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– Sí, creo que era ese.

Ella sonrió.

– Mi padre nos llamaba a Dana y a mí como a las niñas del cuento. Poco después, el doctor Turner también empezó a llamarnos así. Crecimos y nos olvidamos de ello hasta el día que los Turner volvieron a casa después del juicio. Todavía de luto por la muerte de Amy, el señor Turner me abrazó llorando. Solo dijo: «Rosaroja, mi pequeña y hermosa Blancanieves está en la cárcel. ¿Cómo voy a resistirlo?» -de nuevo se le saltaron las lágrimas. Notó que una mano recia le apretaba las suyas.

– Nadie puede devolverle la vida a Amy, pero aún hay esperanzas para Dana.

Heidi giró la cabeza hacia él.

– Ojalá tengas razón.

Él le apretó los dedos.

– Vosotras dos me habéis convencido de ello. Esta mañana fui a ver a Dana otra vez. Al final de la conversación, le dije que haría cuanto estuviera en mi mano por sacarla de allí.

Heidi no sabía cómo expresarle su gratitud. En un gesto espontáneo, alzó sus manos unidas y besó la de Gideon.

– Suerte que voy conduciendo -oyó que decía él.

Azorada por la transparencia de sus emociones, Heidi intentó desasir su mano de la de Gideon. Pero no pudo. Al final lo dejó, prefiriendo disfrutar del contacto físico.

– Estoy segura de que tu visita le dio nuevos ánimos.

– Eso espero. Llevaba mucho tiempo soportando una carga muy pesada. Tal vez esta noche duerma un poco mejor, sabiendo que la comparte con alguien.

Heidi no sabía de qué estaba hablando.

– ¿A qué carga te refieres?

– Desde la noche de la muerte de Amy, Dana guardaba un secreto para evitar que otra persona fuera arrestada. Para proteger a esa persona, llegó a cometer perjurio.

– ¿Te lo dijo ella? -exclamó Heidi.

– La pillé en una mentira y empezamos a hablar a partir de ahí.

– Pero eso no tiene sentido. ¿A quién estaba protegiendo?

– A ti.

Al principio, Heidi pensó que estaba bromeando, o que no le había entendido bien. Luego se dio cuenta de que, aunque no lo conocía desde hacía mucho tiempo, sabía que Gideon siempre decía lo que pensaba. Se giró hacia él.

– No comprendo, Gideon.

– Es muy sencillo. Dana temía que la policía te implicara en el asesinato de Amy. Como nadie sabía que el día del asesinato estuviste con ella no una, sino dos veces, evitó mencionar tu nombre y empezó a distanciarse de ti. Como pensaba mentir en el estrado para protegerte, se aseguró de que ni tu familia ni tú fuerais llamados a declarar como testigos de la defensa. Por último, te pidió que no asistieras al juicio para que no supieras que había mentido.

Heidi se quedó atónita.

– No entiendo nada.

– Lo entenderás cuando leas la transcripción del juicio y los diarios.

– ¿Qué diarios?

– Los de Amy.

– ¿Amy llevaba un diario? No lo sabía.

– Dana tampoco, pero la policía los encontró en su armario después del incendio. Las primeras anotaciones se remontan a sus primeros días de instituto. Esos diarios son la prueba clave que llevó a Dana a la cárcel -frunció el ceño-. ¿Me estás diciendo que no viste nada sobre el caso en la prensa o en la televisión?

– No. Dana dijo que aguantaría mejor aquel calvario si sabía que yo me mantenía apartada de todo ese sensacionalismo. En la escuela la gente hablaba del tema, claro, pero yo hacía todo lo posible por evitarlo. ¿Qué dicen los diarios de Amy?

– Te los he fotocopiado. Después de cenar, los revisaremos detenidamente -ella empezó a temblar. No tanto por lo que Gideon acababa de revelarle, sino por lo que parecía callar-. No te mentiré, Heidi. Lo que dice en esos diarios no te resultará agradable. Los más antiguos resultan dolorosos de leer, y los últimos me han dejado atónito incluso a mí, que rara vez me asombro de nada. Meterse en el interior de la mente de Amy Turner es como meterse en un nido de serpientes. Espero que tú puedas ayudarme a sacar algo en claro.

