A Kevin no le desagradaba su padrastro, pero nunca había desarrollado verdadero afecto por él. El chico quería a su madre, naturalmente, pero ella y su marido eran agentes de bolsa muy ocupados.
Hasta que empezó el segundo ciclo del colegio. Kevin había crecido al cuidado de una serie de niñeras. Luego había tenido una ristra de baby siters. Ese era el problema.
Según el abogado de Gideon, Kevin era ya lo bastante mayor para elegir con cuál de sus progenitores quería vivir. Pero Fay pondría el grito en el cielo si Kevin se mudaba a casa de Gideon. Echaría tanta culpa sobre los hombros de su hijo que acabaría traumatizándolo.
Gideon sabía que, a largo plazo, era preferible dejar las cosas como estaban. Se lo había explicado a Kevin, pero el crío había llorado en silencio y se había aferrado a él, jurando que el día que cumpliera dieciocho años se iría a vivir con su padre.
Eran, en efecto, padre e hijo, aunque el padre biológico de Kevin fuera un poderoso corredor de bolsa de Nueva York que desconocía la existencia del chico.
Fay se estuvo acostando con su jefe a espaldas de Gideon mientras fueron novios. Temiendo confesarle la verdad, hizo pasar al niño por hijo de Gideon. Después de casi cuatro años de matrimonio, se lío con otro corredor de bolsa de San Diego y pidió el divorcio.
Aunque Gideon sabía que su mujer perseguía algo que él parecía no poder darle, nunca pensó que fuera capaz de llegar al extremo de buscarse un amante. Impresionado por su negativa a acudir a un consejero matrimonial, solicitó la custodia de Kevin por vía judicial. Entonces fue cuando se enteró de su aventura previa. Un análisis de ADN confirmó que Kevin no era hijo suyo. Sin embargo, el juez que instruyó el caso decretó que Gideon era el padre de Kevin a todos los efectos, y le concedió los derechos de visita más liberales que contemplaba la ley.
A menos que Fay se suavizara, lo cual probablemente no ocurriría nunca, no podía hacerse nada, salvo intentar sacar el mayor provecho posible a una situación que Gideon nunca hubiera deseado que padeciera un niño inocente. Ciertamente, no le apetecía decirle al chico que era hijo de otro hombre. Kevin no necesitaba saberlo. En la época de su divorcio, Gideon había consultado a varios psicólogos y todos ellos le habían dicho lo mismo.
El favor que le pedía Daniel tenía un lado positivo. Gideon aceptaría su sugerencia y se llevaría a Kevin a clase los días de visita. Su hijo siempre había sentido curiosidad por su trabajo. Podía hacer los deberes y escuchar al mismo tiempo. Cenarían antes o después de la clase, y harían de aquellas noches algo especial.
Una vez acabara el colegio, a fines de mayo, Kevin pasaría la primera mitad del verano con Gideon. Ese año, irían de vacaciones a Alaska un par de semanas, a pescar salmones con Max y su mujer, Gaby.
Tras su boda, Max había dejado el FBI y ahora era detective en la misma brigada del departamento de policía de San Diego a la que pertenecía Gideon. Era un poco como en los viejos tiempos, cuando ambos eran polis novatos en Nueva York. Solo que ahora era mucho mejor, porque aquellos sombríos días de dolor y mentiras habían quedado atrás.
Kevin, afortunadamente, adoraba a Max. Y también adoraba a Gaby, que esperaba un hijo para agosto. El chico ya se había ofrecido a hacer de niñera. De momento, la felicidad de Kevin era lo único que le importaba a Gideon.
El viernes por la mañana, Heidi había tocado fondo. En el despacho del señor Cobb le habían dicho que estaba fuera del país y que no regresaría antes del domingo por la noche. El jueves pidió el día libre en la escuela para ir a ver a sus padres y hablar son ellos sobre la situación de Dana. Tras muchos desvelos, decidió que habría que esperar hasta que pudiera hablar con el señor Cobb antes de pedirle a su padre que buscara otro abogado. Era lo más honorable que podía hacerse. Pero le resultaba difícil esperar sabiendo que, para Dana, una semana sin noticias era como un año entero.
