Apartó las sábanas y se levantó. Pokey estaba junto a la puerta cerrada, expectante. Gideon se puso el albornoz, sintiendo curiosidad por saber qué inquietaba al perro.
– Vamos, chico. Enséñame por qué estás tan nervioso.
En cuanto acabó de atarse el cinturón de la bata, abrió la puerta del dormitorio. Pokey echó a correr por el pasillo. Gideon vio luz en la cocina, al otro lado de la casa. Como había apagado todas las luces antes de irse a la cama, comprendió que Heidi debía de haberse levantado.
Para su sorpresa, la encontró sentada en el sofá del comedor, completamente vestida. Estaba leyendo uno de los diarios de Amy. Pokey se apoyó contra sus piernas y ella le acarició la cabeza.
– Gideon -dijo suavemente al verlo entrar en la habitación. A él le gustó la forma en que lo recorría con la mirada, como si no pudiera contenerse-. Siento haberte despertado.
– No te preocupes. Llevaba un rato pensando en levantarme. ¿Qué tal has dormido? -no pudo evitar preguntárselo, porque todavía parecía cansada. Y estaba tan guapa que de nuevo lamentó que hubieran pasado la noche separados.
– Bien.
«Embustera», pensó él.
– Bueno, no es cierto -admitió ella-. Me he pasado horas dando vueltas, intentando aclarar todo esto. Hace un rato me di cuenta de qué era lo que me inquietaba -volvió a mirarlo una vez más-. Me alegro de que te hayas levantado. Necesito contártelo.
Con la llegada de la mañana, había vuelto la realidad. Y Gideon lamentaba su intrusión.
– Primero dejaré salir a Pokey y le daré de comer. Vamos, pequeño -al cabo de un momento, regresó a la cocina-. Voy a hacer café. ¿Lo quieres con azúcar y leche?
– Sí -respondió ella alzando la voz.
En cuanto Gideon llevó las tazas a la mesa, Heidi se unió a él, cargada con los diarios.
– Cuéntame qué te ronda por la cabeza -él se sentó en una silla, junto a ella, y le dio su café.
Heidi se lo bebió casi todo de un sorbo.
– Mmm, qué rico. Gracias -dijo antes de dejar a un lado la taza-. Quiero enseñarte algo -buscó rápidamente la primera página de cada diario y las colocó sobre la mesa en orden cronológico-. Según la fecha de la primera anotación, por entonces Amy debía de estar en séptimo curso. ¡Pero ninguna chica de doce años escribiría esto! Mira la letra, el nivel de vocabulario, y compáralo con los otros cinco diarios. Yo no soy grafóloga, pero soy maestra y les pido a mis alumnos que guarden sus trabajos en un archivador. Los que llevan conmigo desde séptimo curso han mejorado considerablemente con el tiempo. Siempre hay diferencias, indicios de que ganan en madurez y capacidad de comprensión. Pero, según esto, Amy escribió igual de los doce a los diecinueve años. No veo ese cambio gradual. No hay faltas de ortografía. La estructura gramatical es notable. Y todos los volúmenes muestran el mismo grado de madurez.
Gideon dejó el café y observó las hojas. ¡Heidi tenía razón! Al ordenar los diarios de aquella forma, su uniformidad saltaba a la vista. Ello hizo que en la mente de Gideon cristalizara una teoría que hasta ese momento había permanecido en estado embrionario. Asombrado por la sagacidad de Heidi, la agarró de la mano y se la apretó.
– ¿Sabes lo que has hecho?
Ella lo miró fijamente.
– No.
– Ayer por la mañana, mientras leía el primer volumen, tuve la impresión de que no era un diario de verdad. Cuando terminé de leerlos todos, sentí que había leído el esbozo de una novela o de una obra de teatro escrita con mucha astucia. Todo parecía orquestado con un único propósito.
– Hacerle daño a Dana, quieres decir.
Él le soltó la mano.
– Eso está claro. Pero hay mucho más. Lo que acabas de descubrir es tan importante que, sin tu inspiración, yo no habría podido juntar todas las piezas del rompecabezas tan deprisa.
Ella abrió mucho los ojos, asombrada.
– ¿Insinúas que he descubierto algo que puede servirnos?
