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Lo decisivo era que Robert estaba ya libre y podía casarse con ella. Toda la Corte, todo el Reino, y, pensaba yo, toda Europa estaban esperando su reacción. Había algo claro: si se casaba con Robert Dudley la considerarían culpable, y esto era lo que temían hombres como mi padre.

Lo primero que hizo Isabel fue alejar a Robert de la Corte, medida muy prudente. No debían verles juntos para que no se ligase en modo alguno a la Reina con el triste suceso.

Robert, que manifestaba gran aflicción (fuese fingida o no), aunque quizá pudiese haberle afectado mucho lo sucedido pese a haberlo preparado, envió a su primo Thomas Blount a Cumnor Place para que se hiciese cargo de la situación y hubo luego una investigación cuyo veredicto fue muerte accidental.

¡Qué irritable estaba Isabel en las semanas siguientes! Qué fácil era ofenderla. Nos soltaba maldiciones (era capaz de maldecir como su padre, decían, y le gustaba mucho utilizar las maldiciones favoritas de éste) y nos daba pellizcos y bofetones. Creo que en su interior estaba atormentada. Quería a Robert y sin embargo sabía que casarse con él equivalía a admitirse culpable. Sabía que en las calles de las ciudades la gente hablaba de la muerte de Amy Dudley, y que se recordarían las palabras de Madre Dowe. Sus súbditos sospechaban de ella; si se casaba con Robert, jamás volverían a respetarla. Una reina debía estar por encima de las pasiones vulgares. Pasarían a considerarla sólo una mujer débil y pecadora. Y ella sabía que si quería seguir conservando la relumbrante corona debía conservar la devoción de su pueblo.

Al menos, eso suponía yo que ocupaba sus pensamientos cuando se retiraba ceñuda a sus habitaciones. Pero luego empecé a pensar que me equivocaba.

Robert volvió a la Corte. Altanero y audaz, seguro de que pronto sería el esposo de la Reina. Pero al poco tiempo, se le veía cabizbajo y ceñudo y yo, junto con el resto del mundo, deseaba saber a toda costa qué se decían cuando estaban solos.

Ahora creo que ella no tuvo que ver nada con la muerte de Amy, que en cierto sentido no tenía ningún deseo de casarse con Robert. Prefería seguir siendo inalcanzable, como lo había sido mientras la esposa de éste vivía. Quería que Robert tuviese una mujer olvidada y no una mujer muerta. Quizás ella no desease el matrimonio porque, de un modo extraño, le temía. Lo que ella quería eran relaciones románticas. Quería admiradores ávidos de su amor; pero no quería una coronación de este amor que constituyese para ellos un triunfo y para ella una aflicción.

Me pregunto si era eso realmente lo que ella sentía. Fuese cual fuese el motivo, no se casó con Robert. Era demasiado astuta para ello.

Y por entonces conocí a Walter Devereux

El primer encuentro

…y ella misma (Isabel) le ayudó a ponerse la capa,

mientras él permanecía arrodillado ante ella,

con gran gravedad y discreta actitud, pero la Reina

no pudo contenerse y le puso la mano en el cuello

y le hizo cosquillas, sonriendo, estando yo y el

embajador francés a su lado.

El embajador escocés, Sir James Melville, cuando se proclamó a Robert Dudley Conde de Leicester.

Ella (Isabel) dijo que no pensaba casarse nunca… yo dije: «Majestad, no necesitáis decírmelo. Conozco vuestro temple. Pensáis que si os casaseis seríais sólo Reina de Inglaterra. Y ahora sois Rey y Reina al mismo tiempo. Vos jamás podríais sufrir un amo.»

Sir James Melville.

Por Dios, caballero, os he hecho grandes mercedes, pero no acaparéis mi favor hasta el punto de que no pueda favorecer a otros… Aquí sólo puede existir un ama y ningún amo.

Isabel a Leicester

fragmenta Regalia

Me casé con Walter en 1561, cuando cumplí los veintiún años. A mis padres les satisfacía mucho el enlace y la Reina dio en seguida su consentimiento. Walter era el segundo vizconde de Hereford por entonces, y tenía más o menos mi edad y, dado que su familia gozaba de elevada posición, se consideró un buen matrimonio. La Reina comentó que era hora de que yo tuviese un marido, lo que despertó en mí cierto recelo hasta el punto de preguntarme si se habría dado cuenta de que mis ojos solían desviarse hacia Robert Dudley.

Yo había llegado a la conclusión de que Robert no se casaría más que con la Reina. Walter me había pedido varias veces que fuese su mujer. Yo le tenía mucho cariño y mis padres deseaban aquel matrimonio. El era joven y, como indicaba mi padre, parecía tener un buen futuro, que le mantendría en la Corte, así que le elegí entre varios candidatos y me preparé para la vida matrimonial.

Me resulta difícil recordar con detalle lo que sentía por Walter hace tantos años. La Reina había insinuado que yo era una chica que necesitaba casarme… y tenía razón. Creo que durante un tiempo pensé incluso que estaba enamorada de Walter y dejé de soñar con Robert Dudley.

Después de la ceremonia, Walter y yo fuimos a su casa solariega, el castillo de Chartley, un edificio impresionante que se alzaba en el centro de una fértil llanura. Desde sus altas torres se dominaba el paisaje más bello de Staffordshire. Quedaba a unas seis millas al sudeste de la ciudad de Stafford y se hallaba situado a medio camino entre Rugby y Stone.

Walter estaba orgulloso de Chartley y yo manifesté mucho interés en la mansión dado que iba a ser mi hogar. Tenía un torreón circular y dos torres redondas que eran muy antiguas, pues habían sido construidas hacia 1220. Habían soportado ya más de trescientos años de inclemencias y parecían capaces de soportar trescientos más.

Las paredes tenían cuatro metros de ancho y tenían las troneras dispuestas de modo que pudiesen lanzarse las flechas horizontalmente, lo que convertía el castillo en una magnífica fortaleza.

En tiempos de Guillermo el Conquistador, antes de la construcción del actual castillo de Chartley, hubo allí una edificación más antigua, y el castillo se construyó sobre ella.

Pertenecía a los condes de Derby, según me explicó Walter, y pasó a la familia Devereux durante el reinado de Enrique VI, al casarse una de las hijas de los señores del castillo con Walter Devereux, Conde de Essex. Desde entonces, ha sido nuestro.

Hube de confesar que se trataba realmente de un magnífico castillo.

Fui bastante feliz en mi primer año de matrimonio. Walter era un marido dedicado, profundamente enamorado, y el matrimonio y todo lo demás se ajustaban a mi carácter. De vez en cuando, iba a la Corte y la Reina me recibía afectuosamente. Yo pensaba que la satisfacía más de lo normal el que yo me hubiese casado, lo cual indicaba que se había dado cuenta del placer que me proporcionaba la compañía masculina. Y a la Reina le irritaba que un hombre desviase su atención de ella, aunque sólo fuese unos instantes, y quizá se hubiese dado cuenta de que algunos de sus favoritos me miraban con aprobación.

Walter nunca había figurado entre los favoritos de la Reina. Carecía de aquella galantería audaz que ella tanto admiraba. Creo que Walter era de una excesiva honestidad natural que le impedía elaborar los extravagantes cumplidos que se esperaban de los favoritos y que, considerados detenidamente, resultaban bastante absurdos, en realidad. Él estaba entregado en cuerpo v alma a la Reina y a la patria; estaba dispuesto a sacrificar por ellas su vida; pero no era capaz, sencillamente, de adoptar con la Reina la actitud exigida en su círculo masculino.