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– Gracias -dijo ella.

– De nada -sus ojos parecían reír-. ¿Qué más puedo hacer por ti?

– Nada. Ya me iba. Debo pagar la matrícula antes de que se vaya la secretaria.

– Yo tengo que llevar la hoja de asistencia, así que te acompaño.

Gideon esperó mientras ella apagaba las luces y cerraba la puerta con llave. Después, echaron a andar por el pasillo. Heidi se sentía tan turbada por la presencia física de Gideon que le resultaba difícil actuar con naturalidad. Jeff, su antiguo novio, era un hombre mucho más bajo y de complexión mediana. La figura alta y corpulenta del detective Poletti constituía toda una revelación para ella. Sin embargo, no quería comportarse como las otras mujeres de la clase, que ya habían dejado patente la atracción que sentían por él.

– No serías detective en otra vida, ¿verdad? -preguntó él.

Ella se echó a reír suavemente, sin mirarlo.

– No. Sencillamente se me ocurrió que, tratándose de un caso de envenenamiento, habría que hacer mucho trabajo forense para desenmascarar al culpable.

– Apuesto a que tus alumnos de geografía no te dan gato por liebre -bromeó él.

– No creas. Los chicos de ahora son cada vez más listos.

– Tienes razón -murmuró él-. Sobre todo, en las calles.

Heidi giró la cabeza y alzó la vista hacia él.

– ¿Nueva York es muy distinto?

– No. En todas partes hay bandas.

– Lo sé. La situación es trágica y parece empeorar de día en día.

Gideon entró tras ella en el despacho de secretaría de la escuela municipal.

– ¡Hola! -los saludó Carol, posando su mirada en el hombre que acababa de darle la hoja de asistencia.

– Hola, Carol -dijo Heidi, intentando llamar su atención-. ¿Cuánto te debo por el curso? El detective Poletti ha tenido la amabilidad de admitirme -abrió el bolso y sacó la chequera.

– Ponlo a nombre de la Escuela Municipal. Son cien dólares.

– ¿Solo?

El detective esbozó una sonrisa.

– ¿Acaso no sabes que los policías, igual que los maestros, no trabajamos por dinero?

– Pero no es justo. Teniendo en cuenta todas las veces que tendrás que desplazarte hasta aquí, acabarás gastándote el sueldo del curso en gasolina.

Él se echó a reír.

– Eso no me importa, pero agradezco tu preocupación -sus ojos se encontraron.

Heidi notó que se le aceleraba el pulso al darse cuenta de que parecía estar esperándola. Firmó el cheque y se lo entregó a Carol.

– Gracias. Hasta luego.

– Buenas noches -dijo Carol cuando salieron de la oficina y se encaminaron a las puertas que daban al aparcamiento norte.

Gideon abrió la puerta para dejar pasar a Heidi.

– ¿Dónde está tu coche?

– Ahí enfrente, en el aparcamiento de profesores.

– Antes de que te vayas, quisiera saber si también eres escritora.

– No, no tengo tanta paciencia.

– Yo tampoco. En fin, dadas las circunstancias, no hace falta que me entregues la sinopsis.

– La verdad es que, eh, me gustaría entregártela. No quiero que los demás piensen que me das trato de favor porque no vine a la clase del miércoles, o porque estás utilizando mi aula.

Él sonrió.

– Entonces espero una obra maestra.

Heidi sabía que estaba bromeando, pero resultaba difícil pensar en el caso de Dana como en una obra maestra.

– Ahora has conseguido ponerme nerviosa.

En ese momento salieron del edificio varias madres que saludaron a Heidi. Esta observó sus miradas curiosas al ver a su lado al atractivo detective. Les devolvió el saludo, fingiendo que no sabía lo que estaban pensando. Temiendo que el detective creyera que se demoraba por él, dijo:

– Se me está haciendo tarde, así que buenas noches. Gracias otra vez por admitirme en la clase.

– Ha sido un placer. Hasta el miércoles.

