– ¡Espere! Por favor… no se vaya.
– Si no puedes ser completamente sincera conmigo, no tenemos nada más que hablar. Ya estás cumpliendo condena, así que sé que no mientes para salvar el pellejo. Lo cual significa que mientes para proteger a alguien. Hasta que estés dispuesta a decir la verdad, cualquier conversación será una pérdida de tiempo para ambos.
Ella se había puesto en pie. Su rostro se había vuelto aún más pálido.
– ¿No volverá?
– No, a menos que me des una buena razón.
Gideon notó que se debatía entre su determinación de guardar silencio y su necesidad de desahogarse.
– Ha sido un placer conocerte, Dana -hizo amago de colgar el teléfono, pero Dana lo llamó.
– Por favor, no se vaya todavía. Se… se lo diré, pero debe prometerme que esta conversación quedará entre nosotros.
Gideon respiró aliviado. Por fin empezaban a llegar a alguna parte.
– No puedo prometerte eso. No, si quieres que te ayude.
La mirada angustiada de Dana no podía ser fingida.
– Entonces, no puedo decirle nada más, salvo gracias por venir. Por favor, dígale a Heidi que aprecio sus esfuerzos, pero que no quiero que se preocupe más por mí. Será mejor que no venga a verme más.
Antes de que Gideon pudiera responder, Dana colgó el teléfono y desapareció. Gideon se quedó paralizado de asombro. No había habido autopsia, y Dana Turner estaba protegiendo a alguien. ¿Quién podía importarle hasta el punto de preferir rechazar la ayuda de Gideon a desvelar su secreto?
Al salir del edificio y aproximarse al coche, Gideon sintió aquella inyección de adrenalina que tan bien conocía. Como un sabueso que encontraba un rastro, no podía dejar pasar aquel asunto… aunque no le fuera nada personal en ello.
Capítulo 7
A Heidi no le resultó difícil divisar a Gideon entre la multitud. Siempre sobresalía por su estatura, su pelo negro y sus rasgos cincelados, y ese día destacaba especialmente porque llevaba una camisa de franela de cuadros rojos y unos pantalones negros.
Kevin y Pokey parecieron verlo al mismo tiempo. El perro empezó a ladrar alegremente mientras cruzaban el aparcamiento hacia él. Heidi los siguió a escasa distancia para que Kevin tuviera tiempo de saludar a su padre.
Cuando se acercó al coche, Gideon estaba acariciando al perro mientras Kevin rebuscaba en la guantera y sacaba un par de caramelos. A Heidi se le había quedado la boca seca por el miedo a que Gideon le dijera que no estaba convencido de la inocencia de Dana.
Él alzó la cabeza para mirarla. Heidi no pudo adivinar nada por su expresión.
– Siento haber tardado tanto.
– No nos hemos dado cuenta -murmuro ella-. Pokey sabe hacer un montón de trucos. Y Kevin se los ha hecho ejecutar todos para mí. Lo mejor es cuando levanta la patita y da la mano.
– Eso solo lo hace con la gente a la que le gustan los perros -le informó Gideon.
– ¿Y cómo no iba a gustarle a alguien esta preciosidad? -se agachó para acariciarle las orejas. El perro se acercó un poco más y frotó el hocico contra sus piernas.
– Creo que ya hemos pasado suficiente tiempo aquí. ¿Qué os parece si nos vamos a casa?
La inesperada sugerencia de Gideon causó a Heidi un agudo dolor en el pecho. Antes de que pudiera decir nada, él añadió:
– Por desgracia, la hora de visita casi ha terminado y, siendo domingo por la tarde, habrá mucho tráfico. Creo que es mejor que salgamos ya, si queremos llegar a una hora razonable. ¿Nos vamos?
– Sí, claro -dijo Heidi, pero su corazón no estaba de acuerdo. Evitando la mirada de Gideon, se dio la vuelta y abrió la puerta trasera del coche antes de que él le sugiriera que se sentara delante. Por su propio bien, necesitaba poner cierta distancia entre Gideon y ella.
