Gideon se dirigió a la ducha. Estaba impaciente por encontrar la prueba que sacaría a Dana de la cárcel. El día que eso ocurriera, la vida de Dana empezaría de nuevo. Y la suya también. Sin embargo, no se quejaba de lo que tenía. Heidi ya había pasado una noche bajo su techo. Aunque no hubiera dormido en su cama.
El recreo ya había terminado en el colegio Las Palmas cuando Heidi y Gideon entraron en el despacho de secretaría. Dana y ella habían estudiado allí. Nada parecía haber cambiado desde entonces, salvo por la presencia de ordenadores. La secretaria levantó la vista del suyo.
– ¿Puedo ayudarlos en algo?
– Espero que sí. Me llamo Heidi Ellis. Soy la profesora del colegio Mesa que llamó hace una hora, intentando localizar a una profesora de lengua llamada Winegar. Este es el detective Poletti, del departamento de policía de San Diego.
– ¿Cómo está? -dijo la otra mujer-. Esta mañana, después de llamar usted, les he preguntado a todos los miembros del personal que han entrado en la oficina si conocían ese nombre. Dos de los profesores llevan aquí treinta años. Dicen que nunca han oído hablar de la señorita Winegar.
– Mentira número uno verificada -musitó Gideon, deslizando la mano por la espalda de Heidi-. ¿Y ahora qué, Sherlock?
Ella apenas podía concentrarse mientras la tocaba.
– Gracias por su ayuda. ¿Tienen en el archivo los anuarios del colegio? Quisiéramos ver un par de ellos.
– Creo que el señor Delgado los tiene guardados en el armario de detrás de su escritorio. El señor Delgado dirige la mediateca. Está en el pasillo siguiente, a la derecha. Le diré que van para allá.
– Gracias. Ah -dijo Heidi-, ¿podría imprimirnos una copia de la lista de profesores actuales, con el número de sus aulas? Yo fui alumna de este centro. Si faltaran los anuarios que estamos buscando, me gustaría hablar con los profesores cuyos nombres recuerde.
– Tome una copia de encima del mostrador. Las tenemos ahí para los padres.
– Gracias otra vez.
Gideon deslizó la mano hasta su cintura y la condujo fuera del despacho.
– Felicidades -murmuró-. Empiezas a pensar como un detective. Estoy impresionado.
– Elemental, mi querido Watson -bromeó ella, pero su cumplido le produjo un intenso placer-. He tenido que desarrollar mis habilidades de sabueso para sobrevivir en esta jungla.
Él seguía riéndose cuando entraron en la mediateca, que estaba llena de estudiantes. El hombre del mostrador les hizo un gesto con la mano.
– ¿Señor Delgado?
– Buenos días. La secretaria me ha dicho que venían de camino. He sacado los anuarios de la última década. Será mejor que entren en mi despacho si quieren echarles un vistazo.
El despacho era un cubículo minúsculo, pero al menos estaba desierto. El señor Delgado les llevó una silla más y cerró la puerta.
Heidi empezó a buscar entre el montón de libros hasta que encontró los anuarios correspondientes al séptimo y octavo cursos de Amy. Le dio uno a Gideon y se quedó con el otro.
Los hojearon hasta que encontraron la fotografía de Amy.
– No se parecía mucho a Dana -comentó Gideon.
– No -dijo Heidi-. Cuando conozcas a los Turner, verás que son rubios y más bien bajos. Dana se parece más a su abuela paterna.
– Vamos a comparar la lista de sus profesores con la de los actuales.
Heidi puso el papel entre los dos. Después de un escrutinio minucioso, dijo:
– Solo veo cuatro profesores de cada anuario que siguen dando clases aquí. Ninguno de ellos es de lengua. Ni siquiera sé si le dieron clase a Amy.
Le dieron las gracias al señor Delgado, salieron del edificio y se dirigieron a la concejalía de educación. Ver trabajar a un detective era toda una revelación. Gideon solo tenía que enseñar sus credenciales y todo el mundo se apresuraba a cumplir sus órdenes. Al cabo de una hora tenían la lista completa de los profesores que habían dado clase a Amy, incluyendo su situación profesional actual y las escuelas donde trabajaban, si era que aún seguían dando clases en aquel distrito.