Ella se acercó apresuradamente a su coche, notando que las piernas le flaqueaban. Cuando se sentó tras el volante, Gideon ya había desaparecido entre el gentío que salía del edificio.

Pero qué más daba. Era absurdo fantasear con un hombre que seguramente estaba casado o vivía con alguien. Lo único que debía preocuparla era sacar el mayor provecho posible de aquellas clases. Cuanto aprendiera allí le serviría para empezar a buscar las pruebas ocultas que podían llevar a la reapertura del caso de Dana. O, al menos, le serviría para evaluar la capacidad de un detective privado, si era que decidía contratar a alguno.

Sin embargo, quitarse al detective Poletti de la cabeza resultaba sumamente difícil. El sábado por la tarde, Heidi seguía intentando no pensar en él mientas escribía su sinopsis y hacía los deberes que Gideon les había mandado.

Empezaba a sospechar que aquel hombre se aposentaría para siempre en su cabeza.

Capítulo 3

Gideon lanzó el disco una última vez, y una ráfaga de viento lo desvió de su trayectoria. El verde disco de plástico pasó rozando la cabeza rubia de Kevin y habría desaparecido entre el oleaje de no ser por Pokey.

– ¡Buen chico! -gritó Kevin cuando el perro saltó en el aire y atrapó el disco.

– Vámonos a casa.

– Todavía no, papá.

– Tenemos que irnos. Me prometiste hacer los deberes antes de que te lleve a casa de tu madre. Ya sabes que solo te ha dejado venir este fin de semana por ser mi cumpleaños.

– Lo sé. Y eso significa que no podré venir el fin de semana que viene.

– Sí, pero pasaremos juntos el viernes por la tarde. Bueno, solo nos queda una hora. Te echo una carrera hasta casa.

Su casa de estilo ranchero, situada a solo dos manzanas del mar, tenía fácil acceso a la playa a través de un callejón cercano.

Gideon echó a correr. Al mirar hacia atrás, vio que su hijo iba pisándole los talones y que Pokey corría a su lado. El perro vivía con Gideon, pero adoraba a Kevin y disfrutaba de cada momento que pasaban juntos. Fay se negaba a tener animales en casa, y Kevin no conseguía hacerle cambiar de opinión por más que insistía. Pero, como siempre, padre e hijo habían aprendido a adaptarse a las circunstancias.

Unos minutos después, Kevin sacó su libro de matemáticas de la mochila y se sentó a la mesa del comedor para hacer los deberes. Gideon fue a buscar las sinopsis que se había llevado a casa y se sentó junto a su hijo. Pokey se tendió en el suelo, entre los dos. Kevin observó con curiosidad los papeles de su padre.

– ¿Qué haces, papá?

– Deberes, igual que tú.

El chico se echo a reír.

– Anda ya.

– Es verdad. Tienes delante al nuevo profesor de criminología del programa de educación para adultos de la junta de distrito.

– ¿Me tomas el pelo?

– No. Tengo once alumnos matriculados en la escuela municipal.

«Entre ellos, la mujer más guapa que he visto en mi vida. Y las más enigmática».

– No lo sabía.

– ¿Cómo ibas a saberlo? A Daniel Mcfarlane tuvieron que operarlo de urgencia el viernes por la mañana, y me pidió que diera el curso en su lugar.

– ¿Qué le pasa?

– Tiene cáncer, pero creo que la operación solucionó el problema. Con un poco de quimioterapia, se pondrá bien.

– Me alegro -la voz de su hijo se desvaneció-. Eh, papá… ¿tus alumnos te hacen caso?

Gideon se echó a reír.

– Por ahora, no he tenido ningún problema.

– ¿Enseñar es divertido?

– Pues la verdad es que sí.

– ¿Cuánto tiempo vas a ser profesor?

– Aún no lo sé. Seguramente hasta mediados de mayo.

– ¿Tanto? -exclamó Kevin-. ¿Cuándo son las clases?

Cualquier cambio en la rutina de Gideon trastornaba a su hijo si no se tenía cuidado.

– Los miércoles y los viernes a última hora de la tarde.