Seguramente Gideon estaba intentado averiguar cuál era la mejor forma de darle las malas noticias, y no quería que Kevin estuviera presente. Y, por otra parte, sin duda sabía que para Dana sería terrible que Heidi entrara en la sala de visitas y se derrumbara.
Kevin le ofreció un caramelo a Heidi, pero ella declinó el ofrecimiento. El chico se sentó delante, con Pokey. Se produjo un tenso silencio mientras Gideon se sentaba tras el volante y arrancaba. Tras pasar el control de la puerta de la prisión, Gideon encendió la radio, sintonizándola en una radio fórmula. Otra artimaña no muy sutil para evitar una conversación embarazosa. El perro empezó a mirar por encima del asiento, gimiendo suavemente. Kevin se dio la vuelta.
– ¿Quiere que Pokey pase atrás?
A pesar de la hostilidad que le había demostrado el día anterior en el restaurante, Heidi aún tenía esperanzas de gustarle a Kevin, y se sintió aliviada al ver que se mostraba amable con ella.
– Estaba esperando que me lo dijeras. Ven aquí, Pokey -llamó al perro-. Vamos, chico -Kevin ayudó al perro a pasar al asiento de atrás. Pokey se pasó un minuto dando vueltas y después se echó, apoyando la cabeza sobre el regazo de Heidi. Su presencia la reconfortó. Sabía que, para un adolescente confundido y vulnerable como Kevin, un perro podía significar un gran consuelo. Y, en ese momento, también lo significó para ella.
– Pokey se cree que ha muerto y que está en el cielo de los perros.
Aunque Heidi evitó mirar a Gideon por el espejo retrovisor, su comentario la hizo esbozar una sonrisa.
«¿Qué me estás ocultando, Gideon? Pensaba que tú podrías salvar a Dana. No puedo creer que no puedas hacer nada».
Hicieron una última parada para comprar sándwiches y refrescos. Cuando volvieron al coche, Heidi se las ingenió para que el perro se sentara delante, con Kevin. Durante el resto del camino, se dedicó a ordenar los exámenes de sus alumnos. En cuanto vio la señal de Mission Beach, se inclinó hacia delante.
– ¿Puedes llevarme a casa antes que nada? Aún tengo trabajo que hacer. Debo acabar unas cosas para las clases de mañana.
Gideon le lanzó una mirada enigmática.
– Iba a sugerírtelo.
Heidi se echó hacia atrás, procurando que no se notara que estaba dolida. Cuando Gideon paró delante de su apartamento, salió rápidamente del coche. Antes de cerrar la puerta, dijo:
– No hace falta que esperes hasta que entre.
– Te llamaré -fue lo único que dijo Gideon.
– Gracias por el almuerzo y por el viaje. Lo he pasado muy bien. Adiós, Pokey. Cuídate, Kevin.
– Adiós.
Oyó ladrar al perro mientras recorría apresuradamente el camino que llevaba al edificio, cargada con el bolso y el maletín. Tenía tantas ganas de llegar a casa que subió las escaleras corriendo, con la llave en la mano. El Acura no se alejó hasta que entró en el edificio.
Llorando, Heidi se quitó el traje y se puso unos vaqueros y una camiseta. Se calzó unos mocasines y se fue a casa de sus padres en Mission Bay.
Al conocer a Gideon, había cometido el error de depositar en él todas sus esperanzas. Debía informar a sus padres de que, a pesar de que seguía creyéndole un hombre maravilloso, no podría ayudar a Dana después de todo.
Kevin no estaba muy hablador. Gideon temía que se resistiría a volver a casa de Fay, y la idea de que la escena del hospital pudiera repetirse le dejaba un rescoldo de tensión en el estómago.
– Papá, ¿puedo hacerte una pregunta?
– Por supuesto.
– ¿Por qué te has empeñado en volver antes de que la señorita Ellis entrara a ver a su amiga?
– Porque no quiero que hablen todavía.
– ¿Crees que su amiga mató a su hermana?
– Mi instinto me dice que no.
– Entonces, ¿quién la mató?
Su hijo había crecido de la noche a la mañana. Gideon se recordó de nuevo que debía tratarlo de una manera más adulta.