Capítulo 9

– Estoy asustada, Gideon.

– No lo estés. Te he dado primero las malas noticias para que disfrutes más de las buenas.

– ¿Cuáles son? -murmuró ella.

– Primero, que ya estamos en casa. Y, segundo, que dentro de diez minutos probarás mis famosas fajitas de ternera. Kevin dice que las hago mejor que nadie.

Heidi estaba tan angustiada por las perturbadoras revelaciones de Gideon que no se había dado cuenta de que estaban frente a una casa de estilo ranchero. Gideon llevó el coche a la parte de atrás de la casa. Una ringlera de adelfas florecidas la separaba de la casa vecina. Cuando Gideon le abrió la puerta del coche, Heidi inhaló la embriagadora brisa del océano.

– Qué suerte vivir tan cerca del mar. Mi apartamento está bien, porque está muy cerca del trabajo, pero está muy lejos de la playa.

– Sé lo que quieres decir. Cuando me mudé aquí desde Nueva York, elegí esta casa porque está a solo dos calles del mar. No hay nada como el olor del agua salada en el aire.

Deslizó el brazo alrededor de la cintura de Heidi y la condujo por el sendero hasta la puerta trasera de la casa.

– Ese que ladra es Pokey.

Gideon sonrió.

– Está en la cocina y sabe que traigo visita -sus ojos vagaron por el pelo y la cara de Heidi-. Se te ha rizado el pelo con la humedad -alzó la mano y enlazó alrededor de uno de sus dedos un rizo rojizo y brillante. Atrapada entre el cuerpo de Gideon y la puerta, Heidi sentía el calor que emanaba de él. Sus ojos eran de un azul ardiente-. El otro día, Max, mi mejor amigo, me pidió que te describiera. Le dije que eras con una luz en la oscuridad. Hay en ti un fulgor que te sale de dentro. Y yo quiero acercarme todo lo que pueda para calentarme con él.

Un leve gemido escapó de la garganta de Heidi cuando él bajó la cabeza y la besó. Llevaba tanto tiempo soñando con aquello… Iniciaron un lento y minucioso intercambio de besos. El deleite de saborear y tocar a Gideon le produjo una embriagadora sensación de placer que inundó todo su cuerpo. Aturdida, se dejó llevar por él. Dejó de oír los ladridos de Pokey al otro lado de la puerta. A medida que el tiempo pasaba, un beso los llevaba a otro, cada uno de ellos más largo y profundo. Heidi sentía un frenesí de deseo cuya intensidad resultaba casi temible. Sin embargo, quería más. Más. Quería acercarse más a él.

Como si le leyera el pensamiento, Gideon la alzó en brazos para que no tuviera que ponerse de puntillas para besarlo. Ella tomó su cabeza entre las manos y cubrió su cara de besos hambrientos.

– Sigue así y recibirás el mismo tratamiento -dijo él con un ronco suspiro.

– Creo que no puedo detenerme.

– Entonces, sigue.

Al instante siguiente, Heidi notó que empezaba a besarla de la misma forma. En el pelo, en los párpados, en las mejillas, en la garganta… La fusión de sus bocas y sus cuerpos prendió en ella un fuego más intenso que cualquier otra cosa que hubiera conocido. Pero, mientras seguía sumiéndose en aquella espiral enloquecida, de detrás de las adelfas surgió una voz masculina.

– Eh, vecino, ¿qué tal te va?

Heidi oyó que Gideon lanzaba un gruñido antes de dejarla de mala gana sobre el umbral de cemento de la puerta. Se sentía tan débil que se aferró a él un momento, hasta que consiguió recuperar el uso de las piernas.

– No me va mal, Mel -respondió él.

Heidi intentó desasirse de sus brazos, pero no pudo.

– Gideon, estoy segura de que nos ha visto.

– Y yo también. Y apuesto a que vendería su alma por estar en mi pellejo en este momento.

– ¡Gideon! -lo reprendió ella-. Eres terrible. Por favor, entremos.

Pero no la estaba escuchando. Parecía no tener ninguna prisa.

– Sabía que, si te tocaba, sería así -dijo Gideon-. Necesito besarte otra vez antes de que Pokey intente separarnos.