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– Pero era la barca de su familia. Esas huellas no habrían podido relacionarla con el crimen directamente.

– No, pero Heidi solía cortar el césped cuando sus padres no estaban. Lo cual significaba que sus huellas estaban también en la segadora y en la lata de gasolina de su garaje.

Gideon comprendió adónde quería ir a parar.

– Así que temiste que la policía pensara que Heidi te ayudó a incendiar la habitación de Amy.

– Sí. Y me alegro mucho de no haber dicho nada. Sobre todo, después de enterarme de lo que Amy escribió en sus diarios sobre Heidi y sobre mí.

Los diarios.

Gideon había visto muchas cosas horribles en su carrera, pero aquellos diarios estaban llenos de acusaciones espantosas e imposibles de contrastar ahora que Amy estaba muerta. Entre líneas, aquellos diarios traslucían una vena de violencia que no podía considerarse normal desde ningún punto de vista. Al poner aquella prueba en manos de Ron Jenke, la policía había sellado el destino de Dana.

Exhalando un profundo suspiro, dijo:

– ¿Quién más sabe que Heidi estuvo en casa de tus padres esa tarde, además de la propia Heidi, de ti y de mí?

– Nadie más.

– Así que, ¿también se lo ocultaste a tus padres?

– Sí.

– Tu secreto está a salvo conmigo -dijo él suavemente.

Las lágrimas rodaron por las pálidas mejillas de Dana.

– Gracias.

Al confirmar que Dana había estado protegiendo a Heidi, quien a su vez también estaba libre de sospechas, su teoría acerca de la identidad del verdadero culpable comenzó a fortalecerse.

– Gracias por confiar en mí. Prometo hacer todo lo que pueda para sacarte de aquí.

«Mi felicidad también está en juego».

Los ojos de Dana se animaron al oír sus palabras.

– Oírle decir eso significa para mí mucho más de lo que se imagina.

– Aguanta, Dana, ¿de acuerdo? Heidi y yo vendremos a verte el domingo que viene. Ella te manda todo su amor, por cierto.

– Dígale que yo también la quiero.

Gideon asintió y se alejó. Al salir del edificio, miró su reloj. Si no había mucho tráfico, llegaría al colegio Mesa antes de que Heidi acabara su jornada.

– Señorita Ellis -musitó Sherry Flynn. Sherry se sentaba junto a la pizarra lateral, en la que Heidi estaba escribiendo la lista de las páginas que debían leer sus alumnos esa semana.

Heidi miró hacia atrás.

– ¿Qué pasa, Sherry?

La precoz muchacha le lanzó una sonrisa maliciosa.

– Tiene visita.

Heidi giró la cabeza hacia la parte delantera de la clase. Le flaquearon las piernas al ver que Gideon estaba de pie junto a su mesa. Estaba tan guapo con su jersey azul marino y sus chinos marrones que no podía apartar los ojos de él.

Gideon le lanzó un íntimo mensaje de saludo con la mirada. Los estudiantes ya habían visto al recién llegado, y miraban a uno y a otro con alegre expectación. Y allí estaba ella, hecha un lío.

Pero entonces sonó la campana. Sus alumnos salieron del aula como si de un enjambre de abejas se tratara. De pronto, Gideon y Heidi se encontraron solos. Se sonrieron, y Heidi sintió que se le aceleraba el corazón. Aquello no le había pasado nunca. Ni siquiera con Jeff.

Dejó la tiza y se acercó a la mesa.

– ¿Le pasa algo a Kevin? ¿Quieres que dejemos lo de esta noche?

– No. Pero quería verte antes de que te fueras a casa. ¿Hay alguna posibilidad de que pidas el resto de la semana libre?

A Heidi le dio un vuelco el corazón.

– Podría llamar a un sustituto, si es necesario. ¿Por qué?

Gideon dio un paso hacia ella.

– Esta mañana hice un trato con mi jefe. Me ha relevado del caso en el que estaba trabajando y me ha dado una semana para investigar el asesinato de Amy.

– ¿Qué?

Heidi no podía creerse que hubiera hecho aquello por ella.

