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– No tengo ni idea. Pero de una cosa estoy seguro. Dana oculta algo que nadie más sabe. Ni siquiera Heidi.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque la sorprendí en una mentira. Dijo que hablaría conmigo si le guardaba el secreto. Pero no pude prometérselo, así que se cerró en banda.

– ¿Y de qué tiene miedo, si ya está en prisión?

– Exacto. Lo cual significa que está protegiendo a alguien.

– ¿A quién?

– No lo sé, pero voy a averiguarlo. Por desgracia, Dana se puso a la defensiva y acabó diciéndome que no quería que Heidi fuera a visitarla nunca más.

– ¿Por eso nos fuimos tan deprisa?

– Sí. No quería que Heidi entrara en la sala de visitas para que una funcionaria le dijera que Dana no quería hablar con ella.

Su hijo se quedó muy serio.

– Te gusta de verdad, ¿no?

– Sí -dijo Gideon honestamente.

No sabía qué había esperado al dejarlos solos. Pero Kevin no parecía haberse apaciguado.

– ¿Qué vas a hacer ahora?

– Antes de que Heidi intente ver a Dana otra vez, debo averiguar qué sabe sobre el asesinato. Luego iré a la comisaría y leeré el caso de Dana de cabo a rabo. Después, empezaré mi investigación.

– Así que, ¿vas a trabajar para ella? -preguntó Kevin.

Gideon comprendió que, a ojos de su hijo, el hecho de que quisiera ayudar a Heidi solo empeoraba las cosas. Aparte de sus celos, significaba que pasarían menos tiempo juntos.

– Sí.

– ¿Va a pagarte?

– Yo no aceptaría su dinero, Kevin.

Su hijo lo miró fijamente, y Gideon pensó que parecía tener más de catorce años.

– Tal vez la señorita Ellis tenga algo que ver con el asesinato y sea ella a quien intenta proteger su amiga.

Aquella observación, destinada a herir a Gideon, hizo que se le pusiera el vello de punta. Sobre todo porque él había pensado lo mismo al hablar con Daniel sobre el caso Turner. Alarmado y entristecido por la actitud de Kevin, no se le ocurrió qué responder.

Pararon frente a la casa de Fay sin hablarse. A Gideon no le sorprendió que su ex mujer saliera inmediatamente a la puerta. Por ello no había querido que Heidi los acompañara. Si Fay veía su hermoso pelo rojo, sin duda se acercaría a hablar con ellos y provocaría una confrontación para la que Heidi aún no estaba preparada.

Kevin abrió la puerta del coche al ver a su madre. Antes de salir, acarició la cabeza de Pokey.

– Sé bueno, Pokey -dijo, evitando mirar a Gideon.

– Nos veremos el miércoles, después del colegio.

– No hace falta, papá. Tú tienes otras cosas que hacer -cerró la puerta con fuerza.

Gideon lanzó un gruñido. Estaba claro que esa noche no iban a arreglarse las cosas.

Se quedó mirando a Kevin hasta que entró en la casa con Fay, y luego sacó el teléfono móvil para llamar a Heidi y decirle que iba de camino hacia su casa. Pero se encontró con su contestador.

– Heidi, soy Gideon. Si estás ahí, por favor, llámame al móvil -le dio el número-. He dejado a Kevin en casa de su madre y voy de camino a tu apartamento. Tenemos que hablar.

Colgó y se dirigió a casa de Heidi. Cuando llegó a su calle, ella aún no le había devuelto la llamada. En su cuarto de estar había una luz encendida. Preguntándose si estaría en casa, Gideon rodeó el edificio hasta el aparcamiento. El Audi de Heidi no estaba allí.

Contrariado, le telefoneó otra vez.

– Heidi, he venido a buscarte pero no estabas en casa. Voy a llevar a Pokey a casa y luego volveré. Si no estás, te esperaré.

No sabía si Heidi tenía teléfono móvil. Pero, antes de que acabara aquella noche, pensaba averiguarlo. Necesitaba localizarla para quedarse tranquilo.

– Vamos, Pokey. Voy a llevarte a casa. Ya te has paseado suficiente por hoy.

