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Heidi tenía razón. El estado de debilidad de su amiga resultaba sobrecogedor. La vida en prisión le había pasado factura. Gideon comprendió al instante que Dana Turner no duraría mucho entre rejas.

Descolgó el teléfono y esperó que ella hiciera lo mismo. En cuanto lo hizo, dijo:

– Hola, Dana.

– Hola -dijo ella con voz trémula. Parecía una chiquilla asustada, no una mujer capaz de asesinar a su hermana a sangre fría-. ¿Es usted uno de los ayudantes del señor Cobb?

– No. Me llamo Gideon Poletti. Soy detective del departamento de policía de San Diego -ella lo miró como si fuera una aparición-. Debido a ciertas circunstancias poco habituales -continuó él-, me pidieron que diera un curso nocturno de criminología para la junta de educación de adultos. Las clases se imparten en el aula de Heidi Ellis, en el colegio Mesa. Heidi se unió al grupo. Así es como supe de ti.

De pronto, los ojos de Dana se llenaron de lágrimas. Al instante se cubrió la cara con la mano libre y empezó a sollozar. Aquellos sollozos le salían del alma, pensó Gideon, conmovido.

– Lo… lo siento -dijo ella al cabo de un momento, cuando recobró el control-. Es que Heidi me dijo que me traería buenas noticias la próxima vez que viniera a verme. Ella ha sido mi ángel guardián, pero no esperaba que contratara un detec… -se interrumpió, y una expresión de dolor cubrió su rostro-. Si no le he entendido bien, perdóneme, por favor.

– No hacía falta que Heidi me contratara -le aseguró a ella-. Me habló de su caso y me dijo que eres inocente. He venido hoy porque quería hacerte unas preguntas.

– Por supuesto -se secó los ojos-. Lo que sea.

– Esta mañana no tengo mucho tiempo, así que, ¿por qué no me cuentas simplemente cómo era tu relación con tu hermana? ¿Por qué os peleasteis la noche que fue asesinada?

Ella encogió los hombros.

– Hasta que empezó a ir al instituto, Amy era una niña dulce, estudiosa y más bien callada. Éramos buenas amigas y nos llevábamos bien. Luego, pareció cambiar de la noche a la mañana. Se volvió arisca e irascible. Dejó de hablar conmigo, como siempre había hecho. A veces me ignoraba por completo; otras, se empeñaba en provocar discusiones. No tenía término medio. Mis padres se alarmaron porque se volvió huraña, dejó de hacer cosas con nosotros y nunca llevaba a sus amigos a casa. La llevaron al psicólogo, pero tras varias sesiones se negó a volver. Empezó a sacar malas notas. La única asignatura que le gustaba era teatro. Decía que quería ser actriz de cine. Mis padres estaban tan desesperados que se mostraron dispuestos a todo con tal de ayudarla. Decidieron apuntarla a una escuela de interpretación de San Diego. Siguió viviendo en casa, pero en la escuela de interpretación empezó a relacionarse con un grupo de adolescentes a los que mis padres ni siquiera tuvieron oportunidad de conocer. Empezó a vestir de otro modo, a hacerse cosas raras en el pelo y a maquillarse. Se convirtió en una déspota. Nosotros estábamos convencidos de que se relacionaba con gente de poco fiar.

»Después de la graduación, se fue a Los Ángeles con unas amigas con la esperanza de matricularse en una renombrada escuela de actores en la que habían empezado varias estrellas de Hollywood. Aunque a mis padres los preocupaba que diera aquel paso, se mostraron dispuestos a pagarle los gastos si la admitían en la escuela. Pero había un problema. Primero, había que pasar una prueba. Por desgracia, ni ella ni sus dos amigas la superaron. Les recomendaron que tomaran más clases de baile y de dicción y que lo intentaran de nuevo al año siguiente. Yo sabía que aquello fue un duro golpe para ella, pero, para mi sorpresa, sus amigas y ella se matricularon en otra escuela de interpretación, aquí, en San Diego. Mis padres respiraron tranquilos porque así la tendrían cerca y al menos podrían mantener el contacto con ella. La noche que la mataron, yo estaba en el despacho de mis padres, haciendo un trabajo en el ordenador.

