– Oh, Gideon…
Él la tomó de la mano.
– Sé lo que sientes. Cuando se tiene una corazonada, uno está impaciente porque todo cuadre.
Heidi le apretó los dedos y luego le soltó.
– Ahora entiendo por qué te gusta tanto investigar.
Él asintió.
– Para algunos se convierte en una adicción. Lo cual puede causar estragos en la vida familiar. El año pasado trabajé en una operación especial con Max. Apenas tenía tiempo de ver a Kevin. Supongo que eso contribuyó a agravar sus problemas. Al final, prometí que nunca más antepondría el trabajo a la familia.
Ella bajó la cabeza.
– A ojos de Kevin, el hecho de que estés conmigo resulta tan amenazador como cualquier misión especial.
Gideon le puso una mano sobre el muslo. Heidi sintió una descarga de deseo.
– Seguiremos invitándole a venir con nosotros hasta que se sienta más tranquilo.
Eso era más fácil decirlo que llevarlo a cabo, pero Heidi había caído bajo el hechizo de Gideon y deseaba creerlo. Cuando estaban juntos, todo le parecía posible.
Ya no podía seguir mintiéndose. Estaba enamorada de él. Fuera lo que fuese lo que les deparaba el futuro, sabía con toda certeza que no podía haber nadie más en su vida.
El cuarto de estar del pequeño piso de Barbara Lowell parecía el anuncio de una tienda de cosas para el bebé. Barbara tenía un precioso niño de dos años que se agarraba a los bordes del parque mientras los observaba. Pero Gideon no dejaba de mirar a Heidi, que tenía en brazos al bebé de nueve meses de la antigua profesora. Aquella imagen le hacía desear cosas en las que no pensaba desde hacía años.
La mujer, que parecía estar al final de la treintena, se sentó en una silla, frente al sofá.
– Detective Poletti, debo decirle que, cuando mencionó el nombre de Amy Turner, me dio un vuelco el corazón.
– ¿Por el asesinato?
– También por eso, claro, pero yo estaba pensando en el año que le di clases. Fue mi primera y única experiencia docente. Los profesores veteranos me dijeron que me resultaría muy duro. Con una alumna como Amy, enseguida descubrí que no exageraban. Para ser sincera, me alegré de casarme y de mudarme a Texas con Gary. Solo llevamos aquí desde julio. Ni siquiera sé si volveré a enseñar cuando crezcan mis hijos -suspiró-. En fin, como les decía, solo di clases un año, así que mis recuerdos siguen muy frescos.
– Díganos qué recuerda de Amy.
– Creo que era una chica con muchos problemas.
– ¿En qué sentido?
– Por lo que pude comprobar, no tenía ni un ápice de autoestima. Era evidente por su forma de escribir. La primera redacción que me entregó me dejó pasmada. Pensé que era una broma. Como yo era novata, temí no saber interpretarla, así que se la enseñé a la psicóloga del instituto. Me dijo que estaba de acuerdo en que Amy podía tener serios problemas emocionales, pero que un solo ejemplo no era suficiente para alarmarse. Tal vez estuviera intentando impresionarme, o quizá era una forma de llamar la atención. Yo pensé que, en su caso, ambas cosas podían ser ciertas. La psicóloga me dijo que me mantuviera atenta y que, si aquello se repetía como una pauta, acudiera de nuevo a ella.
– ¿De qué trataba la redacción?
– Les pedí a los chicos que escribieran un texto sobre sí mismos como si pudieran meterlo en una máquina del tiempo para que la gente lo leyera cincuenta años después. Les dije que imaginaran que, al cabo de medio siglo, la única historia que conocería la gente sería la que pudieran espigar entre los textos infantiles. Y que, por tanto, plasmaran en su redacción la esencia y la riqueza de su vida y su cultura.
– ¿Qué escribió Amy?
