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Lo que iba a decirles les causaría un daño que ni siquiera podían imaginar. Sin embargo, si ello significaba que podrían recuperar a Dana, Gideon estaba seguro de que su alegría sobrepasaría el dolor que sentirían.

– Han pasado muchas cosas desde que Heidi vino por vez primera a mi clase de criminología. Por una parte, estoy convencido de que Dana es completamente inocente. Pero también estoy convencido de que Amy no fue asesinada -ellos alzaron la cabeza un poco más, asombrados-. Tengo el convencimiento de que ella misma planeó su suicidio para que pareciera que Dana la mató -dijo abruptamente.

– ¡Suicidio! -gimió Christine. Su marido lanzó a Gideon una mirada incrédula.

– Esta mañana, Heidi y yo hablamos con dos de los profesores que tuvo Amy en séptimo curso. Ambos corroboraron mi sospecha de que vuestra hija tenía problemas ya en aquella época. No sé cuánto tiempo llevaba pensando en quitarse la vida. Tal vez fueran meses, tal vez años. Lo que sí sabemos es que sus diarios revelan que sufría unos celos patológicos hacia Dana. Y, gracias a Heidi, también sabemos otra cosa respecto a los diarios -giró la cabeza hacia ella-. Díselo.

Durante los minutos siguientes, Heidi les explicó lo que había descubierto al revisar las fotocopias.

Luego les contó lo que el fabricante les había dicho respecto a la fecha de fabricación de los diarios.

– Como veis, los diarios no son auténticos. Amy no pudo escribirlos antes del día de San Valentín del año pasado, porque por entonces aún no estaban en el mercado. Inventó mentira tras mentira, siendo plenamente consciente de que ya nadie podría preguntarle sobre lo que había escrito. Para asegurarse de que la policía encontraba los diarios, los escondió en el armario de Dana. Debió imaginar que así proyectaría más sospechas sobre su hermana, que no conocía la existencia de los diarios.

Tras un largo silencio, Christine dijo:

– Nunca la vi con un diario -las lágrimas empezaron a rodar por su cara-. Nuestra hija estaba muy enferma, Ed.

– Permíteme intervenir… -dijo Gideon-. Cuando fui a la prisión, algo que me dijo Dana acerca de la fuerza de Amy me llevó a pensar que tal vez consumiera drogas. Quizá las drogas la ayudaron a cruzar la línea que la separaba del comportamiento irracional.

Christine sacudió la cabeza.

– Yo creía que no tomaba drogas. ¿Tú sospechaste algo alguna vez? -le preguntó a su marido.

– No, pero nunca me gustaron las compañías que frecuentaba.

– A mí tampoco. Esas dos amigas suyas no eran chicas normales. No parecían felices, ni inteligentes.

Gideon se recostó en la silla.

– Tengo la intención de sacarles la información que necesito. Pero también quiero que el mejor forense que conozco le haga la autopsia a Amy.

Heidi lo miró, sorprendida.

– ¿Es que no hubo autopsia? -preguntó con incredulidad.

– No -miró a los Turner-. Una de las razones por las que he venido a veros hoy es para pediros vuestra autorización para que se exhume el cadáver -Christine dejó escapar un sollozo y escondió la cara entre las manos. Ed se acercó a consolar a su esposa-. Sé que es horrible -añadió Gideon, compungido-. Dana me dijo que no quisisteis que le hicieran la autopsia, pero creo que es necesario para conocer la verdad de los hechos. El informe del forense dice que murió como consecuencia de la inhalación de humo. La causa de la muerte se determinó gracias a un análisis de sangre posmórtem que reveló niveles tóxicos de monóxido de carbono. Ello, más las evidencias físicas de una pelea, le sirvió a Jenke para presentar el caso como si estuviera cerrado. Además, se presentó ante el tribunal armado con esos diarios. No es de extrañar que el jurado se tragara sus argumentos. Pero he investigado muchas muertes provocadas por incendio. Y os sorprendería saber cuántas veces se descubre tras la autopsia que la muerte es atribuible a otra causa.

