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– Te quiero muchísimo, Gideon. No sabes cuánto.

– ¿Tienes idea de cuánto deseaba oírte decir esas palabras? -preguntó él-. ¡Vaya momento has elegido para decírmelas!

– No lo he elegido -dijo ella-. Lo he dicho sin pensar.

– Gracias a Dios -musitó él-. Creo que sabes que me enamoré de ti la primera vez que te vi.

Heidi notó un nudo en la garganta.

– Eso esperaba… incluso antes de saber que estabas libre.

– Ahora ya no estoy libre -afirmó él con firmeza-. Me tienes atado tan fuerte que nunca te librarás de mí.

– ¿Es que crees que te dejaría escapar?

– ¿No te importa que tenga un hijo de catorce años?

– Gideon, por favor, estás hablando con una hija única que siempre deseó tener la casa llena de gente. Seguramente fue eso lo que me llevó a hacerme maestra. No te confundas. Me he enamorado de ti y de Kevin. Él forma parte de ti. Los dos sois maravillosos. ¿Me dejas que vaya a recogerlo a la escuela, Gideon? Lo llevaré a tu casa y me quedaré con él estas dos noches, si es necesario. Necesitamos tiempo para hacernos amigos. Funcionará, porque tenemos un común denominador: tú.

Hubo un momento de silencio.

– ¿Heidi?

– ¿Qué?

– Por favor, dime que esta conversación no es un sueño.

– No lo es -respondió ella con voz trémula-. Iré a buscar a Kevin a las tres, como hicimos ayer. En cuanto se monte en el coche, te llamaremos para demostrarte que todos estamos bien despiertos y esperando que vuelvas a casa.

La voz de Gideon sonó ronca al decir:

– Después de todos estos años preguntándome si mi mujer ideal existía, no creo que sepas lo feliz que soy. Te quiero, Heidi Ellis.

– Yo también a ti, Gideon. Ten cuidado -apagó el teléfono y corrió descalza al cuarto de estar, donde sus padres estaban hablando-. ¿Sabéis una cosa? -los dos rompieron a reír-. ¿Qué? -sonrió Heidi.

Su padre sacudió la cabeza.

– Ah, cariño, ya lo sabemos.

– Hace varias semanas que lo sabemos -añadió su madre.

– Soy tan feliz que creo que voy a estallar. Tenéis que conocer a Kevin. Mientras Gideon acaba de investigar el caso de Dana, yo me quedaré con su hijo un par de días.

– Tráelo aquí. Iremos a pescar.

– Estoy segura de que le encantará. Oh. Dios, ¿ya son las dos y diez? ¿Dónde están mis zapatos? Tengo que irme. Hasta luego. Gracias por todo. Creo que a Gideon le habéis encantado.

– A nosotros nos encanta él por haberle devuelto la luz a tus ojos. Ha habido momentos en que nos preguntábamos si volveríamos a verla.

– Yo no sabía que había hombres como él. Es tan… tan generoso.

– Los Turner dicen lo mismo de ti, cariño. Pero eso tu madre y yo ya lo sabíamos, por supuesto. Creo que Gideon y tú sois muy afortunados por haberos encontrado el uno al otro.

Las palabras de su padre la acompañaron durante todo el trayecto hacia el colegio de Kevin. Llegó con diez minutos de antelación. Delante del colegio había dos autobuses azules. Heidi aparcó tras ellos, pero la euforia que sentía poco antes se había desvanecido, y ahora estaba nerviosa.

Una cosa era mostrarse segura al decirle a Gideon que se ocuparía de Kevin. Y otra bien distinta mostrarse segura cuando Kevin estaba a punto de salir de clase y encontrarse a la novia de su padre esperándolo.

En el peor de los casos, Kevin le pediría que lo llevara al trabajo de su madre. Heidi estaba preparada para eso, pero esperaba; contra toda esperanza, que le diera una oportunidad.

El colegio empezó a vaciarse en cuanto sonó la sirena. Heidi salió del coche y se acercó al poste de la bandera, donde estaba segura de que Kevin la vería. Pasaron varios minutos antes de que lo viera andando junto a otro chico que le resultaba familiar. Debía de ser Brad, el amigo de la fiesta de cumpleaños. Cuando estuvieron lo bastante cerca para no tener que gritar, Heidi lo llamó. Los dos chicos volvieron la cabeza hacia ella.

