– Yo también -el hombre mayor se echó a reír-. Pero el médico dice que es una operación rutinaria y que dentro de nada estaré como nuevo. He decidido creerlo.
– Yo también lo creo, Daniel. Ahora, dime, ¿qué puedo hacer por ti?
Una expresión compungida cruzó la cara de Daniel, algo que Gideon no había visto nunca. Tuvo la impresión de que su amigo iba a pedirle un favor poco habitual.
– Si no puedes o no quieres ayudarme, no tienes más que decirlo. Sería un sacrificio por tu…
– Daniel -lo interrumpió Gideon, que sentía una enorme curiosidad-. ¿De qué se trata?
– Está bien. En cuando me retiré, empezaron a bombardearme con peticiones para que diera conferencias, seminarios, entrevistas y todas esas cosas. Hasta me ofrecieron un puesto en la universidad.
Gideon asintió.
– Me lo imagino.
– Lo rechacé todo porque le había hecho una promesa a mi mujer. Hemos pasado casi todo este año viajando o descansando en nuestra cabaña, en Oregón. Pero hace un par de semanas recibí una llamada de la junta de educación del distrito pidiéndome que diera un curso de criminología en la escuela de adultos municipal. Kathie, mi hija, que es maestra, forma parte de la junta directiva, y fue ella quien lo propuso. Creo que la preocupa que su padre se apoltrone.
– Y seguramente tiene razón.
Daniel sonrió.
– Sí y no. Estoy trabajando en un libro, y la verdad es que me divierte muchísimo. Pero no te mentiré. A veces, hecho en falta la vieja descarga de adrenalina. Pero, en fin, esa no es la cuestión. Acepté dar el curso para complacer a Kathie. La primera clase fue anoche. Pero esta mañana el doctor me llamó a casa para darme los resultados de unos análisis que me hice la semana pasada. Me dijo que quería ingresarme enseguida para operarme lo antes posible -Gideon comprendió adónde quería llegar-. La siguiente clase es mañana por la noche. El trimestre de primavera dura seis semanas, y las clases son los miércoles y los viernes por la tarde, de siete a nueve. Si todo va bien, podré dar las últimas seis clases. Pero necesito que alguien me sustituya lo que queda de abril y parte de mayo. Y quiero que esa persona seas tú.
– Yo no soy profesor, Daniel.
– Ni yo -dijo Daniel con una sonrisa-. Lo único que tienes que hacer es fingir que estás investigando un asesinato. Actúa como si estuvieras a cargo de la investigación en la escena del crimen. Cuéntales los pasos que sigues para que sepan qué estás pensando y haciendo. Extiéndete sobre los detalles forenses, porque eso les interesa particularmente, y ¡ya está!
– No, qué va. Yo no soy el legendario Daniel Mcfarlane.
Daniel ignoró su comentario.
– Antes de que digas que no, escúchame, Gideon. Mi hija me ha convertido en una especie de dechado de virtudes, y no lo soy. Sin embargo, conozco a un hombre que sí lo es, y eres tú.
– Venga ya… -dijo Gideon con sorna.
– Es la verdad. El día que dejaste la policía de Nueva York y viniste a San Diego fue un día de suerte para todos nosotros. Desde el principio destacaste entre los demás agentes. En estos años te has distinguido una y otra vez. El modo en que ayudaste a atrapar a esa banda de la mafia rusa el pasado otoño fue realmente impresionante.
– No me atribuyas el mérito a mí, Daniel. Mi amigo Max Calder es quien lo merece.
– Sé que fue una labor de equipo. Pero, gracias a tu trabajo como infiltrado, los peces gordos pensaron en ti para sustituirme. Sin embargo, no les gusta ascender a ese puesto a ningún detective de menos de cuarenta y cinco años.
Gideon se había puesto en pie.
– Nunca aceptaría tu antiguo puesto. No solo porque nadie puede estar a tu altura, sino porque Kevin necesita verme con frecuencia. Esa misión especial me costó un año de vida durante el cual apenas pude ver a mi hijo. Kevin está mucho más contento desde que volví al servicio normal.
– Eso es lo mejor de ese curso. Si te toca ver al chico esas noches, puedes llevártelo contigo. Podría hacer los deberes al fondo de la clase.
