– Ella te quiere, papá.
– No estoy tan seguro.
– Yo sí. Esa noche, en clase, cuando le dijiste que estabas divorciado, se le puso una cara de alegría… A mí me sentó mal -reconoció en voz baja-. Y luego, en el restaurante, antes de que se diera cuenta de que yo estaba allí, Brad me dio un codazo y me dijo: «¡Vaya! Tu padre tiene en el bote a esa pelirroja».
Gideon sacudió la cabeza, riendo suavemente.
– No lo sabía.
En realidad, apenas podía creerse que estuvieran manteniendo aquella conversación. Pero se alegraba de ello. Su amargura empezó a disiparse.
– Papá, a partir de ahora prometo ser amable con Heidi.
Gideon notó que se le encogía el corazón y le dio a Kevin otro abrazo.
– No podría pedir más.
– ¿Y si mañana viene mamá?
– Que venga.
– ¿Aunque Heidi esté aquí?
A Gideon le gustó cómo sonaba aquello. Todavía faltaba algún tiempo para que Kevin aceptara del todo la situación, pero estaban haciendo progresos.
– Por supuesto. Con el tiempo, tu madre acabará haciéndose a la idea.
– Sí -Kevin se levantó de la cama-. Además, mamá no tiene derecho a decir nada. Tú tuviste que acostumbrarte a Frank.
«Bueno, bueno, bueno», pensó Gideon.
– Buenas noches, papá. Hasta mañana. Vamos, Pokey -apagó la luz al salir de la habitación.
Gideon se deslizó bajo la sábana de mucho mejor humor. Si no hubiera sido tan tarde, habría llamado a Heidi para decirle lo que había pasado. Deseó que estuviera allí en ese momento. En su cama. En sus brazos. La deseaba tanto…
Transcurrieron diez minutos.
Max aún no lo había llamado, lo cual significaba que debía pasar algo. Gideon tendría que esperar hasta el día siguiente para averiguarlo. Dejando escapar un suspiro, se tumbó boca abajo, intentando dormir.
Cuando al fin sonó el teléfono, miró el reloj y vio, asombrado, que había dormido toda la noche y que eran ya las siete de la mañana.
Descolgó el teléfono, figurándose que sería Max.
– Aquí Poletti.
– Hola, Gideon.
Era la voz de Heidi. El hecho de que llamara tan temprano solo podía significar que había algún problema. Gideon se sentó, temiendo que inventara alguna excusa para que no se vieran ese día.
– ¿Qué sucede, Heidi?
– Supongo que la vida de detective te hace sospechar automáticamente cada vez que te llaman -bromeó ella.
Gideon respiró aliviado.
– Es verdad, lo siento.
– Quería hablar contigo antes de que salieras de casa. Mis padres quieren conocerte. Cuando dejes a Kevin en el colegio, ¿podrías pasarte por su casa? Estás invitado a desayunar -él cerró los ojos con fuerza. Estaba esperando la oportunidad de conocerlos-. Yo me voy ahora, a ayudar a mamá a prepararlo todo. También ha invitado a los Turner. Cuando le dije a mi madre que esta misma mañana sabrías los resultados de la autopsia, pensó que debíamos reunirnos todos para animarlos, sea lo que sea lo que descubra el doctor Díaz.
Gideon notó el temblor de su voz. Del resultado de la autopsia dependían muchas cosas. Nadie lo sabía mejor que Heidi.
– Estaré allí a las nueve menos cuarto. Dale las gracias a tu madre de mi parte.
– Ya lo he hecho. Hasta dentro de un rato -la línea quedó muerta.
Gideon colgó, sintiendo que necesitaba hacer algo para desfogar el estallido de alegría que se había apoderado de él.
– ¿Kevin? -saltó de la cama y corrió a la habitación de su hijo. Pokey salió a la puerta, saltando y ladrando-. ¡Hora de meterse en la ducha! ¡Arriba, campeón!
– ¡Cielo santo, papá! ¿Qué te pasa?
– Te lo contaré de camino al colegio. Pokey. Voy a darte el desayuno. Lástima que no sea tan bueno como el que me espera a mí.
Aquellas palabras resultaron proféticas. Marjorie Ellis había preparado un desayuno suculento a base de jamón, huevos al plato, bizcochos, barquillos de chocolate y una piña jugosa y suculenta.
