Esto significaba, claro, que no estábamos en la Corte tan a menudo como antes, pero cuando íbamos, la Reina nunca olvidaba a su buena prima y deseaba siempre enterarse de cómo me iba en la vida matrimonial.
Aunque parezca extraño, yo estaba muy dispuesta en aquel primer período de casada a pasar gran parte del tiempo en el campo. Llegué incluso a tomarle cariño a aquel tipo de vida. Me interesaba por la casa. Era fría y desapacible en invierno, pero yo hacía que encendiesen buenos fuegos en las chimeneas. Establecí una serie de normas para la servidumbre. Debían levantarse a las seis en verano y a las siete en invierno. A las ocho, debían estar listas las camas y limpias las chimeneas y encenderse el fuego en ellas para todo el día. Me interesé en los jardines de césped e hice que me instruyese uno de los criados, que era especialmente diestro en el arte de la botánica. Había cuencos de flores y los colocaba por la casa. Me sentaba con las mujeres y bordaba los paños nuevos del altar con ellas. Me parece ahora casi imposible el que pudiese haberme entregado tan animosamente a la vida rural.
Cuando nos visitaba mi familia o teníamos invitados de la Corte, me enorgullecía mucho demostrar que me había convertido en una excelente ama de casa. Estaba orgullosa de mi cristalería veneciana, que tan delicadamente relumbraba a la luz de las velas llena de buen moscatel o de malvasía; y hacía que la servidumbre limpiase la plata y el peltre hasta que la mesa relumbraba. Estaba decidida a que se admirase nuestra mesa por los manjares que saboreaban en ella nuestros invitados. Me gustaba verla llena de carne y aves y pescado, de pasteles de formas caprichosas, con las que se pretendía normalmente honrar a los visitantes; lo mismo hacíamos con el mazapán y el pan de jengibre, de modo que todo causaba admiración.
La gente se quedaba maravillada. «Lettice se ha convertido en una magnífica anfitriona», decían.
Era otro rasgo de mi carácter, el querer ser siempre la mejor y aquello era para mí como un juego nuevo. Me sentía satisfecha con mi hogar y con mi marido, y me entregaba de cuerpo y alma a aquel goce.
Me gustaba pasear por el castillo e imaginar los días del pasado. Procuraba que se limpiasen regularmente los desagües para que nuestro castillo fuese menos odorífero que la mayoría. Sufríamos bastante por la proximidad de los retretes (¿pero en qué casa no sucedía eso?) e instituí la norma de que se vaciasen los nuestros cuando estuviésemos mi marido y yo en la Corte para evitar así aquel aspecto tan desagradable de la vida rural.
Walter y yo cabalgábamos por la finca y paseábamos a veces por las proximidades del castillo. Siempre recordaré el día que me enseñó las vacas de Chartley Park. Eran algo distintas a las que yo había visto en otros lugares,—Son nuestras vacas de Stafford —dijo Walter.
Las examiné detenidamente, interesada porque eran nuestras. Tenían un color blanco pajizo y manchas negras en el morro, las orejas y las pezuñas.
—Esperemos que ninguna de ellas tenga un ternero negro —me dijo Walter, y cuando quise saber por qué, me explicó—: Hay una leyenda en la familia: si aparece un ternero negro significa que morirá alguno de sus miembros.
—¡Qué absurdo! —exclamé—. ¿Cómo puede afectarnos el nacimiento de un ternero negro?
—Es una de esas historias que acompañan a familias como la nuestra. Todo empezó cuando la batalla de Burton Bridge en la que pereció el propietario y el castillo pasó temporalmente a otras manos.
—Pero volvió de nuevo a la familia.
—Sí, pero fue un período trágico. Nació por entonces un ternero negro, y por eso se dijo que los terneros negros significaban el desastre para la familia Devereux.
—Entonces tenemos que procurar que no nazcan más.
—¿Cómo?
—Librándonos de las vacas.
Se echó a reír cariñosamente.
