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– Pero…

– Escucha -dijo él, cortándola-. Creía que te había dejado claro que hago esto por satisfacer mi sentido de la justicia -Heidi se detuvo-. Sé que se está haciendo tarde y que los dos tenemos que madrugar, pero antes de irme me gustaría hacerte unas preguntas sobre el caso de Dana.

Su voz tenía un timbre acerado que resultaba levemente intimidatorio.

– ¿Por qué no te sientas?

– De acuerdo -se sentó frente a él.

– El otro día dijiste que Dana tenía un apartamento.

Ella pareció sorprendida.

– Sí. Antes de que la encerraran, tenía una casa preciosa. Después del juicio, sus padres guardaron sus cosas y dejaron el apartamento.

– ¿Dónde estaba?

– En Pasadena.

– ¿Por qué allí?

– Porque Dana estudiaba en la universidad de Caltech.

– ¿En qué facultad?

– ¿Ella no te lo dijo? -preguntó ella secamente.

– No nos dio tiempo a hablar de su pasado. Solo le pedí que me contara qué hizo la noche del asesinato. Ahora que tengo su testimonio, me gustaría obtener ciertas respuestas de ti.

Heidi dejó escapar un suspiro.

– Lo lamento. No quiero ponerte las cosas difíciles -se apartó un rizo de la frente-. Dana estudiaba física y astronomía.

– Vaya, eso es impresionante.

– Gracias a ella conseguí aprobar la única asignatura de física que di en la carrera. Dana ha heredado el cerebro de su padre.

– Háblame de él.

– El doctor Turner es desde hace años uno de los investigadores más importantes del observatorio astronómico de Monte Palomar.

Él asintió.

– ¿Tienes idea de por qué estaba Dana en casa de sus padres la noche que murió Amy?

De nuevo, Heidi empezó a preguntarle por qué le hacía aquellas preguntas si ya había hablado con Dana, pero al final se calló.

– Yo acababa de terminar el curso, así que mis padres me pidieron que le echara un vistazo a su casa mientras pasaban una semana en Nueva York, comprando muebles. Dana había terminado sus exámenes en Caltech, pero todavía tenía que presentar un trabajo. Yo estaba deseando verla, así que le dije que se fuera a acabar el trabajo en casa de sus padres. Teníamos muchas cosas de qué hablar, porque ella acababa de pasar por una relación tormentosa y estaba deseando contármelo. Además, pensábamos irnos de vacaciones a México en cuanto mis padres regresaran. Teníamos que vernos para ultimar los detalles del viaje.

– ¿Viste a Dana el día que Amy fue asesinada?

– ¡Ya sabes que sí! -estalló ella-. Dana te lo habrá dicho -desvió la mirada-. Perdona. Es la segunda vez que me pongo desagradable contigo.

– No importa -dijo él con calma-. Solo te pido que tengas un poco más de paciencia.

Ella asintió.

– Seguramente Dana te habrá dicho que queríamos ponernos morenas antes de marcharnos a México, así que salimos en la barca de mis padres a tomar el sol a la bahía. No regresamos hasta después de mediodía.

– ¿El embarcadero es de tus padres?

– No, es de mis padres y de los Turner. Ellos tienen una lancha de esquí acuático.

– Ya veo. ¿Qué hiciste entonces?

– Dana se fue a casa a acabar su trabajo. Yo tenía que volver a mi apartamento para arreglarme, porque esa noche tenía una cita a ciegas. La había organizado una amiga maestra que llevaba casi todo el año intentando convencerme para que saliera con su hermano. A mí no me apetecía nada, así que llamé al chico para deshacer la cita. Pensé que seguramente a él tampoco le apetecía.

– Pero descubriste que no era así y que estaba deseando salir contigo, ¿no es así?

Ella alzó la cabeza y vio que Gideon estaba escudriñando su rostro. Se puso colorada.

– Sí.

– ¿Qué pasó entonces?

– Fue un error no acudir a la cita. Mi amiga me llamó y me dijo exactamente lo que pensaba de mí. Yo me sentí fatal porque sabía que tenía razón. Fui muy cruel -se encogió de hombros débilmente-. No tenía excusa, salvo que las citas a ciegas no son para mí, supongo. En fin, que me sentí muy mal y me fui a casa de Dana por si le apetecía salir a dar una vuelta en coche, a pesar de que sabía que estaba haciendo el trabajo para la facultad.