– Si en ese tiempo no encuentro nuevas pruebas, tendré que seguir investigando durante mis horas libres. El tiempo trabaja contra mí. Necesito a alguien que me ayude y que conozca el caso. Y esa persona eres tú. Naturalmente, seguiré dando el curso nocturno.

– Oh, Gideon -exclamó ella.

– No me mires así, Heidi, si no quieres que olvide dónde estamos.

Ella quería que lo olvidara. Quería arrojarse en sus brazos.

– Llamaré ahora mismo a la secretaria para que localice a un sustituto. Espera un minuto -temblando de emoción, se colocó tras su mesa y apretó el botón del intercomunicador-. ¿Sheila? Soy Heidi.

– ¡Hola! ¿Qué puedo hacer por ti?

– Me ha surgido un asunto personal urgente y necesito tomarme el resto de la semana libre.

– Uf, la cosa parece grave.

– No te preocupes, no pasa nada. ¿Puedes mirar si el señor Moore o la señora Hardy pueden sustituirme?

– Espera un momento. Veré qué puedo hacer.

– Eres un cielo. Estaré en mi aula, preparando las cosas. Muchas gracias, Sheila -Heidi soltó el botón.

– ¿Puedo ayudarte en algo? -preguntó Gideon.

Ella alzó los ojos hacia él.

– ¿Acaso no sabes que ya has hecho más por mí de lo que podría pagarte? Por favor, siéntate en mi silla mientras riego las plantas. Todo lo demás está preparado. Ya he fotocopiado los mapas y las hojas de trabajo para mis alumnos. La lectura de esta semana está en la pizarra.

Se acercó al armario, sacó una regadera de plástico y corrió a llenarla en la fuente del pasillo. Cuando regresó, Gideon estaba al fondo de la clase, mirando un nuevo despliegue de fotografías.

– Parece que Dana y tú también viajasteis mucho por Oriente Medio.

Heidi regó un poco cada maceta y luego dejó en el suelo la regadera.

– No tanto. No pudimos ir a muchos sitios porque el Departamento de Estado nos lo prohibió, debido a la situación política. Nosotras…

Sonó el timbre del intercomunicador.

– ¿Heidi? Soy Sheila.

– Dime, Sheila.

– La señora Hardy puede venir mañana y el viernes. El señor Moore te sustituirá el miércoles y el jueves.

– ¡Estupendo! Te debo una, Sheila.

– Olvídalo.

Gideon se acercó a ella.

– ¿Estas lista?

– Sí -respondió ella, casi sin aliento.

– ¿Te importa si dejamos lo del mexicano para otro día?

– Claro que no.

– Bien. Me gustaría llevarte a mi casa. Allí podemos cenar y hablar en privado. Si no se nos hace muy tarde, daremos un paseo por la playa.

Iban a quedarse juntos, a solas. Heidi no podía pensar en otra cosa.

– ¿Podemos pasarnos por mi apartamento para que me cambie de ropa?

– Claro. Iremos cada uno en su coche, y luego nos iremos a mi casa en el mío.

La emoción de estar con Gideon no se parecía a nada que hubiera experimentado antes. Tras apagar las luces y cerrar la puerta, Heidi salió del edificio casi flotando al lado de Gideon.

Llegaron al apartamento diez minutos después. Gideon se quedó en su coche mientras Heidi entraba apresuradamente en el apartamento, se duchaba en tiempo récord y se ponía unos pantalones de chándal de color azul marino y una sudadera a juego, con capucha.

En cuanto se puso las deportivas, estuvo lista para marcharse. Gideon le abrió la puerta del coche y partieron. Heidi notaba su mirada penetrante clavada en ella.

– Con ese pelo que tienes, estás guapa con cualquier cosa.

– Gracias -musitó ella.

– Kevin me preguntó si te teñías el pelo. Le dije que era imposible imitar un tono natural como el tuyo.

– Sí, parece que la naturaleza se volvió loca conmigo -bromeó ella, intentando aquietar el latido frenético de su corazón.

– Me recuerdas una ilustración que vi una vez en un cuento de hadas.

– Tal vez sea el mismo que me leían mis padres cuando era pequeña. En la portada había un dibujo de dos niñas corriendo por el bosque subidas a lomos de un enorme oso. Una tenía el pelo negro; la otra, rojo. Se llamaban Blancanieves y Rosaroja.