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– Cuando las cosas vuelvan a la normalidad, tendrás que traerla a casa a tomar una copa.

– Todavía es pronto para eso, Fay. En este momento, Kevin es lo único que me preocupa. Dile que llegaré enseguida.

Media hora después, Gideon entró en el hospital de Santa Ana. Fay y su marido estaban en el pasillo, junto a una sala de urgencias con las cortinas echadas.

– Frank -Gideon le hizo una inclinación de cabeza y, después de saludar a Fay, entró a ver a su hijo, que estaba sentado al borde de la camilla, completamente vestido.

– Hola, papá -dijo Kevin con voz trémula. El brillo de rabia había desaparecido de sus ojos, afortunadamente.

Gideon sintió un nudo en la garganta al abrazar a su niño. Pero Kevin ya no era un niño. Iba camino de ser un hombre. Esa era la verdad. Y su forma de tratarlo debía cambiar a partir de ese momento. Kevin lo rodeó con los brazos.

– Lo siento, papá. No te dije en serio todas esas cosas -dijo en voz baja, escondiendo la cara en el pecho de Gideon.

– Y yo siento que te encuentres mal. ¿Qué tal tu estómago?

– Un poco mejor.

– Me alegro. ¿Qué te parece si pasamos el día juntos?

Kevin alzó la cabeza. Un destello iluminó sus ojos.

– ¿Mamá me deja?

– Ya he hablado con ella.

– Qué bien -dijo Kevin tímidamente. Se bajó de la camilla y corrió a darle un abrazo de despedida a su madre. Gideon lo siguió a cierta distancia.

– Lo llevaré a tu casa a la hora de irse a la cama -le dijo a Fay-. Bueno, Kevin, vámonos.

Salieron de la sala de urgencias y cruzaron las puertas que daban al aparcamiento. Al acercarse al coche oyeron ladridos.

– ¡Pokey! -Kevin sonrió por primera vez desde el viernes-. ¡Lo has traído, papá!

– Pokey sabía que necesitabas que te alegraran un poco.

Kevin montó en el asiento delantero y abrazó a su perro, que lo recibió con entusiasmo irrefrenable. A medio camino de Ocean Beach, el chico parecía ser de nuevo el de siempre. Pero, antes de que llegaran a casa, debían hablar de algunas cosas. Dependiendo del resultado de la conversación, Gideon sabría qué decirle a Heidi cuando la telefoneara.

– Kevin, quiero hablarte de una cosa -su hijo le lanzó una mirada cautelosa-. Por favor, escúchame sin interrumpirme hasta que acabe. Luego podrás hacer todas las preguntas que quieras.

– De acuerdo.

– Gracias -Gideon respiró hondo y empezó-. La mejor amiga de Heidi Ellis, Dana Turner, está en la cárcel por un asesinato que, según Heidi, no cometió -los ojos castaños de Kevin se agrandaron de asombro-. Dana y ella crecieron juntas. Son, más que amigas, hermanas. Aunque el caso está cerrado, Heidi asegura que su amiga es inocente y está decidida a encontrar nuevas pruebas para liberarla. Se apuntó al curso de Daniel con la esperanza de convencerlo para que la ayudara. Pero, ahora, yo soy su profesor. Desde el principio nos sentimos atraídos el uno por el otro, y a los dos nos pilló por sorpresa. No sé si mis sentimientos hacia ella crecerán o se debilitarán. Pero, por ahora, me siento muy a gusto con ella. Un día crecerás y te enamorarás. Te casarás y seguramente tendrás hijos. Pero tu familia, tu madre y yo, seguiremos formando parte de tu vida. En este momento, a mí también me gustaría encontrar una mujer con la que compartir mi vida. Tal vez Heidi sea esa mujer. Tal vez no. Pero lo que siento por ella es lo bastante fuerte como para que necesite averiguarlo. Hoy había planeado llevarla a la prisión de San Bernardino a ver a su amiga. Seré sincero contigo. Se lo sugerí, sobre todo, porque quería estar con ella. Pero también quiero hablar con Dana. Si mi instinto me dice que algo no va bien, emprenderé una investigación por mi cuenta para averiguar si se pasó por alto alguna prueba esencial. Dicho lo cual, ¿te apetecería venir a la prisión con nosotros? Nos llevaremos a Pokey y podrás dar una vuelta con él mientras nosotros entramos a ver a Dana Turner. Si no quieres venir, llamaré a Heidi y le diré que la acompañaré a la cárcel en otra ocasión. Lo que importa es que hoy pasemos el día juntos, tú y yo. Antes de que contestes, recuerda que, si vienes con nosotros, podrás conocer a Heidi un poco mejor. Para mí es muy importante que os llevéis bien. Si, cuando llegues a conocerla un poco mejor, sigue sin gustarte, te aseguro que hablaremos de ello -miró a su hijo-. Ha sido un discurso muy largo, seguramente el más largo que has escuchado sin decir nada. Ahora es tu turno.