Cuando llegó al colegio el viernes por la mañana, estaba emocionalmente exhausta. Revisó con escaso entusiasmo el montón de cartas y folletos que se habían acumulado en su buzón de la escuela durante los dos días anteriores. Tiró casi todo a la papelera y salió apresuradamente de la secretaría dirigiéndose a su aula, al final del pasillo oeste.
La primera sirena no sonaría en el colegio Mesa de Mission Beach hasta media hora después. Heidi dio un suspiro de alivio al ver que aún le quedaban treinta minutos para preparar el aula. Dado que había comenzado ya el tercer trimestre del curso, había llegado el momento de explicar el tema de Oriente Medio, una región tan extraña para sus alumnos que muchos de ellos ni siquiera sabían que no era un barrio de San Diego. Sus clases consistían en una mezcla a partes iguales de asiáticos, afroamericanos, hispanos y anglosajones. Su objetivo era que, cuando acabara el curso, supieran situar los océanos, los continentes, los países y las principales ciudades en un mapamundi.
Al abrir la puerta del aula, le llamó la atención algo que había escrito en la pizarra: Regla número uno: nunca dar nada por sentado. Frunció el ceño. ¿Por qué habían borrado el esquema que había dejado escrito en el encerado para su sustituto? Miró los libros y papeles que había sobre su mesa, y vio que estaban descolocados. Qué extraño. Los sustitutos solían dejarlo todo tal y como se lo encontraban. Preguntándose qué había pasado, llamó a la secretaría a través del intercomunicador situado tras su escritorio. Respondió una de las secretarias.
– Soy Sheila. ¿Qué desea?
– Hola, Sheila. Soy Heidi. No sabrás por casualidad quién me sustituyó ayer, ¿verdad?
– Sí. Ese seminario que organizaba la junta de distrito nos dejó sin sustitutos, así que varios profesores del colegio te sustituyeron en sus horas libres y dejaron que los chicos hicieran los deberes en clase. ¿Es que hay algún problema?
– No, solo que me ha extrañado que hubieran borrado mi esquema de la pizarra.
– Será seguramente porque acaban de empezar las clases para adultos de la escuela municipal. El señor Johnson se encargó de hacer horario. Ha puesto a alguien en tu aula los miércoles y los viernes de siete a nueve. Espera un segundo, voy a ver de quién se trata… Ah, ya lo tengo. El profesor es un tal Mcfarlane. Según esto, da un curso de iniciación a la criminología -«¿Criminología?». A Heidi le dio un vuelco el corazón-. Si no quieres que esté en tu clase, intentaré cambiarlo de aula.
– ¡No! No, no lo hagas -«por favor, no. Tal vez esta sea la respuesta a mis plegarias»-. No me acordaba de las clases nocturnas.
Todos los profesores debían ceder sus aulas por turnos.
– ¿Seguro que no te importa?
– Segurísimo.
– El señor Johnson dice que, si tenéis alguna queja, le metáis una nota en su buzón y hablará con la persona en cuestión. Se les ha dicho que dejen las aulas como se las encuentran. Si echas algo en falta, haré que te lleven lo que necesites.
– Gracias, Sheila, pero no necesito nada. Solo quería asegurarme de que no había duendes en mi clase.
La otra mujer soltó un bufido poco elegante.
– A veces, los mayores son peor que los críos.
Las dos se echaron a reír, aunque en realidad aquello no tenía mucha gracia.
– Sheila, ¿podrías decirle a uno de tus ayudantes que me traiga una lista de los profesores que se encargaron de mis clases ayer? Quisiera darles las gracias.
– Claro.
– Luego nos vemos.
Apagó el intercomunicador y escribió en la pizarra un esquema del tema de Oriente Medio. Pero mientras escribía no dejaba de pensar en las palabras que acababa de borrar: Regla número uno: nunca dar nada por sentado.