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Con esas palabras, capturó su boca de nuevo, provocando en Heidi una respuesta que los dejó a ambos temblorosos de deseo cuando por fin se separaron.

– ¿Po… podemos entrar ya? -le rogó ella. Él le lanzó una rápida sonrisa.

– Pensaba que nunca lo dirías -abrió la puerta para que pasara Heidi. Pokey estaba allí, esperándolos. Gideon se agachó para acariciarlo-. Hola, pequeño. Mira quién ha venido. ¿Te acuerdas de Heidi? Dile hola, vamos.

El perro se sentó y alzó la pata. Heidi se agachó y, dándole la mano, le acarició la cabeza.

– No me extraña que todo el mundo te adore.

Sintió el brazo de Gideon a su alrededor al levantarse. Él la miró fijamente a los ojos.

– Eso pensé yo la primera vez que te vi. Todos tus alumnos deben de estar locos por ti -musitó contra sus labios. Pokey ladró, metiéndose entre sus piernas-. ¿Por qué no te pones cómoda mientras yo me ducho?

– ¿Quiere que vaya haciendo la cena?

– Si quieres -le robó otro beso-. Te prometo no tardar mucho.

El perro corrió tras él. Al entrar en la cocina. Junto a la cual se encontraba el comedor, Heidi se dio cuenta de que ya no era la misma mujer que había salido de su apartamento diez horas antes. Y Gideon era el responsable de aquella transformación. Sus sentimientos hacia él eran tan profundos que temía que él no pudiera corresponderle. No se trataba solo de una cuestión de química corporal. Era mucho más que eso. Gideon colmaba necesidades que Heidi ni siquiera sabía que tenía. Pero ahora sí lo sabía; de no ser así, no habría tenido aquella sensación de… de plenitud y éxtasis que le proporcionaba el simple hecho de estar a su lado.

Tras lavarse las manos en el fregadero, abrió la nevera y sacó cebollas y pimientos para hacer la cena. Mientras los cortaba sobre la tabla de la cocina, Pokey entró para hacerle compañía. De nuevo, Heidi tuvo la sensación de que aquella experiencia no podía ser real. Allí estaba, preparando la cena en la cocina de Gideon, con el perro a sus pies, como si aquello ocurriera todos los días. Sin embargo, se sentía a gusto. Muy a gusto. «¿Cómo si este fuera tu sitio?», preguntó una vocecilla interior. Heidi no se atrevió a contestar aquella pregunta. Aún era demasiado pronto.

– Qué maravilla -dijo Gideon en voz baja.

Heidi miró hacia atrás y lo vio entrar en la cocina. Duchado y afeitado, estaba guapísimo con una sudadera de color rojo. Los vaqueros se le ajustaban a las piernas recias y musculosas. Heidi pensó que era el hombre perfecto.

Gideon se acercó a ella y deslizó las manos por su cintura, acorralándola contra la encimera. Heidi dejó escapar un ligero gemido de placer cuando la besó en el cuello.

– Si sigues así, nunca acabaré de cortar las verduras -murmuró ella.

– Date la vuelta y dame lo que quiero, y te prometo que te soltaré.

Heidi dejó el pimiento que estaba cortando.

– No sé si me atrevo -musitó.

– No deberías haber dicho eso. Ahora tengo que besarte otra vez para asegurarme de que no eres fruto de mi imaginación -le quitó el cuchillo de las manos y la hizo darse la vuelta hasta que estuvieron frente a frente. Poniendo una mano de Heidi sobre su corazón, musitó-. ¿Lo oyes latir?

Ella levantó la mirada hacia él.

– No lo sé. El mío late tan fuerte que no sabría decirlo.

Gideon tomó su mano derecha y se la puso sobre el corazón. Ella empezó a temblar otra vez. Maravillada, movió las manos sobre su pecho musculoso.

– ¿Lo notas? -preguntó él-. Mi corazón late peligrosamente deprisa desde que entraste en mi vida. Quiero saber qué vas a hacer al respecto.

– ¿Qué quieres que haga? -preguntó ella con voz trémula.

– Esto, para empezar.