– ¿A qué hora fue eso?

– Sobre las ocho. Cuando Amy entró, me sobresalté porque creía que estaba sola en casa. Sin decir hola siquiera, empezó a acusarme de haber desordenado su habitación. Yo no sabía de qué estaba hablando. Me dijo que fuera a su habitación y lo viera, y eso hice. Cuando entré, me quedé boquiabierta. Parecía que por allí había pasado un tornado. Lo primero que pensé fue que alguien había entrado en la casa, y que tal vez siguiera allí. Le dije a Amy que había que llamar a la policía. Pero en cuanto descolgué el teléfono, se abalanzó sobre mí y me lo quitó de las manos. Nunca había hecho algo así. Entonces comprendí que estaba realmente trastornada. Se quedó allí de pie, mirándome como una demente, y empezó a gritarme y a acusarme de haberle robado sus diarios. Yo no tenía ni idea de lo que decía. Ni siquiera sabía que llevaba un diario. Pero ella se negó a escucharme y volvió a abalanzarse sobre mí. Yo apenas podía creer que tuviera tanta fuerza.

– ¿Tenía más fuerza de la normal?

– No lo sé, porque nunca antes nos habíamos peleado.

– Físicamente, quieres decir.

– Sí. Ella empezó a tirarme del pelo con todas sus fuerzas. Yo perdí el equilibrio y me caí al suelo. Si hubiera visto sus ojos… Disfrutaba pegándome. Cuanto más intentaba protegerme yo, más fuerte pegaba ella. Yo estaba aterrorizada, porque en cierto momento pensé que no pararía hasta dejarme inconsciente. Por fin, conseguí desasirme y le di una patada que la hizo perder el equilibrio. Entonces me levanté y eché a correr. Salí de casa por la puerta trasera, que era la más cercana, y corrí hacia el embarcadero. Subí a nuestra barca, pensando que estaría a salvo en el agua. Pero la barca no debía de tener gasolina, porque el motor no se encendió.

– De modo que, ¿soltó la amarra y empujó la barca antes de que su hermana la alcanzara?

– Sí… No -cambió las palabras tan rápido que, si no hubiera estado muy atento, Gideon no lo habría notado-. No sabía si Amy iba detrás de mí. Solo sabía que quería alejarme de la casa todo lo posible. Así que salí de la barca y corrí por la playa hasta que no pude más. Me senté un rato para recobrar el aliento y luego me acerqué a la casa dando un rodeo para ver si mis padres habían vuelto. Entonces vi horrorizada que delante de la casa había coches de policía y de bomberos. Todos los vecinos se habían congregado ante la puerta. El aire olía a humo. Y el resto ya lo sabe. La policía me acusó de golpear a Amy hasta dejarla inconsciente y de prenderle fuego a su habitación -su voz se convirtió en un débil susurro.

– ¿Fue eso lo que reveló el informe de la autopsia? ¿Qué Amy murió por asfixia?

Dana empezó a llorar.

– No hubo autopsia.

– ¿Qué? -Gideon parpadeó, asombrado-. ¿Por qué? ¿Acaso iba contra las creencias religiosas de la familia?

– No. Al parecer, las pruebas contra mí eran concluyentes, de modo que el juez de instrucción decidió que no era necesario hacer la autopsia. Además, mis padres no soportaban la idea de que… de que abrieran el cuerpo de Amy. Y yo tampoco.

Cielo santo. Si Gideon hubiera estado a cargo de la investigación de aquel caso, habría insistido en que el departamento de policía pagara la autopsia.

– Siento hacerte revivir aquella noche, Dana, pero es esencial si voy a investigar tu caso.

Notó que ella contenía el aliento.

– Entonces, ¿cree usted que yo no maté a mi hermana?

Gideon tenía la corazonada de que era inocente, pero debía ser cruel si quería llegar a alguna parte.

– Sí, pero también creo que tu historia es en parte falsa.

– ¿Qué quiere decir? -exclamó ella.

– Exactamente lo que he dicho -se levantó-. Cuando estés lista para contar toda la verdad, házmelo saber a través de Heidi.