– ¿A qué hora fue eso?

– Sobre las seis y media. Pero cuando llegué y vi que le quedaba mucho por hacer, me di cuenta de que me estaba comportando como una egoísta. Así que le dije que la llamaría por la mañana y me fui sola -intentando controlarse, añadió-: Si hubiera venido conmigo esa noche, ahora no estaría en prisión.

– No necesariamente -aquel comentario la hizo estremecerse-. Háblame de tu paseo. ¿Adónde fuiste?

– A las colinas, como siempre.

– ¿Adónde exactamente?

– Hay un monasterio cerca del observatorio de Monte Palomar. Voy allí con frecuencia desde hace años. Es un sitio muy bonito y apacible.

– ¿Fuiste sola?

– Sí.

– ¿Te paraste en algún sitio?

– No.

– ¿Te vio alguien?

Ella frunció el ceño.

– No, que yo sepa. Cuando llegué estaba cansada, así que di la vuelta y volví a mi apartamento. Pero, Gideon, ¿qué importancia tiene adónde fuera?

– Intento aclarar las circunstancias de aquella noche. ¿Cuándo te enteraste de lo que había ocurrido en casa de los Turner?

– A la mañana siguiente llamé a Dana para ir a la agencia de viajes. Pensaba pasarme por casa de mis padres, recoger el correo y luego ir a buscarla.

– ¿Desde dónde la llamaste?

– Desde mi apartamento.

– Continúa.

– El doctor Turner respondió al teléfono y me dio las malas noticias -los ojos se le llenaron de lágrimas-. Cuando supe que Dana había sido arrestada por el asesinato de Amy, se me cayó el mundo encima. No pude verla hasta que la soltaron bajo fianza. Nuestras vidas no han vuelto a ser las mismas desde entonces.

– Debió de resultarte muy difícil declarar en el juicio.

Ella lo miró fijamente, sin comprender.

– Yo no asistí al juicio.

Gideon se pasó el pulgar por el labio inferior.

– Cuando estuve en la prisión, no tuve tiempo de hablar con Dana acerca del juicio. No sabía que no fuiste llamada a testificar.

– Le supliqué a Dana que dejara que mis padres y yo actuáramos como testigos de la defensa, pero no lo consintió. Dijo que no quería involucrarnos en sus problemas.

– John Cobb debería haber insistido.

Heidi intentó tragarse el nudo que tenía en la garganta, pero no lo consiguió.

– Yo me sentía muy impotente. Por eso fui a tu clase. No podía soportar seguir de brazos cruzados, sin hacer nada. Por favor, deja que te pague por investigar el caso. Si no, no me sentiré a gusto. Ni mis padres tampoco.

Él sacudió la cabeza.

– Lo que haga por Dana corre de mi cuenta. Ya te he dicho que, si me ocupo del caso, será porque deseo que se haga justicia -apartándose de la mesa, se levantó-. Me reuniré con el abogado de Dana cuando encuentre alguna prueba con la que reabrir el proceso. Hasta entonces, nada de esto será oficial.

Antes de que Heidi pudiera tomar aliento, Gideon entró en el cuarto de estar.

– Gideon, no quiero que gastes tu precioso tiempo trabajando gratis.

Él esbozó una lenta sonrisa.

– Dije que no aceptaría dinero, no que no espere recompensa -Heidi se puso colorada y Gideon sonrió con sorna-. Me refiero al tiempo -añadió él-. A tu tiempo. Quiero que lo gastes conmigo -extendió una mano y le acarició la garganta con un dedo-. Voy a convertirte en mi ayudante. Eso significa que nos veremos tan a menudo como sea posible para seguir investigando. Te recogeré mañana a las cinco y media para ir a cenar. ¿Quieres que probemos otra vez en ese sitio mexicano? -Heidi temblaba tanto que no pudo decir nada-. Me lo tomaré como un sí.

El roce de sus labios contra los de Heidi siguió quemándola como fuego mucho tiempo después de que Gideon se marchara.