me diera cuenta… hasta esta noche. Deberíamos haber tenido esta charla hace mucho tiempo. Así habríamos evitado lo que pasó esta noche en el restaurante -su hijo bajó la cabeza sin decir nada-. Yo tengo el convencimiento de que, si uno quiere de veras a una mujer, no vive con ella, como hacen muchos; se casa con ella. Durante estos años, he salido con algunas mujeres, pero cuando llegaba el momento de la verdad me daba cuenta de que no estaba enamorado de ellas. Por eso no he vuelto a casarme. Por eso nunca te has cuestionado el hecho de que viva solo. Mi error ha sido no decirte que siempre he querido volver a casarme, si encuentro a la mujer adecuada.

– ¡Pero eso lo estropearía todo! -estalló Kevin.

Gideon sintió un nudo en el estómago y supo que aquello les llevaría algún tiempo. Debía armarse de sentido común y de paciencia para hacer que su hijo comprendiera que el mundo no se acabaría porque él volviera a casarse.

– Kevin, tú sabes que te quiero más que a nada en el mundo.

Tras un largo silencio, el chico masculló:

– Eso creía.

Gideon comprendió que era la rabia la que hablaba por boca de su hijo. Al fin y al cabo, siempre había tenido que competir con su padrastro por el cariño de su madre.

– Estás enamorado de ella, ¿verdad? -dijo Kevin inesperadamente, en tono de reproche-. Todos mis amigos os vieron agarrados.

«Cielo santo». Aquello le había hecho más daño de lo que Gideon creía.

– Digamos simplemente que me siento muy atraído por ella. Sin embargo, no sé qué pasará en el futuro. Tengo intención de seguir viéndola para averiguar qué puede haber entre nosotros. Pero eso no cambiará mi relación contigo, pase lo que pase. Porque eres mi hijo y somos un equipo. Siempre lo seremos.

Kevin no dijo ni una palabra más durante el resto del trayecto. Cuando aparcaron frente a la casa de Fay, salió del coche sin abrazar a Gideon. Era la primera vez que lo hacía. Y a Gideon le dolió.

Cuando Kevin se giró para cerrar la puerta, en sus ojos brillaba una mezcla de dolor y furia.

– Pensaba que viviríamos juntos cuando cumpliera dieciocho, pero no me iré a vivir contigo si te casas con ella. La odio, y no quiero ir a tus clases nunca más.

Mucho después de que Kevin entrara en la casa, Gideon seguía allí, atónito y entristecido, repitiéndose sin cesar las hirientes palabras de su hijo.

Eran las once y diez cuando Heidi acabó de corregir los exámenes que les devolvería el lunes a sus alumnos. Se sentía aliviada por tener algo en qué ocuparse; una distracción que le impidiera volverse loca esperando a que sonara el teléfono. Aunque, en realidad, no contaba con que Gideon la llamara, pese a que había dicho que lo haría. Kevin estaba enfadado. Sin duda Gideon tardaría largo tiempo en ahuyentar sus temores.

Heidi sabía por su experiencia como maestra lo impredecibles que eran los adolescentes cuando se les revolucionaban las hormonas y los problemas ya no podían resolverse con un abrazo de mamá y una hornada de galletas caseras.

Apagó el televisor, que le había proporcionado ruido de fondo, y se preparó para irse a la cama. Acababa de apoyar la cabeza en la almohada cuando sonó el teléfono. Incorporándose, lo descolgó.

– ¿Hola?

– ¿Heidi? Soy Gideon.

Heidi procuró calmarse.

– ¿Qué tal te ha ido? ¿Kevin ya está mejor?

– Me temo que no.

Su voz sombría la alarmó.

– Lo siento mucho.

– Yo también. Pero ahora no quiero hablar de eso. ¿Qué vas a hacer mañana?

Heidi tragó saliva.

– Tenía pensado ir a visitar a Dana.

– ¿Por qué no paso a recogerte y vamos juntos?

– ¿Lo dices de verdad? -exclamó ella. Estaba segura de que conocer a Gideon le daría nuevas esperanzas a su amiga.

– El lunes pensaba echarle un vistazo a su caso, pero preferiría hablar con ella y formarme una opinión antes de ver su expediente.

Un sollozo escapó de la garganta de Heidi.

– No sabes… No puedes imaginar lo que significará esto para Dana -Heidi no pudo evitar emocionarse.

– Estaré allí a las diez. Pararemos a comer de camino.

– Gracias -musitó ella-. Gracias.

«No sabes cuánto significa esto para mí».

Capítulo 6

El teléfono parecía sonar en el agitado sueño de Gideon. Pero cuando aquel sonido se repitió una y otra vez, Gideon se dio cuenta de que no podía ser así. Medio dormido, descolgó el aparato situado junto a su cama.

– Aquí Poletti.

– ¿Por qué no me dijiste que Kevin se fue a tu casa en autobús después de la fiesta?

Fay.

Gideon se sentó en la cama y miró el reloj: eran las cinco y media de la mañana.

– ¿Qué ocurre?

– Estamos en la sala de urgencias del hospital de Santa Ana. Kevin se despertó con dolor de estómago, pero el médico no le encontró nada raro. Casi me da un ataque cuando insinuó que mi hijo tenía problemas psicológicos y que necesitaba que lo viera un especialista -Gideon cerró los ojos con fuerza-. Le dieron un sedante suave y pareció calmarse un poco. Entonces fue cuando me contó que te había visto en el restaurante manoseando a una pelirroja. ¿Es que no podías mostrar un poco de discreción delante de él y de sus amigos?

Cuando estaba enfadada, Fay solía exagerar o ponerse ofensiva. Pero esta vez se había pasado de la raya. Gideon se levantó, intentando refrenarse.

– Ahora mismo voy para allá.

– Me alegro, porque Kevin se niega a irse a casa hasta que te vea. Está convencido de que ya no lo quieres, y teme no volver a verte. Frank no puede hacer nada, porque Kevin no le hace ningún caso. Nuestro matrimonio iba bien hasta ahora. Te aseguro que ya no puedo más, Gideon. Tú causaste el problema. Ahora, resuélvelo.

A Gideon se le ocurrió una solución temporal. Y, en su estado de nerviosismo, tal vez Fay la aceptaría. Valía la pena intentarlo.

– Sé que se suponía que hoy te tocaba a ti estar con Kevin, pero dadas las circunstancias, ¿por qué no dejas que pase el día conmigo? Así podremos hablar.

– Me parece bien, siempre y cuando te asegures de que no vuelva a reaccionar así.

– Eso no puedo prometértelo, Fay.

– Entonces, Kevin tiene razón.

– ¿Qué quieres decir?

– Dice que vas a casarte con ella.

No era una idea descabellada, dados sus sentimientos hacia Heidi.

– Aún no lo sé.

– Bueno, bueno. Menuda sorpresa.

Gideon suponía que sí.

Exhaló el aire que había estado conteniendo. Siempre había sabido que, desde su divorcio, Fay mantenía la ficción de que no había vuelto a casarse porque ninguna mujer podía compararse con ella. La confesión de Kevin sin duda había supuesto un duro golpe para su ego. Fay quería a su hijo, pero Gideon sabía que la causa de su crispación no era el estado de Kevin, sino el hecho de que él hubiera encontrado al fin una mujer que, desde el punto de vista de su ex mujer, podía competir con ella. Fay debía de estar muerta de curiosidad. Si Gideon volvía a casarse, Kevin tendría una madrastra. Y Fay era sumamente competitiva.