– ¡Hola! -Kevin pareció sorprendido, pero Heidi no vio hostilidad en sus ojos-. ¿Y mi padre?

– Está trabajando. Yo me ofrecí a venir a recogerte. ¿Te molesta?

Él se ajustó la mochila.

– No.

En un momento de inspiración, Heidi dijo:

– ¿Y tu amigo? Brad, ¿no? ¿Quieres que te lleve? Lo haré encantada.

– No, déjelo. Pensaba tomar el autobús.

– Venga, vente… -insistió Kevin.

– Tal vez te apetezca venir a casa con nosotros. Tengo teléfono móvil. Puedes llamar a tu madre y preguntarle si te deja. Dile que iremos a tomar una pizza y un helado.

– ¡Venga, hazlo!

El entusiasmo de Kevin la animó más que cualquier otra cosa. Los chicos sostuvieron una breve discusión. Heidi oyó que Brad decía algo acerca de que la madre de Kevin nunca dejaba que sus amigos se quedaran a cenar o a pasar la noche en su casa. Estuvieron cuchicheando un rato. Finalmente, Kevin dijo:

– Brad se viene con nosotros. Venga, vámonos -corrieron hacia el coche y se montaron en él antes de que Heidi se sentara tras el volante.

– Ten -le dio a Kevin el móvil-. Tu padre quiere que lo llames. ¿Por qué no lo llamas primero, y luego Brad llama a su casa?

– De acuerdo. Gracias.

Al cabo de un momento lo oyó hablar con Gideon. Parecía contento y animado. Un par de minutos después, Kevin le pasó el teléfono.

– Papá quiere hablar contigo.

Se oyeron más murmullos en el asiento trasero mientras Heidi se acercaba el teléfono al oído.

– ¿Gideon?

– ¿Va todo bien por ahora? -preguntó él.

– Sí.

– Le he dicho que puede que no vaya por casa en un par de días, y que te has ofrecido a quedarte con él. Se lo ha tomado muy bien.

– Me alegro mucho. ¿Qué te parece que Brad se quede a pasar la noche con nosotros?

– ¿Tú quieres?

– Creo que tal vez así Kevin se sienta más a gusto, teniendo en cuenta que es la primera noche que se queda solo conmigo.

– Está claro que tienes buen instinto. Me parece muy bien. Pero ojalá pudiera asistir a vuestra fiesta de pijamas. Te garantizo que tú al menos no ibas a pegar ojo.

– ¡Gideon! -Heidi se puso colorada.

– Eso es lo que pasa cuando dos personas que se aman locamente se van de luna de miel. No te entendí mal, ¿verdad? Vas a casarte conmigo, ¿no?

Heidi no podía creer que se le estuviera declarando mientras los chicos estaban atentos a cada palabra de su conversación.

– ¡Sí! -gritó.

Él se echó a reír alegremente.

– Bien. Hablaremos de los planes de boda la próxima vez que te tenga en mis brazos. Si voy demasiado deprisa para ti, no pienso disculparme.

– No quiero que te disculpes. Deseo lo mismo que tú. Y cuanto antes.

– Sabes elegir el momento, ¿eh, Heidi? Pues deja que te advierta que yo también.

La línea quedó muerta.

A Gideon no dejaba de asombrarlo que, a cualquier hora del día o de la noche que fuera a los calabozos de la comisaría, estos siempre rebosaban de gente. Sobre todo, los sábados por la mañana. En efecto, los calabozos eran un hervidero de detenidos como Manny Fleischer, que a menudo se ponían violentos, de modo que resultaban un submundo particularmente desagradable.

Esa mañana, a las cinco y media, Gideon había llamado a John Cobb. El abogado le había dicho que se encontraría con él en la comisaría a las siete. Gideon estaba sentado en una silla, con la cabeza apoyada contra la pared, intentando descabezar un sueño mientras aguardaba.

La tarde anterior, Max y él habían detenido a Fleischer en la escuela, con la ayuda de Kristen y Stacy. Pero el conserje no había accedido a hablar hasta esa mañana.

Gideon había mandado a Max a casa, con Gaby, unas horas antes. La idea de un hogar tenía ahora un nuevo significado para Gideon. Heidi le había dejado un mensaje en el buzón de voz, diciéndole que Kevin y ella habían pasado la noche del viernes en casa de sus padres y que ese día pensaban ir a pescar.