Heidi le llenó tantas veces el plato que, al final, Gideon apenas podía moverse. Y, en realidad, no sintió ningún deseo de moverse cuando Heidi se sentó a su lado, en el sofá. Todo el mundo se había acomodado en el cuarto de estar de los Ellis para disfrutar del café. Gideon no se cansaba de contemplar la panorámica sobre la bahía.
La casa parecía una versión agrandada del apartamento de Heidi por su estilo y decoración. A Gideon no dejaba de sorprenderlo cuánto se parecían madre e hija. La señora Ellis era aún una mujer muy guapa; llevaba el pelo rojo muy corto, peinado de una forma que favorecía su rostro.
Rowland Ellis era tan alto como Gideon. Tenía un porte muy digno, con sus rasgos aristocráticos y su cabello plateado. Al conocerlos, Gideon comprendió de dónde había sacado Heidi su belleza y su encanto.
Sus padres le gustaron muchísimo. Hicieron todo lo posible porque se sintiera a gusto en su casa. Y, en cuanto a los Turner, Gideon ya les había cobrado afecto.
Heidi se había acurrucado cómodamente contra él. Aquel habría sido un momento perfecto… si la vida de Dana no pendiera de un hilo.
Heidi se subió la manga de la camisa y la chaqueta del traje para mirar el reloj.
– Son las diez y cinco -musitó.
Gideon sabía qué hora era. Notó que empezaba a sudarle la frente. Si se había equivocado sobre la autopsia…
Heidi lo vio entrar en la otra habitación para hacer la llamada y cruzó los brazos sobre la cintura con fuerza. El padre de Dana se levantó de la silla y fue a sentarse con ella, pasándole un brazo por los hombros.
– Si no fuera por ti, Rosaroja, no habríamos llegado tan lejos. Pero aunque no se produzca el milagro ni siquiera con la ayuda de Gideon, Christine y yo queremos que sepas que has sido un rayo de luz en nuestras vidas. Dana te llama su ángel de la guarda -continuó con voz emocionada-. Dios obra a través de ti, querida mía. Nunca lo olvidaremos.
Heidi apoyó la cabeza en su pecho y ambos empezaron a llorar en silencio. Ella no se movió hasta que notó que su padre se ponía en pie. Entonces, alzó la cabeza. Le dio un vuelco el corazón al ver que Gideon estaba de pie, junto al piano, muy quieto.
– ¿Qué te han dicho?
Tras mirarla un momento, él posó la mirada sobre la madre de Dana. Se acercó a ella y se sentó.
– Christine -la tomó de las manos-, debería reconfortarte saber que había una razón para que el comportamiento de tu hija sufriera un cambio tan drástico. Carlos ha encontrado un tumor cerebral del tamaño de una naranja.
La exclamación de Heidi se sumó a las de los demás. El doctor Turner se levantó y se acercó a ellos.
– ¿Tan grande? -musitó, aturdido.
– Sí. Carlos me ha dicho que se llama meningioma. Estaba asombrado porque se hubiera conservado tan bien. Es uno de esos tumores que crecen lentamente. Probablemente empezó a desarrollarse en su niñez. Carlos va a analizarlo, por si fuera benigno. Lo importantes es que su desarrollo pudo provocar anormalidades en los procesos mentales y en la conducta de Amy que habrían ido empeorando con el tiempo.
– Oh, gracias a Dios, por fin tenemos una respuesta, Ed -Christine se levantó y abrazó a su marido.
Gideon lanzó a Heidi una mirada, y ella se acercó. Gideon no tuvo que decir nada. Por su forma de apretarle la mano, Heidi comprendió que había algo más. El doctor Turner miró por fin a Gideon. Secándose los ojos, le dijo:
– ¿Han encontrado algún rastro de drogas?
Gideon apretó los dedos de Heidi.
– Ha aparecido morfina en el páncreas, el hígado y el conducto urinario. Ello significa que Amy consumía heroína y que murió de sobredosis.
– ¡Gideon! -gritó Heidi, llena de alegría-. Ya podemos llamar al señor Cobb y decirle que reabra el caso -olvidándose de todo, le echo los brazos al cuello.