Kevin puso mala cara.
– ¡Pero esas son las tardes que pasamos juntos! ¿Por eso el viernes fuiste a buscarme tan tarde?
– Sí. Pero he estado pensando en ello. ¿Qué te parecería acompañarme a clase? -preguntó Gideon antes de que su hijo llegara a una conclusión equivocada-. Podrías hacer los deberes mientras ves cómo doy clase. Cenaremos en el Jolly Roger primero, y luego iremos a tomar un helado.
– ¿Me dejas ir?
– Claro -las lágrimas que amenazaban con caer desaparecieron de los ojos del chico-. Sé que esto supone un cambio en nuestra rutina, pero no podía decirle que no a Daniel, ¿no te parece?
– Sí, claro. ¿Puedo llevar a Pokey?
– ¿A ti te dejan llevar perros a la escuela? -replicó Gideon.
Kevin dio un suspiro.
– No.
– ¿Sabes qué? Los miércoles saldré pronto de trabajar e iré a buscarte a la salida del colegio. Iremos al parque o a la playa a jugar con Pokey hasta que llegue la hora de irnos a clase. ¿Qué te parece?
– De acuerdo, ¿pero y los viernes?
– Los viernes no puedo salir antes. Pero los fines de semana que te toque pasar conmigo, puedes acompañarme a clase. Esas noches iremos a cenar después de clase.
– ¿Por qué te lo pidió Daniel precisamente a ti?
«Kevin, Kevin…»
– Creo que ya sabes la respuesta a esa pregunta.
Su hijo bajó la cabeza.
– Sí. Sois buenos amigos. Ojalá mamá me dejara vivir con…
– Ya hemos hablado de eso, hijo. Y estaremos juntos, aunque sea en clase. Además, así sabrás cómo me gano la vida.
– Eso ya lo sé -dijo el chico con fastidio.
Kevin estaba pasando por una etapa en la que lo angustiaba constantemente que Gideon resultara muerto en acto de servicio. Gideon le decía que ser detective era mucho más seguro que patrullar por las calles. Sin embargo, la angustia persistía.
– ¿Quieres que te lea las historias de mis alumnos? -dijo, decidiendo que en ese momento era más importante ofrecerle un poco de distracción que exigirle que acabara los deberes. Eso podía hacerlo en casa de Fay.
– ¿Qué historias?
– Mis alumnos son escritores de novelas de misterio -salvo una, que tenía un motivo completamente distinto para asistir a sus clases. Heidi Ellis representaba un misterio en sí misma. Un misterio que Gideon estaba empeñado en resolver.
– ¿Escritores de novelas de misterio?
– En efecto. Quieren saber qué sucede en la escena de un crimen desde el punto de vista de un detective. Yo les enseñaré el procedimiento paso a paso.
– Parece interesante.
La luz había vuelto a los ojos de su hijo. Gracias a Dios.
El domingo por la noche, a las once, Heidi acabó de corregir los deberes de sus alumnos y de revisar los suyos y se preparó para irse a la cama. Mientras se lavaba los dientes sonó el teléfono. Esperanzada, se aclaró la boca y corrió a la habitación para contestar al teléfono.
– ¿Hola? -dijo ansiosamente.
– ¿Ellis? Soy John Cobb.
Llena de alivio, Heidi se sentó al borde de la cama.
– Gracias por llamarme. Sé que ha estado fuera de la ciudad y lamento molestarlo en su casa, pero estoy desesperada por ayudar a Dana. Ya casi no se tiene en pie.
– Oí su mensaje hace un rato y ya he llamado al médico de Dana y al juez. Conseguiremos una orden para que el médico de la prisión le proporcione los medicamentos que necesita.
– Oh, gracias -musitó Heidi.
– Permítame asegurarle que estoy tan ansioso como usted porque aparezcan nuevas pruebas que permitan la reapertura del caso.
Ella agarró el teléfono con más fuerza.
– Por eso lo llamé. ¡Yo encontraré esas pruebas!
Se produjo un breve silencio al otro lado de la línea.