Un largo silencio. Finalmente, Kevin dijo:

– Iré a la prisión con vosotros.

Gideon soltó el aire que había estado conteniendo. Aclarándose la voz, dijo:

– ¿Sabes qué? Creo que eres un hijo estupendo.

Kevin lo miró fijamente.

– Seguramente ella me odia, después de lo que hice.

– En absoluto.

– A Frank no le gusto.

– Frank te quiere mucho. Pero le das miedo.

– ¿Miedo?

Era hora de que Kevin supiera la verdad sobre ciertas cosas.

– Sí. Teme hacer algo que te moleste, porque cree que tu madre dejará de quererlo.

Kevin parpadeó, asombrado. Estaba claro que nunca se había detenido a pensar en ello. Guardó silencio hasta que llegaron a casa.

Al ver el Acura desde la ventana, Heidi cerró la puerta del apartamento y corrió hacia el coche, llevando en la mano un maletín. Mientras estaba en la ducha, Gideon le había dejado un breve mensaje en el contestador. Llegaría a las diez, como estaba previsto. Pero con Kevin.

Heidi sabía que lo que pasara ese día, fuera lo que fuese, marcaría el futuro de sus relaciones. Siendo consciente de ello, temía equivocarse con Kevin. Si intentaba actuar como una amiga, él la ignoraría. Si se comportaba como una madre, se ofendería. Y, si actuaba como una maestra, se enfadaría. Así que no tenía opción, pues se equivocaría de todos modos. Lo único que podía hacer era dejarse guiar por Gideon.

Este debía de tener doce o trece años más que ella. La diferencia de edad no importaba. Pero el hecho de que él tuviera un hijo de catorce años, sí. Si Heidi no conseguía ganarse la simpatía de Kevin, la animosidad de este enturbiaría su relación con Gideon. Tal vez incluso la arruinaría sin remedio. De modo que, por razones personales, Heidi temía el resultado de aquel viaje. En cuanto a Dana, cinco minutos con ella convencerían a Gideon de que su amiga era incapaz de cometer un asesinato.

Gideon acababa de salir del coche cuando la vio. Kevin salió inmediatamente, sosteniendo a un perro entre los brazos. Sin duda su padre le había dicho que se sentara atrás: la primera de muchas otras cosas de las que el chico, naturalmente, se resentiría.

– Hola a los dos.

– Buenos días -dijo Gideon, haciendo un rápido inventario visual de su cara y de su cuerpo… al igual que Heidi con él. El perro ladró, desviando su atención.

– Así que este es Pokey. ¿Muerde? -Kevin dijo que no con la cabeza. Ella acarició la cabeza del perro y recibió a cambio un lametazo en la mano-. Se parece a Snoopy -su comentario produjo una leve sonrisa. Heidi miró a Gideon-. ¿Te importa que me siente atrás? Tengo que sacar las actas para apuntar las notas de unos exámenes, y prefiero acabarlo cuanto antes.

Gideon la miró dándole a entender que sabía lo que pretendía, y asintió. Abrió la puerta trasera del coche y le sostuvo el maletín mientras ella entraba. Heidi se estremeció al sentir el roce de su mano sobre el muslo cuando él le devolvió el maletín. El efecto de su contacto resultó electrizante. Se miraron y la expresión de deseo que vio en los ojos de Gideon le cortó la respiración.