—Querida Lettice, eso sería sin duda desafiar al destino. Estoy seguro de que el castigo por tal acción sería mayor que la desgracia que pudiese acarrear el nacimiento de un ternero negro.
Contemplé a aquellas criaturas plácidas de grandes ojos y dije:
—Por favor, no tengáis ningún ternero negro.
Y Walter se echó a reír y me besó y me dijo que se sentía muy feliz de que yo, tras mucha insistencia de su parte, hubiese aceptado casarme con él.
Había, por supuesto, una razón de que estuviese tan contenta. Estaba embarazada.
Mi hija Penèlope nació un año después de la boda.
Disfruté de las alegrías de la maternidad y, por supuesto, mi hija era más bella, más inteligente y mejor en todos los sentidos que cualquier hija que hubiese podido nacer hasta entonces. Estaba también muy contenta de encontrarme allí en Chartley con ella y no podía soportar la idea de abandonarla por mucho tiempo. Walter creía por entonces que había encontrado la mujer ideal. El pobre Walter siempre fue hombre de poco juicio.
Sin embargo, cuando aún andaba cantándole nanas a mi hija, quedé de nuevo embarazada, aunque no experimenté en modo alguno el mismo éxtasis. Jamás me había absorbido durante mucho tiempo ninguno de mis entusiasmos, y los meses de embarazo me resultaron fastidiosos. Penélope empezaba a mostrar un carácter muy independiente, lo que no la hacía ya la niña dócil que había sido; y yo empezaba a pensar cada vez con más añoranza en la Corte y a preguntarme qué estaría pasando allí.
De vez en cuando me llegaban noticias, y gran parte de ellas se referían a la Reina y a Robert Dudley. Suponía lo irritado que Robert debía estar por la constante negativa de Isabel a casarse con él ahora que era de nuevo libre. Ay, pero ella era demasiado astuta para casarse. ¿Cómo iba a poder casarse con él y eludir los rumores de escándalo? Jamás podría. Si se casaba, siempre sería sospechosa de complicidad en el asesinato de Amy Dudley. La gente aún hablaba de ello, incluso en sitios apartados como Chartley. Había quien murmuraba que existía una ley para el pueblo y otra para los favoritos de la Reina. Había pocas personas en Inglaterra que no creyesen a Robert, por lo menos, culpable del asesinato de su esposa.
Aunque parezca extraño, el efecto que esto producía en mí era que Robert me resultase más fascinante que nunca. Era un hombre fuerte, un hombre que sabía abrirse camino. Me entregaba a fantasías con él y me entusiasmaba que la Reina jamás pudiese hacerle su marido.
Walter seguía siendo un buen esposo, pero aquel encanto que antes encontraba en mi compañía (y que le había empujado hacia mí) ya no existía. Supongo que un hombre no puede seguir siempre maravillándose de la pericia sexual de su esposa. A mí, desde luego, no me emocionaba la suya, que nunca me había parecido más de lo que una pudiese esperar de la generalidad de los hombres. Sólo por mis ansias de conocer tales experiencias, me había satisfecho al principio. Pero luego, con una hija de un año y otro hijo a punto de nacer, atravesé un período de desilusión y, por primera vez, empecé a ser infiel… con el pensamiento.
No podía ir a la Corte debido a mi estado, pero andaba siempre deseosa de saber lo que pasaba allí. Walter volvió a Chartley con noticias de que la Reina estaba enferma y no parecía probable que sobreviviese a su enfermedad.
Sentí una depresión terrible, me sentí frustrada… lo que resultaba extraño pues no podía adivinar el futuro. Quizá fuese una suerte que no pudiese hacerlo, aunque de haber podido, no sé si hubiese actuado de modo distinto. Lo dudo.
Walter estaba caviloso y sombrío y supongo que mis padres también se preguntaban qué sucedería en el país si moría la Reina. Existía la posibilidad de que se le ofreciese el trono a María, Reina de Escocia, que se había visto obligada a abandonar Francia al morir su joven esposo Francisco Deux.