– Dime una cosa, Ed -empezó-. El último pasaje del diario dice que Amy planeaba escapar adonde nadie pudiera encontrarla. Dice que iba a utilizar el dinero que le diste para matricularse en el curso siguiente. ¿Cuándo se lo diste?
El doctor Turner dio un respingo.
– ¡Pero si no tuve ocasión de dárselo!
– Las mentiras del diario siguen apareciendo -murmuró Gideon.
– La noche de su muerte, me llamó al observatorio sobre la hora de comer para preguntarme si podía darle el dinero de la matrícula. Le dije que esa noche su madre y yo íbamos a una cena en la facultad, que volveríamos tarde y que le firmaría un cheque cuando llegáramos.
– ¿Cómo creéis que sabía que Dana estaría en casa esa noche, a pesar de que todavía era semana de exámenes en Caltech?
– Yo puedo responder a eso -dijo Christine-. Dana me llamó a la universidad esa mañana para decirme que iba de camino a casa. Había decidido terminar su memoria de final de curso en casa. A media mañana, Amy me llamó al trabajo para saber si podía darle el cheque para la matrícula. Le dije que hablara con su padre. Antes de colgar, le comenté que Dana llegaría a casa esa misma mañana -la mujer intentó controlarse-. Nunca se llevaron bien. Así que pensé que sería mejor advertirle a Amy que su hermana iba a llegar de un momento a otro. Ahora me doy cuenta de que fui yo quien… -rompió a llorar.
– No te culpes -dijo Gideon-. Amy estaba decidida a llevar a cabo su plan. Si no hubiera sido esa noche, lo habría hecho cualquier otra. Ahora que sabemos que no pensaba usar el dinero para pagar la matrícula ni para huir, es evidente que lo necesitaba para otra cosa.
– Para drogas -sugirió Ed con voz estrangulada.
Gideon asintió.
– Si se había quedado sin ellas y no tenía dinero para comprar más, es lógico que acudiera a vosotros. ¿Sabéis si os llamó desde casa? -sus padres no lo recordaban-. No importa. Quiero que solicitéis una copia de las facturas de teléfono de febrero a junio del año pasado.
– ¿Quieres también las facturas del móvil de Amy?
– Sí, todo. Intentad conseguirlas hoy mismo, si es posible.
– Lo haremos. ¿Algo más?
– Sí. Esa noche, cuando llegó la policía, uno de los agentes registró el bolso de Dana. Encontró una factura de la gasolinera Lyle por diez litros de gasolina, firmada por Dana. Tenía fecha del mismo día que murió Amy. Vi que la cargó en vuestra cuenta, en vez de pagar con tarjeta de crédito.
El doctor Turner asintió.
– Hace muchos años que tenemos una cuenta abierta en la gasolinera de Lyle. A final de mes, me pasó por allí y se la pago.
– ¿Así que Dana y Amy podían llenar el depósito siempre que querían y cargarlo a tu cuenta?
– Eso es.
La mente de Gideon se disparó, buscando nuevas posibilidades.
– Nos pasaremos por la gasolinera de camino al hospital. Me gustaría hablar con la persona que atendió a Dana.
– Te enseñaré el camino -murmuró Heidi-. Está solo a tres manzanas de aquí.
– Será mejor que nos vayamos. Todavía hay mucho que hacer antes de que acabe el día -se levantó y tiró de Heidi-. Gracias por el delicioso almuerzo, Christine. Ha sido un placer conoceros. Estoy convencido de que vuestra hija será libre dentro de poco.
La mujer se acercó a él y lo abrazó. En cuanto lo soltó, Ed le estrechó la mano con firmeza.
– Nunca podremos agradecerte lo que estás haciendo.
Gideon miró a la bella pelirroja que tenía a su lado.
– Es un placer, creedme. Ah, antes de que se me olvide, necesito alguna fotografía reciente de Dana y de Amy.
– Ahora mismo -Christine se acercó a la chimenea y le dio dos fotos de tamaño grande.
Gideon las observó detenidamente.
– Estás servirán. Os las devolveré dentro de unos días. Gracias otra vez.
Los Turner los acompañaron hasta el coche.
– Conduciré yo -musitó Heidi-. Así podrás llamar para que… para que exhumen el cuerpo de Amy.
Gideon la apretó por la cintura un momento.
