Él cerró la puerta y rodeó el coche para sentarse tras el volante. Heidi decidió esperar hasta que llegaran a la autopista para sacar sus papeles y, de momento, se contentó con mirar las casas que dejaban atrás al atravesar a toda velocidad los barrios residenciales llenos de árboles. En cierto momento, vio que Gideon la estaba observando por el retrovisor.
– Vas muy callada.
Ella le sonrió.
– Ya hablo demasiado en clase. La verdad es que es un alivio poder relajarse y que a una la lleven de un lado a otro… aunque el chofer sea un policía -Gideon se echó a reír, y Heidi se sintió ridículamente emocionada-. Tiene gracia, ¿verdad? -continuó-. Cuando uno tiene la edad de Kevin, siempre piensa en lo emocionante que será conducir un coche. Luego, cuando te sacas el carné y llevas un tiempo conduciendo, te das cuenta de que es un auténtico lujo que otro haga el trabajo por ti.
Gideon volvió a reírse. Heidi no sabía si Kevin le estaba prestando atención. Pero lo importante era que él no se sintiera ignorado.
Cuando entraron en la autopista, Heidi abrió el maletín y sacó los exámenes que había corregido el día anterior. Sacando de otro compartimiento el libro de actas, emprendió la rutinaria tarea de anotar las calificaciones. Por el rabillo del ojo, vio que una cabeza rubia se giraba hacia ella.
– ¿Por qué no usas el ordenador para hacer eso?
Aliviada porque Kevin mostrara curiosidad, Heidi dejó los papeles un momento.
– Sí que lo uso. Pero el año pasado, un alumno que se dedicaba a la piratería informática en sus ratos libres, se metió en los archivos informáticos del colegio y cambió un montón de notas justo antes de que imprimieran las actas. Fue una auténtica pesadilla, y yo aprendí la lección: desde entonces, guardo una copia de las actas en papel y puestas al día.
– Ah.
Recorrieron quince kilómetros más antes de que Kevin se girara otra vez. Esta vez, Pokey también asomó la cabeza.
– ¿De qué curso son esos exámenes?
– De noveno. De geografía.
– Yo daré geografía el año que viene.
– Y ahora, ¿cuál es tu asignatura favorita?
– Ciencias naturales.
– Puede ser muy emocionante, si se tiene el profesor adecuado.
– El señor Harris es bastante divertido. Una vez que estuvo en México, nos trajo unos insectos recubiertos de chocolate negro para que nos los comiéramos.
– Mmm. Delicioso. ¿Cuál elegiste tú?
– Un saltamontes.
– Y todavía sigues vivo… Felicidades.
Kevin sonrió, y su padre, que la miró de nuevo por el retrovisor, también.
De camino pararon en varias gasolineras, y Kevin paseaba a Pokey de la correa y le daba de beber en su cuenco de agua. Cuando llegaron a San Bernardino, compraron unas hamburguesas en un restaurante de comida rápida y se las comieron en el coche para no dejar solo al perro. Todo transcurrió apaciblemente y, después de comer, salieron de la ciudad y pusieron rumbo a la sierra de San Bernardino. Al cabo de unos kilómetros llegaron al desvío que llevaba al penal para mujeres de Fielding. Heidi se lo estaba pasando tan bien que, al ver la señal, fue como si la golpearan en el estómago con un bate de béisbol. De pronto se sintió culpable porque su vida fuera así de maravillosa, en tanto que Dana se consumía en prisión.
El penal estaba rodeado en su perímetro exterior por una explanada de hormigón dedicada a aparcamiento, un foso y una valla electrificada. No había ni un árbol a la vista. Guardias armados custodiaban la puerta principal. Un cartel enorme decía:
Prisión de mujeres de Fielding. Días de visita:
sábados y domingos, de 9 a 3. Cinco visitas por día como máximo. Pasen por el centro de control de visitantes para ser registrados. Se prohíbe el paso con pelucas, sandalias, pañuelos, blusas transparentes, camisetas cortas, camisetas de tirantes, prendas de color azul, morado o caqui, llaveros y cámaras Polaroid. Compren sus bebidas y cigarrillos en el interior.