– Tendrían que ser pruebas concluyentes. Ron Jenke, el fiscal, goza de una reputación formidable porque siempre gana sus casos. Presentó el caso de Dana ante el jurado como si estuviera claro como el agua. Lo cual significa que, dado que usted y yo sabemos que Dana es inocente, debemos acercarnos al caso desde una perspectiva totalmente nueva. Por desgracia, el detective privado que contrataron los padres de Dana después del juicio no halló nada significativo y ha dejado el caso.
– Lo sé -murmuró ella-. El domingo pasado, cuando fui a la cárcel, Dana me dijo que no había esperanzas. Pero yo le aseguré que se equivocaba y le prometí que la próxima vez que fuera a verla le llevaría buenas noticias.
– Señorita Ellis, estoy seguro de que es consciente de que su caso requiere al mejor investigador que pueda conseguirse. Tendría que ser alguien que mirara el caso desde un punto de visto totalmente distinto. Alguien que no se deje intimidar por Jenke, ni persuadir por las pruebas que condenaron a Dana. Hay investigadores así, pero cuesta encontrarlos, y más aún convencerlos para que acepten un caso cerrado.
Desde la clase del viernes, Heidi tenía constantemente en la cabeza la imagen de Gideon Poletti.
– Yo… he encontrado al mejor de los mejores. Deme un poco de tiempo y creo que conseguiré persuadirlo para que acepte el caso de Dana.
– Bien hecho. Yo la ayudaré en todo lo que pueda. Recemos para que el resultado sea distinto. Porque estoy convencido de que Dana es inocente.
– Sí, lo es. Y yo no descansaré hasta que vuelva a casa. Dadas las circunstancias, mis padres y yo queremos que sea usted nuestro abogado para intentar ayudar a Dana. Les diremos a los Turner lo que pensamos hacer. Ahora mismo están tan destrozados que tal vez esto les dé un poco de esperanza.
– Son más afortunados de lo que creen por tener amigos como ustedes.
– Dana y yo crecimos puerta con puerta, señor Cobb. Yo soy hija única y no podría querer a una hermana más de lo que la quiero a ella. En cuanto a mis padres, la quieren como a una hija. Lucharé para sacarla de la cárcel, cueste el tiempo que cueste.
– Le aseguro que haré todo lo que esté en mi mano para ayudarla. Llámeme cuando quiera que nos veamos.
– Muchísimas gracias. En los próximos días le enviaremos un cheque por correo.
– No se preocupe por eso ahora, señorita Ellis. Y buena suerte. Confío en tener noticias suyas muy pronto.
Cuando colgó el teléfono, Heidi estaba más convencida que nunca de que un hombre con la reputación de Daniel Mcfarlane habría buscado al mejor detective para que lo sustituyera. Si el detective Poletti no conseguía reunir nuevas pruebas, nadie podría hacerlo.
Pero el señor Cobb tenía razón en una cosa. Su profesor era un ser humano con una vida privada y una carrera que tal vez le hicieran imposible ocuparse del caso de Dana.
Heidi tenía que conseguir que se interesara por su amiga. Y la mejor manera de hacerlo era asegurarse de que su sinopsis fuera, en efecto, una obra maestra.
– ¡Ahí está Max, papá! -Kevin empezó a agitar el brazo.
Gideon giró la cabeza y vio que su mejor amigo atravesaba el salón lleno de gente del Jolly Roger. Eran amigos desde hacía dieciocho años o más, y Gideon podía decir sin reparos que nunca lo había visto tan feliz. El matrimonio había transformado a Max. Y la noticia de que iba a ser padre mantenía una perpetua sonrisa en su cara.
– Eh, Kevin, ¿qué tal te va? -el hombre alto y de pelo negro dio una palmada a Kevin en el hombro y se sentó en un taburete, junto a él.
– Muy bien. ¿Dónde está Gaby?
– Ha tenido que ir a un seminario después del trabajo.
– Mierda -masculló Kevin.
Gideon sonrió.
– Así que, como te has quedado solo, has decidido aceptar nuestra invitación. Supongo que somos mejor que nada.
Max sonrió. Estaba locamente enamorado de su mujer, pensó Gideon por enésima vez.
Gideon se había enamorado de Fay a los veintidós años. Entonces creía que ella también lo amaba. Pero sus infidelidades antes y después de su boda habían destruido esa creencia.