– Un solo párrafo, muy breve y mal escrito, en el que básicamente venía a decir que la vida era un asco y que su familia la odiaba -Gideon y Heidi se miraron-. Corregí las redacciones y se las devolví a los alumnos. En la de Amy escribí una nota, pidiéndole que fuera a verme después de clase. Le dije que no había comprendido el propósito de la redacción e insistí en que lo intentara de nuevo. Para animarla, le di varios ejemplos en los que podía fijarse. Su segundo intento no fue mucho mejor, y durante el resto del año me entregó casi siempre textos fallidos de contenido muy oscuro. Sus padres no venían a las reuniones, pero hablábamos de vez en cuando por teléfono. Decían que habían notado un cambio en ella desde el verano y que la habían llevado a un psicólogo privado. Al saber que los Turner se hacían cargo del problema, me sentí más tranquila. Pero nada cambió realmente.
El bebé empezó a gimotear. Al devolvérselo a su madre, Heidi le dijo:
– Por casualidad, ¿no le pediría a sus alumnos que escribieran un diario?
– No. El departamento de lengua había quitado ese proyecto del currículum el año anterior.
– Desde el punto de vista académico, ¿qué tal manejaba Amy el lenguaje?
– Lo primero que hicimos la psicóloga y yo fue revisar su nivel de vocabulario. Estaba muy por debajo de la media. Escribía como una niña de quinto curso. Pero eso también les pasaba a cierto número de alumnos.
– ¿Cómo se relacionaba con la gente?
– Era reservada, pero no del todo solitaria.
– Señorita Lowell -intervino Gideon-, ¿alguna vez le dio un cuaderno, sugiriéndole que lo usara para anotar sus pensamientos íntimos?
– No -ella sacudió la cabeza-. ¿Por qué lo pregunta?
– Porque la policía encontró seis diarios escritos por Amy que el fiscal utilizó como prueba fundamental para meter a su hermana en prisión. El primer diario data del año que usted dio clase en Las Palmas. El primer párrafo afirma que la señorita Winegar, su profesora de lengua, le dio el cuaderno en el que estaba escribiendo.
– La señorita Winegar…
– ¿Le suena ese nombre?
– ¡Sí! Esperen un minuto.
Salió apresuradamente de la habitación con el bebé en brazos y regresó al cabo de un momento. En la mano izquierda llevaba una enorme muñeca victoriana de aspecto remilgado.
– Esta es la señorita Winegar. Es experta en gramática. Cuando oye que un alumno comete un error en clase interviene diciendo: «Así no se dice. Así no se dice».
Heidi y Gideon se miraron. Él se puso en pie.
– Estoy investigando este caso por encargo de Dana Turner, la hermana de Amy. John Cobb, el abogado de Dana, se pondrá en contacto con usted para pedirle que haga una declaración. Es posible que incluso le pida que actúe como testigo si el caso vuelve a los tribunales. ¿Estaría dispuesta a hacerlo?
– Por supuesto.
– Muchas gracias por su tiempo, señora Lowell. Nos ha ayudado más de lo que se imagina. No hace falta que nos acompañe.
Gideon pasó el brazo por los hombros de Heidi mientras se dirigían hacia el coche.
– ¿Recuerdas el dibujo en blanco? -ella asintió-. Entre el señor Finch y la señora Lowell, ya hemos rellenado los casilleros de los unos y los doses. Ahora debemos continuar por el número tres. Todavía tenemos una hora antes de encontrarnos con los padres de Dana. Tenemos tiempo de acercarnos a la comisaría.
– ¿Qué vamos a hacer allí?
– Te lo enseñaré -abrió la puerta trasera del coche y sacó una fotocopia del primer diario. Cuando Heidi acabó de abrocharse el cinturón de seguridad, se la entregó-. Mira el interior de la portada. ¿Qué ves? -cerrando la puerta, rodeó el coche y se sentó tras el volante.
Ella lo miró, confundida.
– Pone «Artículos de Papelería Millward. Los Ángeles, California». No veo qué… ¡Ah! -se interrumpió-. Quieres saber si este diario se vendía hace siete años.
Gideon arrancó el coche y le sonrió.
– Tienes un don para esto.
– Qué va -dijo ella, con una sonrisa medio burlona-. No se me habría ocurrido ni en un millón de años si no me lo hubieras dicho. Gracias al cielo que hay detectives como tú que ven lo que los demás no vemos.