Después de despedirse de los Turner, Heidi arrancó y, al ponerse en camino, dijo:
– Dana es una persona muy metódica, Gideon. Se habría asegurado de que tenía suficiente combustible para venir desde Pasadena. No creo que parara a echar gasolina estando a tres manzanas de su casa. Amy probablemente se llevó una lata de gasolina vacía y firmó con el nombre de Dana.
– Pienso lo mismo. La persona que la atendió firmó con las iniciales J.V. ¿Pertenecen a algún nombre que te resulte familiar?
Ella frunció delicadamente el ceño.
– No. Conozco a toda la gente que trabaja en la gasolinera. Quizás esas iniciales correspondan a alguien que trabajó allí temporalmente.
Gideon sacó el teléfono móvil y llamó al teniente Rodman para pedirle que solicitara la exhumación y la realización de la autopsia. Mientras esperaba que el teniente se pusiera al teléfono, miró a Heidi y se dio cuenta de que había cambiado su vida, de que lo había cambiado a él hasta el punto de que ya apenas se reconocía. Durante las últimas veinticuatro horas no se habían separado ni un momento. Y así pretendía que siguiera siendo.
Dos horas después, Gideon abrió la puerta trasera de su casa llevando en la mano la maleta de Heidi. Pokey salió a recibirlos a la cocina. Luego, Gideon tomó en sus brazos a Heidi.
– Llevo todo el día esperando este momento. Ven aquí -dijo con un murmullo ronco.
Heidi se apretó contra él con una ansiedad que más tarde la haría sonrojarse al recordarlo, y lo besó con la misma intensidad que demostraba él.
La noche anterior había sido un momento de exploración. Esa noche, Heidi se sentía como si se conocieran de toda la vida.
Gideon se estremeció.
– ¿Tienes idea de cuánto te deseo? -y entonces volvió a besarla. Al instante siguiente, la tomó en sus brazos y echó a andar por el pasillo-. Te dije que no entraría en tu habitación si no me invitabas. Pero no dije nada de que tú entraras en la mía.
Heidi sintió que su corazón se fundía con el de Gideon cuando este cruzó el umbral de la habitación con ella en brazos. Luego se tumbaron en la cama y todos sus pensamientos se disolvieron. Llena de deseo, se apretó contra él ansiosamente.
Pero de repente oyeron ladridos en el comedor.
– ¿Papá? ¿Dónde estás?
Kevin.
Gideon se apartó de ella.
– No puedo creerlo. Debe de haber venido en autobús.
– ¿Papá? -gritó el chico.
Heidi se levantó y se alisó la falda y la blusa.
– Espera un minuto, hijo -Gideon se metió la camisa bajo la cinturilla de los pantalones-. Ahora mismo salgo.
– No le digas que estoy aquí -le suplicó ella.
– Verá tu maleta en la cocina. ¿No te das cuenta de que esto tenía que suceder tarde o temprano? -abrió la puerta de la habitación.
Ella sacudió la cabeza.
– No quiero que sufra por mi culpa.
– Debe acostumbrarse a la idea de que tengo que vivir mi vida. Vamos. Sea cual sea el problema, lo afrontaremos juntos.
No había salida, pero Heidi no deseaba ver el sufrimiento reflejado en los ojos de Kevin.
Mientras recorrían el pasillo, Gideon la tomó de la mano y se negó a soltarla. Pero al entrar en el comedor, se quedó helado.
Sentada en el sofá, junto a Kevin, había una atractiva mujer rubia de unos treinta y cinco años. Elegantemente vestida con un traje de ante de color pardo, tenía las piernas cruzadas de una forma que subrayaba su elegancia. El parecido entre madre e hijo era notable. La mujer ignoraba al perro, que se había subido a las rodillas de Kevin y no dejaba de lamerlo.
– Hola, Gideon. Seguro que te sorprende verme, pero no creo que te importe que haya venido con Kevin cuando sepas lo que tengo que decirte -clavó sus ojos marrones en Heidi y la miró de arriba abajo, como si fuera simplemente un objeto extraño-. Ya que Gideon no se ha molestado en presentarnos, supongo que me toca a mí hacer los honores. Soy Fay Doctorman, la madre de Kevin. Mi hijo me dijo que la novia de su padre era pelirroja. No creo que haya dos pelirrojas en su vida, así que supongo que tú eres Heidi.