Cuando nos enteramos de que otro de sus pretendientes, Eric de Suecia, se había enamorado románticamente, Isabel no podía dejar de repetir aquella historia. Eric había visto a una hermosa muchacha llamada Catherine vendiendo nueces a la entrada de Palacio y se había enamorado de ella hasta el punto de hacerla su mujer. Era como un cuento de hadas, decía Isabel. Una historia conmovedora. ¡Pero qué suerte había tenido la pobre Catherine de que Isabel hubiese rechazado a Eric! En realidad, decía, