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Capítulo 8

Gideon bajó en ascensor al semisótano de la comisaría. Al entrar en la zona de recepción, Ben, un patrullero retirado, lo saludó por encima del ordenador.

– Cuánto tiempo, Gideon.

– Sí, Ben. ¿Qué tal estás?

– No podría estar mejor.

«Lo mismo digo».

Gideon apenas había tocado a Heidi la noche anterior, pero aquella sutil caricia le había bastado para saber que la poderosa química que había entre ellos no era producto de su imaginación. Volvería a verla esa noche, pero aún eran las siete de la mañana, y le parecía que quedaba una eternidad para su cita.

– El jefe me dijo que ibas a bajar. ¿Qué necesitas?

– El expediente del asesinato de Amy Turner.

– ¿Recuerdas la fecha del juicio?

– Fines de agosto. Ron Jenke dirigió la acusación. El abogado defensor era John Cobb.

Ben lo buscó en el ordenador y levantó la mirada hacia Gideon.

– ¿Qué necesitas exactamente?

– Léeme la lista.

– Además del sumario y de la transcripción del juicio, tengo seis diarios y un sobre con las cosas que había en el bolso de la difunta.

– Déjame verlo todo.

– De acuerdo. Enseguida vuelvo.

Mientras esperaba, Gideon llamó a la oficina del forense del distrito para ultimar los detalles de la clase del miércoles por la noche. Como aún quedaban un par de días, esperaba que Kevin cambiara de opinión y lo acompañara. Le dolía que su hijo estuviera enfadado, y sabía que una forma eficaz de ponerle fin a aquella situación sería dejar de ver a Heidi, pero no quería hacerlo por muchas razones, de índole personal y no tan personal. A esas alturas ya sabía que Heidi era muy importante para él.

Y, en cualquier caso, romper con ella no resolvería los problemas más profundos de Kevin. Lo cierto era que cualquier mujer a la que Gideon quisiera resultaría una amenaza para la estabilidad emocional de su hijo. Solo el tiempo diría si el chico necesitaba ir a terapia de nuevo.

Fay se había enfurecido cuando, unos años antes, Gideon había insistido en llevar a Kevin al psicólogo para que lo ayudara a afrontar sus miedos. Su ex mujer decía no creer en la psicoterapia. Sin duda, porque muchos de sus actos no soportarían semejante escrutinio.

Gideon sospechaba que se negaría rotundamente a que Kevin asistiera al psicólogo en ese momento. Ello podía perturbar el precario equilibrio entre madre e hijo. Kevin era ya un adolescente que coqueteaba con la idea de irse a vivir con su padre, y Fay temía que la psicoterapia lo impulsara a dar el paso definitivo. Gideon sabía que su ex mujer quería mantener la situación tal y como estaba a toda costa. Perder el control sobre su hijo minaría el edificio de su autoestima, que tanto le había costado construir.

– Aquí tienes -de vuelta al presente, Gideon se giró hacia el otro hombre-. Solo tienes que firmar este impreso. Puedes usar la habitación A.

– Gracias.

Tras firmar el estadillo, Gideon recogió el material y se lo llevó al primer despacho vacío que vio más allá de la puerta que Ben había cerrado tras él. Lo puso todo sobre la mesa. El voluminoso archivador contenía documentos legales separados por secciones y ordenados alfabéticamente.

Gideon solo pensaba echarle un vistazo a aquel material antes de comenzar su turno una hora después, pero cuando acabó de leer el parte policial, estaba demasiado enfrascado en la lectura como para detenerse. Sacó el teléfono móvil y llamó a Rich Taggert, el detective que trabajaba con él en el caso de asesinato que les habían asignado la semana anterior. Le explicó que estaba ocupado con un asunto pendiente y que llegaría tarde a su punto de encuentro.

Rich se mostró conforme. Convinieron en llamarse más tarde. Aliviado por disponer de unas horas más, Gideon le dio las gracias y continuó trabajando.

Después de revisar el contenido del sobre, se sumergió en la lectura de los documentos y perdió la noción del tiempo.

– Dios mío -musitó al acabar de leer la transcripción del juicio.

Asombrado por lo que había leído, tomó los diarios de color crema con rebordes dorados y empezó a leerlos por orden cronológico. Al acabar el último volumen, se apartó de la mesa y lo recogió todo. Salió al área de recepción con los brazos llenos.

– Gracias, Ben.

El policía revisó los materiales.

– De nada, hombre.

Gideon estaba tan impaciente que, sin esperar el ascensor, subió corriendo las escaleras hasta el despacho del teniente Rodman, en el tercer piso. Todavía le extrañaba entrar allí y no encontrar a Daniel sentado tras la mesa.

El teniente alzó la cabeza al verlo entrar en la habitación.

– ¿Te ha dado Ben lo que necesitabas?

– Sí, gracias.

– Daniel dijo que era importante.

– Lo es -Gideon hizo una pausa-. ¿Tiene un minuto para hablar?

– Claro. Siéntate.

Gideon se sentó en una silla, frente a la mesa.

– Iré directo al grano.

– Como siempre -dijo el otro hombre con una sonrisa-. ¿Qué te ronda por la cabeza?

– Quiero dejar el caso Simonds.

El teniente Rodman ladeó la cabeza.

– ¿Es que Rich y tú no congeniáis?

– No, el problema no es ese. Siento un gran respeto por Rich. Es un tipo estupendo -Gideon se inclinó hacia delante-. Teniente, seré franco con usted. Por puro accidente, he conocido a una mujer que está convencida de que su mejor amiga está en la cárcel por un asesinato que no cometió.

– Te refieres al caso Turner.

Gideon asintió.

– Quiero que me dé permiso para investigarlo.

– ¿Investigar un caso cerrado?

– Sí.

El otro hombre lanzó un suave silbido. Gideon esperaba aquella reacción.

– ¿Qué indicios tienes?

– Ayer fui a la cárcel y hablé con Dana Turner. Durante nuestra conversación, la pillé en una mentira. Se negó a decirme nada más y al instante se marchó de la sala de visitas. Me imaginé que estaba protegiendo a alguien. Esta mañana, después de revisar los archivos judiciales, me topé con la prueba que estaba buscando. Dana Turner cometió perjurio para proteger a otra persona.

Los ojos del teniente se achicaron.

– ¿Insinúas que podría haber un cómplice?

– Eso parece a primera vista. Pero mi instinto me dice que hay otra explicación. Ron Jenke tenía tanta prisa por apuntarse un tanto antes de las elecciones que no hizo bien sus deberes. Me gustaría retomar la investigación donde él la dejó.

El teniente Rodman se recostó en la silla giratoria.

– ¿De cuánto tiempo estamos hablando?

– ¿Cuánto puede darme?

– No mucho. Tenemos montones de casos pendientes que requieren un hombre con tu experiencia. Incluyendo el caso Simonds -Gideon sintió su mirada clavada en él-. Esa mujer debe de significar mucho para ti.

La imagen de Heidi apareció ante sus ojos.

– Yo soy el primer sorprendido, créame.

El silencio se extendió entre los dos.

– Está bien. Tienes una semana. Si para entonces no has obtenido ninguna prueba concluyente, tendrás que seguir investigando en tus horas libres.

– Gracias, teniente -dijo Gideon, sinceramente agradecido-. Estoy en deuda con usted.

– Dile al sargento de mi parte que le asigne a Rich otro compañero. Ah, y Gideon… que esto quede entre nosotros. Si te sirve algo, espero que tengas suerte.

«Yo también».

– ¿Puedo pedirle un par de favores más?

– Adelante.

– Necesito fotocopias de la transcripción del juicio y de los diarios de Amy Turner.

– De acuerdo. ¿Qué más?

– ¿Le importaría llamar al alcaide de la prisión Fielding para que me deje pasar inmediatamente? Son las nueve y media. Si me voy ahora, puedo estar allí antes de comer.

Si el teniente lo solicitaba, Gideon tendría las puertas del penal abiertas. Dana no tendría más remedio que hablar con él.