El doctor Turner tenía el rostro desencajado.

– Ni la policía ni el forense insistieron en hacerle la autopsia porque la causa de la muerte parecía clara. John Cobb nos pidió que la autorizáramos, pero en aquel momento no nos pareció bien.

– Por desgracia, la muerte por asfixia suele enmascarar la verdad -prosiguió Gideon-. Solo una autopsia desvelará esa incógnita.

Christine se secó los ojos.

– De modo que lo que insinúas es que es posible que muriera por una sobredosis de drogas.

– Eso es.

El doctor Turner se irguió.

– Lo que dices tiene sentido, Gideon. Pero si Amy tomó drogas esa noche, ¿quedarían rastros en el cuerpo casi un año después de su muerte?

– Eso depende de varios factores.

– ¿Cómo cuáles? -musitó Christine.

– De cómo fuera embalsamada, del estado de conservación de su tumba… -la mujer lanzó un gemido de dolor-. No todas las drogas dejan rastro. Pero si me equivoco respecto a las drogas, puede que la autopsia revele alguna otra información que no conocemos.

Christine miró a su marido con los ojos llenos de lágrimas.

– Tenemos que hacerlo por Dana.

– Sí, cariño.

Gideon respiró aliviado.

– Bien. ¿Dónde está enterrada?

– En el cementerio de Monte Esperanza.

– Conseguiré una orden de exhumación antes de esta noche. Pero además… hay otra cosa. Yo no soy psiquiatra, pero estoy seguro de que, si consultáramos a uno, nos diría que hay algún término médico para designar el trastorno mental que sufría Amy. Esta semana me gustaría hablar con el psicólogo privado que la atendió en séptimo curso.

– Yo lo conozco -dijo Christine-. Fue el doctor Siricca, de la unidad de psiquiatría infantil de Bay Shore.

– ¿Te importaría llamar para averiguar si sigue allí?

– Lo haré ahora mismo.

Cuando su mujer salió de la habitación, Ed dijo:

– Sé que quieres ver el escenario del crimen. Permíteme que te enseñe las habitaciones. La de Amy está entre la nuestra y la de Dana. Naturalmente, ha sido remodelada.

Gideon y Heidi se levantaron de la mesa y siguieron al doctor Turner hasta el otro lado de la casa. La habitación de Amy era muy espaciosa. Soleada. Muy femenina.

– La noche que murió, Christine y yo habíamos ido a una cena en la universidad. Al regresar, nada más abrir la puerta, olimos a humo. Vimos que procedía de esta habitación. Después descubrimos que la alarma contra incendios había sido desconectada -hizo una pausa y bajó los ojos-. Cuando abrimos la puerta -continuó-, el humo era insoportable. Amy estaba boca abajo, junto a la puerta. La pared del fondo, la cama y el suelo alrededor de la cama estaban en llamas. La sacamos al pasillo a rastras. Yo la tomé en brazos y la saqué fuera de la casa. Christine llamó a los bomberos. Llegaron al cabo de unos minutos, pero ya era demasiado tarde para nuestra Amy.

Heidi se apartó de Gideon para consolar al doctor Turner. Mientras este lloraba, Gideon recorrió el pasillo para echarle un vistazo a la habitación de Dana.

Si los Turner no hubieran llegado a casa cuando lo hicieron, aquella parte de la casa también habría sido devorada por las llamas, y los diarios habrían desaparecido. Estaba claro que Amy lo había planeado todo hasta el último detalle.

Un momento después, se encontró con los demás en el cuarto de estar. En cuando Christine lo vio entrar, le dijo:

– Acabo de hablar con el doctor Siricca. Puedes ir a verlo al hospital esta tarde, a partir de las tres y media. Dice que estará encantado de hablar contigo.

– Gracias.

Se sentó en el sofá, junto a Heidi, y la tomó de la mano. Por la fuerza con que ella se la apretó, comprendió que no era el único que estaba deseando que llegara la noche para que se quedaran a solas. Pero, mientras tanto, le quedaban algunas preguntas por hacer.