– Más de lo que imaginas. Si lo que dices es cierto, significa que Amy escribió todos estos diarios recientemente. ¿Qué indica eso?
– Que a los diecinueve años se puso a reconstruir su pasado en forma de diario -dijo Heidi inmediatamente.
– Tal vez.
– O que quizá pensara hacer pasar los diarios por auténticos. Sé que es un poco rebuscado, pero puede que esperara que algún día se hiciera una película sobre ellos en la que ella sería la estrella. Otra posibilidad es que escribiera conscientemente una historia de ficción con la esperanza de publicarla en algún momento.
– Ambas cosas son posibles.
– Pero te convencen tan poco como a mí.
– ¿Por qué lo sabes?
– Por tu tono de voz. Por tu lenguaje corporal.
Él esbozó una sonrisa. Le encantaba que Heidi lo conociera tan bien. Ello significaba que había estado observándolo, pensando en él.
– No vas a decirme cuál es tu teoría, ¿verdad?
Él apuró el resto del café.
– Aún no. Primero tenemos que saber si vamos por el buen camino. En cuanto me vista y desayunemos, iremos a tu casa para que recojas tus cosas. A esa hora ya podré hacer unas cuantas llamadas sin despertar a la gente. Primero quiero hablar con la señorita Winegar, la maestra de la que habla Amy. La que le dio el diario.
– Creo que se inventó su nombre, igual que todo lo demás, Gideon.
– Si eso es cierto, cuantas más mentiras descubramos, mejor perfilaremos la auténtica personalidad de Amy. Dime una cosa. Cuando eras pequeña, ¿no tuviste nunca uno de esos cuadernos en los que los dibujos se pintaban rellenando los casilleros según los números? Si había un tres, lo pintabas de amarillo; si había un cuatro, de azul, etcétera -Heidi asintió-. Bueno, pues así es como miro yo a los sospechosos durante una investigación. Al principio, son una forma sin colorear. Cuando descubro un dato, relleno un casillero. Luego destapo una mentira y relleno otro espacio. Una mentira a menudo lleva a otra. Y el dibujo empieza a tomar forma hasta que, poco a poco, llego a la verdad.
Se produjo un silencio y Heidi escudriñó sus ojos un momento.
– Acabas de decir «sospechosos» -dijo finalmente-. Pero Amy fue la víctima.
A Gideon lo alegró comprobar de nuevo la sagacidad de Heidi. Sin embargo, no resistió la tentación de burlarse un poco de ella.
– Me has decepcionado.
Ella pareció dolida.
– No te comprendo.
– Has incumplido la primera regla de Daniel Mcfarlane.
Pensando que era mejor dejarla reflexionar un rato, Gideon se levantó de la mesa. Le puso las manos sobre los hombros y se inclinó para besarla en el cuello.
– Si quieres empezar a preparar el desayuno mientras me visto, no me quejaré.
Cuando iba por el pasillo oyó pasos tras él.
– Gideon… -Heidi entró en el dormitorio y se puso delante de él, de modo que Gideon tuvo que detenerse y mirarla de frente-. ¿Estás insinuando que Amy planeó su muerte para que pareciera que Dana la asesinó?
– Señorita Ellis, es usted una lumbrera.
Ella se llevó las manos a la boca.
– Pero entonces… ¡estaba loca!
– Tal vez sufriera una auténtica enfermedad mental. Veremos si podemos averiguarlo. Y también averiguaremos si consumía drogas y si estaba tan trastornada por ellas que no se comportaba racionalmente.
Heidi gruñó.
– No había pensado en las drogas. Pero, si fuera así, quedaría algún rastro… ¿no?
Al parecer, Heidi no sabía que no había habido autopsia. Dana y los Turner la habían mantenido en la más completa ignorancia. Gideon decidió no decírselo todavía.
– Puede que no tenga importancia, pero por ahora no podemos descartar nada. ¿Puedes organizar una reunión con los Turner hoy mismo? Necesitaremos toda la ayuda que puedan prestarnos.
– Los llamaré ahora mismo. Aún no se habrán ido a trabajar. Cuando sepan que estás investigando el caso, estoy segura de que se sentirán tan agradecidos que harán todo lo que puedan -salió rápidamente de la habitación.