Buscó sus labios, rozándolos tiernamente. Loca de deseo, Heidi le rodeó el cuello con los brazos y lo atrajo hacia sí. Él gruñó de satisfacción cuando sus bocas se fundieron. Heidi habría podido seguir así para siempre. Pero no había contado con Pokey, que empezó a brincar a su lado y a gemir, reclamando atención. Al parecer, Kevin no era el único que no se acostumbraba a tener que compartir a Gideon. Eso fue lo que dijo Heidi cuando por fin se separaron.

– Pues tendrán que acostumbrarse -dijo Gideon secamente.

Heidi comprendió que aquella respuesta significaba que Kevin aún mostraba resistencia, pero decidió dejarlo correr y se dio la vuelta para seguir cortando las hortalizas.

Gideon tampoco parecía querer hablar de sus problemas. Puso música clásica, cortó los filetes de ternera en tiras finas y los puso sobre la parrilla. Mientras él calentaba las tortillas y ponía la mesa, Heidi preparó una ensalada sencilla.

– Kevin tiene razón. Son las mejores fajitas que he probado -dijo unos minutos después, cuando se sentaron a la mesa del comedor. Acompañada de la ensalada y de un poco de vino tinto, la comida resultaba tan perfecta como todo lo que tenía que ver con Gideon. Heidi se atrevió a lanzarle una mirada-. Está buenísimo… y tu salsa de sésamo es una maravilla. Gracias por una cena tan deliciosa.

Él la miró por encima del borde de la copa de vino.

– Aún no hemos tomado el postre.

– Yo no puedo más.

– Tal vez cambies de opinión cuando demos un paseo por la playa. Pero lo primero es lo primero. Discúlpame un minuto. Voy a sacar unas cosas del maletero del coche -Pokey se fue trotando tras él.

Heidi sabía a qué se refería y sintió que su felicidad se desvanecía. Levantándose de la silla, recogió la mesa y lo puso todo sobre la encimera. Gideon regresó con un montón de fotocopias y la ayudó a acabar de recoger la cocina. Después, deslizó la mano por la nuca de Heidi.

– ¿Empezamos? Sé que estás asustada, pero cuanto antes acabemos, antes podremos irnos a ver cómo sube la marea -ella asintió y lo acompañó a la otra habitación-. Creo que deberíamos empezar por lo peor, así que te dejaré leer los diarios primero. Como te decía antes, fueron la prueba que permitió a Ron Jenke presentar un alegato concluyente y definitivo ante el jurado -le dio el grueso fajo de fotocopias-. Este es el primer diario. Son seis en total. Siéntate y ponte cómoda. Encenderé la luz.

Heidi miró la primera hoja y vio que tenía fecha del ocho de septiembre. En esa época, Amy debía de estar en séptimo curso.

La señorita Winegar me dijo que los cuadernos del colegio solo deben contener cosas que los demás puedan leer, así que me dio este pequeño diario para que lo guardara en casa. Me dijo que podía escribir en él todo lo que quisiera, porque nadie lo leerá nunca. Es la única profesora que se ha mostrado amable conmigo.

A Heidi no le sonaba el nombre de la señorita Winegar, pero siguió leyendo.

Mis padres preferirían que yo no hubiera nacido. Pero da igual, porque a mí ellos tampoco me gustan. Ni Dana tampoco. Todos los días me dice que me odia con toda su alma y que ojalá Heidi fuera su hermana, y no yo. Heidi también me odia. Cuando viene a casa, siempre me dice que me quite de en medio. Mamá y papá la tratan mejor que a mí. No saben lo malas que son Dana y ella conmigo cuando ellos no están en casa. A veces, cuando estoy en el cuarto de baño, me encierran y fingen que no me oyen golpear la puerta, suplicando que me dejen salir.

El gemido de Heidi resonó en toda la habitación. Ella buscó a Gideon con la mirada llena de estupor. No tenía ni idea de que Amy albergara aquellos sentimientos retorcidos.

En el instituto, como son de las mayores, se creen que son las reinas del mambo. Yo soy como una brizna de hierba que pisotean sin siquiera darse cuenta. Se ríen de mí cuando me preparo para ir a clase de ballet. Dana dice que estoy demasiado gorda y que debería ponerme a régimen. Heidi le dijo a mi madre que utilizara conmigo la dieta de la Fuerza Aérea, porque la señora Ellis dice que a ella le fue muy bien.