Los padres de Heidi no permitieron que su hija se dejara vencer por la desesperanza porque Gideon no hubiera podido decirle si iba a aceptar el caso de Dana. Su padre le aseguró que podían contratar a otros detectives. Al día siguiente preguntaría en el trabajo. Como era el vicepresidente de la ArnerOil para California del Sur, llamaría a los abogados de la compañía y les pediría consejo. Estaba convencido de que alguno de ellos podría recomendarle a algún investigador privado.

Heidi lo abrazó, agradecida, y se marchó a su apartamento. Pero, a pesar de la promesa de su padre, no estaba tranquila. Gideon no era la clase de hombre que le daría falsas esperanzas si no podía ayudar a Dana. Quizá no lo conociera muy bien, pero sabía que era un hombre íntegro. Además, Gideon no había querido hablar de Dana delante de su hijo, pues este parecía encontrarse en un estado emocional muy precario.

Agotada por intentar poner orden en aquel lío, Heidi decidió que lo mejor sería abandonar el curso de criminología. No tenía sentido seguir asistiendo a él, dado que su padre iba a buscar otro detective. Y, si seguía viendo a Gideon, solo conseguiría sentirse más atraída por él y agravar las inseguridades de Kevin. Gideon podía ser inolvidable, pero había demasiadas complicaciones. Sencillamente, algunas relaciones no podían salir adelante.

Tras estacionar en el aparcamiento del edificio, Heidi subió a toda prisa las escaleras y entró en la cocina de su apartamento. Antes de irse a la cama, escuchó los mensajes del contestador.

Michael Ray la había llamado para pedirle una cita y quería que le devolviera la llamada en cuanto pudiera. Era un universitario que había trabajado una temporada en la tienda de muebles que poseía la familia de su madre. A Heidi le había parecido simpático y bastante guapo. Pero no le interesaba. Desde que conocía a Gideon Poletti, ni siquiera podía imaginar que pudiera haber otro hombre en su vida. Pasara lo que pasara, sabía que le costaría mucho olvidarse de él.

Como si pensar en él lo hubiera conjurado de pronto oyó su voz en el contestador. Gideon le había dejado dos mensajes.

Cielo santo, ¿estaba fuera? ¿En ese mismo momento?

Con el corazón acelerado, Heidi se dio la vuelta y cruzó corriendo el apartamento. Encendió la luz del porche delantero, abrió la puerta y vio que Gideon se acercaba por el camino.

– ¡Gideon! -exclamó-. Acabo de oír tus mensajes. No vi tu coche al entrar.

Él subió las escaleras de dos en dos.

– Tendrías otras cosas en la cabeza.

«A ti. A ti te tenía en la cabeza». Todo lo demás era confuso.

– ¿Puedo entrar?

– Desde luego.

Gideon entró y cerró la puerta.

– ¿Por qué no vamos a la cocina?

– De… de acuerdo -se le hizo un nudo en el estómago. Le indicó el camino hacia la cocina y lo invitó a sentarse a la mesa-. ¿Cuánto tiempo llevas esperándome?

– No mucho.

– Lo siento -se frotó las manos sobre los muslos-. ¿Qué tal está Kevin?

Él la miró fijamente.

– El miércoles no piensa ir a la clase de criminología.

Era peor de lo que Heidi pensaba.

– Lo siento mucho -respiró hondo, intentando calmar su ansiedad-. ¿Quieres tomar algo?

– Ahora no, gracias -su mirada fija la obligó a mirarlo-. ¿Adónde has ido?

– A casa de mis padres.

Él asintió.

– Heidi…, después de hablar con ella, estoy convencido de que Dana no mató a su hermana.

Heidi sintió que el mundo se detenía por un instante.

– ¿No me lo estarás diciendo porque sabes que es lo que quiero oír?

– En absoluto. Llegué a esa conclusión cuando Dana me contó su versión de los hechos. Sin embargo, hay ciertas cosas que no cuadran -dijo él crípticamente-. Creo que hay una persona inocente entre rejas. Y voy a empezar una investigación por mi cuenta.

– ¡Oh, gracias a Dios! -gritó ella, juntando las manos. Emocionada, asió su bolso para sacar la chequera-. Te pagaré un adelanto y…

– Olvídate de eso, Heidi. No quiero que me pagues, y tampoco podría aceptar tu dinero, de todos modos.