– Al parecer, su profesora de lengua en séptimo fue una tal señorita Ferron. Su nombre no me suena de nada. Según dice aquí, ya no trabaja en este distrito. Llamaré al ministerio. Ellos la encontrarán. Mientras tanto, regresemos a Las Palmas para hablar con el señor Finch, el profesor de pretecnología. Él es el único que dio clases a Amy y sigue allí.
Volvieron al instituto en el descanso entre dos clases. Cuando se presentaron, el viejo profesor se puso las gafas para mirar las credenciales de Gideon.
– ¿Amy Turner, dicen? Sí, la recuerdo. Qué terrible tragedia… ¡Asesinada por su propia hermana!
Heidi sintió un escalofrío. Gideon se acercó un poco más a ella.
– No estoy tan seguro de que su hermana sea culpable, señor Finch. Por eso estamos aquí. Díganos qué impresión tenía usted de Amy. Podría ser muy importante.
– Bueno… -el hombre se rascó la cabeza-. Era más bien callada. Parecía vivir en su propio mundo. En mi clase no tenía amigas, pero eso no es raro, porque en pretecnología se matriculan muy pocas chicas. Nunca me causó ningún problema. Pero sí recuerdo una cosa. Cada año, antes de las vacaciones de verano, los alumnos hacían relojes de péndulo para regalárselos a sus padres. Amy hizo uno bastante bonito, pero un día, después de clase, lo encontré escondido detrás de una máquina. Eso es lo único relevante que recuerdo de ella.
– Es exactamente la clase de información que necesitamos -le aseguró Gideon-. Si me permite otra pregunta, ¿notó en su comportamiento algo que le llevara a pensar que consumía drogas?
El señor Finch sacudió la cabeza.
– No. Normalmente, los chicos que toman drogas sufren cambios de humor muy bruscos. Se los detecta enseguida porque no manejan bien las máquinas ni las herramientas cuando están bajo la influencia de las drogas.
En ese momento sonó la campana y los estudiantes volvieron a entrar en clase. Se hizo imposible seguir hablando con el estruendo de las máquinas. Gideon le tendió la mano al profesor.
– Gracias. Ha sido de gran ayuda.
– A su disposición.
Salieron lentamente de la escuela, guardando silencio.
– ¿Qué piensas? -preguntó Gideon cuando se dirigían al coche.
– Sigo preguntándome acerca de la visión distorsionada que Amy tenía de su vida. El doctor Turner es un hombre extraordinario y cariñoso que adoraba a sus hijas. Le habría encantado ese reloj.
– Puede que tú y yo lo sepamos, pero los diarios demuestran que Amy sintió desde niña unos celos enfermizos hacia Dana. Teniendo una percepción tan retorcida de la realidad, supongo que albergaba serias dudas acerca de su propia valía.
– Que yo recuerde, Dana siempre fue consciente de que Amy tenía celos de ella. Siempre procuraba no herir sus sentimientos. Y se esforzaba continuamente por animarla y hacer que se sintiera querida.
– Probablemente eso la enfurecía aún más.
– Tienes razón.
No bien habían entrado en el coche, sonó el teléfono móvil de Gideon.
– Es del ministerio.
Heidi miró su reloj. Los Turner los esperaban a la una. Aún les quedaban dos horas para encontrar la pista de la profesora de lengua. Mientras esperaba vio que Gideon anotaba un número en su libreta.
– Barbara Ferron es ahora Barbara Lowell. Este es el número de teléfono de su casa. Esperemos que este allí.
Marcó el número y Heidi vio, aliviada, que empezaba a hablar con alguien. Al cabo de un momento, le oyó decir que estarían allí enseguida. Gideon colgó el teléfono con una sonrisa de satisfacción y encendió el motor.
– Los Lowell tienen dos hijos. Ella no ha vuelto a dar clases desde que dejó Las Palmas, hace seis años. Se trasladaron hace poco a un piso en City Heights. No tardaremos mucho en llegar.