Gideon le mostró el carné de identidad al guardia. Heidi le entregó su permiso oficial de visita.
Continuamente hacía solicitudes para ver a Dana, pues había que presentarlas por escrito cinco semanas antes de cada visita.
La puerta eléctrica se abrió para dejarles paso. Había docenas de coches estacionados junto al centro de control de visitantes. Gideon aparcó y, cuando Heidi ya se bajaba, dijo:
– Si no te importa, prefiero entrar yo primero.
Sorprendida, y algo contrariada porque quería avisar a Dana de que había llevado una visita inesperada, Heidi volvió a sentarse.
– Claro, como quieras -dijo suavemente.
– Bueno -Gideon sonrió a Kevin-, enseguida vuelvo.
El cambio de humor de Gideon era sutil, pero evidente. El detective, y no el hombre, iba a encontrarse cara a cara con una mujer encarcelada por asesinato. A pesar de que Heidi creía firmemente en la inocencia de su amiga, Gideon no tenía razones para creer que se hubiera cometido con ella un error judicial.
Heidi lo miró acercarse al edificio a paso rápido. Cuando desapareció en su interior, cerró los ojos con fuerza. ¿Y si, tras hablar con su amiga, decía que no había caso? ¿Y si aquello no servía de nada? Cielo santo, pobre Dana… Lágrimas ardientes se deslizaron entre los párpados de Heidi y rodaron por sus mejillas. Un sollozo se formó en su garganta. Pronto se encontró llorando inconsolablemente.
Hasta que oyó el gemido del perro, no recordó que estaba acompañada.
– ¿Señorita Ellis?
– ¿Mmm?
Avergonzada por haber perdido el control delante de Kevin, se secó las lágrimas con ambas manos y alzó la cabeza.
– ¿Quiere dar un paseo con Pokey? -preguntó el chico, muy serio.
Ella se aclaró la garganta.
– Sí, si me acompañas.
– Claro -los tres salieron del coche-. Papá me contó lo de su amiga. ¿Estaba llorando por eso?
– Lo siento, Kevin -Heidi respiró hondo-. Siempre lloro cuando pienso en la situación de Dana. Ahora, de pronto, he sentido pánico al pensar que quizá tu padre decida que no puede hacerse nada por ella. Pero, naturalmente, no sería culpa suya. Ha sido muy amable por venir a verla, pero las posibilidades de encontrar nuevas pruebas para reabrir el caso son muy remotas, casi insignificantes.
Kevin no respondió. Pero Heidi no esperaba qué lo hiciera. Echaron a andar. Pokey iba delante, tirando de la correa. Kevin seguía sus pasos. Y Heidi los seguía a ambos.
Gideon estaba sentado frente al cristal, esperando que apareciera Dana. Sabía que había sorprendido a Heidi al trastocar el orden de sus visitas. Pero quería pillar a Dana desprevenida y, por ello, le había pedido a la funcionaria de prisiones que no le dijera su nombre, ni su profesión.
Dado que solo conocía los hechos a través del relato de Heidi, su primer encuentro con Dana era crucial. Su experiencia le había enseñado que, a menudo, visitar por sorpresa a un sospechoso o a un testigo le ofrecía la posibilidad de captar un atisbo de su verdadero yo.
Muchos crímenes se resolvían por un presentimiento, una premonición, una sensación instintiva. Gideon no quería pasar nada por alto. Estaba claro que sus esperanzas de tener un futuro con Heidi eran escasas mientras la vida de Dana estuviera en la balanza.
En su deseo por aprovechar aquel encuentro, no había contado con la posibilidad de quedar impactado, pero así fue como se sintió al ver que una morena alta y guapa avanzaba lentamente hacia él. Aunque excesivamente delgada, aquella joven hacía que el uniforme azul de la prisión pareciera un traje elegante. Pero, cuando se sentó, Gideon vio que tenía el rostro demacrado. Sus ojos grises carecían de brillo, y su cara tenía sombras y arrugas impropias de una mujer de veintipocos años.