Gideon dejó escapar un gruñido.
– Eres un viejo zorro, Mcfarlane. Continúa. Todavía te estoy escuchando.
– Les darás clases a diez escritores de novelas de misterio, la mayoría de ellos mujeres.
A Gideon, que llevaba diez años divorciado, no le pasó inadvertido su guiño. Daniel siempre intentaba convencerlo de que volviera a casarse. Pero Gideon tenía sus propias ideas al respecto. La traición de su ex mujer lo había dejado marcado. Descubrir que no era el padre biológico de Kevin cuando Fay le pidió el divorcio había matado algo en su interior. A pesar de que al cabo de un tiempo empezó a salir con mujeres otra vez, de momento estaba satisfecho con su condición de soltero. Su hijo lo era todo para él.
– Varios de esos escritores ya han publicado -le explicó Daniel-. Otros parecen a punto de hacerlo. Kathie cuenta conmigo, así que quiero que me sustituya el mejor detective del cuerpo. ¿Qué me dices?
Gideon no podía decirle que no. Hacía demasiado tiempo que eran amigos y compañeros.
– ¿Sabes qué? -dijo Gideon-. Hablaré con el sargento para ver si puedo librar esas noches. Cuando le diga que me lo has pedido tú, estoy seguro de que no pondrán ningún impedimento. Lo importante es que te pongas bien.
– Gracias, Gideon. El grupo te gustará. Mañana por la noche llevarán sus últimas ideas para una novela de misterio. Les encargué un pequeño trabajo. Tendrán dos minutos para resumir ante sus compañeros el argumento de sus novelas. Les dije que elegiría el que me intrigara más y que empezaríamos a partir de ahí.
– ¿Dónde son las clases?
– En el colegio Mesa, en Mission Beach. Preséntate en el despacho de dirección unos minutos antes de las siete. Larry Johnson lleva las clases para adultos. Él te dará la hoja de asistencia y la llave del aula.
– De acuerdo. Me ocuparé de ello. Ahora será mejor que me vaya. Creo que ya he abusado bastante de tu compañía.
El otro hombre sonrió, agradecido.
– Te debo una. Naturalmente, te pagarán por el curso -suspiró, aliviado-. No sabes cuánto te lo agradezco.
Gideon lo sabía. Aquel curso podía ser una obligación insignificante para cualquier otro, pero Daniel se tomaba sus compromisos muy en serio. Y Gideon también.
Apretó con firmeza el hombro de Daniel.
– Me alegro de poder ayudarte. Cuídate y haz caso al doctor.
Se estrecharon las manos una vez más, y después Gideon abandonó la habitación. La esposa de Daniel estaba esperando en el pasillo.
– No te preocupes, Ellen. Le he dicho que me encargaré del curso hasta que se reponga.
– Bendito seas -murmuró ella mientras se daban un abrazo de despedida-. Daniel te aprecia muchísimo. No pensó en nadie más para dar ese curso.
– Me alegra saberlo. Tu marido es muy fuerte. Superará todo esto y se encontrará mejor que nunca.
– Espero que tengas razón.
– Sé que la tengo. Llamaré por la mañana para ver cómo está.
– Hazlo, por favor. La operación está prevista para las seis de la mañana.
– Bien. Acabará antes de que te des cuenta.
Gideon dejó el hospital y se dirigió a su casa, en Ocean Beach. De camino, llamó a su supervisor para ver qué podía hacerse con su horario.
Desde su divorcio, cuando Kevin tenía tres años, el miércoles era el día designado para que Gideon visitara a su hijo entre semana. La sentencia judicial también le permitía pasar con él uno de cada dos fines de semana, un día de fiesta sí y otro no, y seis semanas cada verano.
A Gideon no le parecía suficiente, pero Fay volvió a casarse a los pocos meses del divorcio y, debido a su deseo de que Kevin se encariñara con su padrastro, siempre se había negado a salirse de las estipulaciones impuestas por el tribunal. No queriendo causarle más traumas a su hijo, Gideon aceptó la situación. Creía firmemente que los niños necesitaban a sus madres. Pero Kevin estaba ya en octavo curso y no dejaba de insistir en irse a vivir con Gideon.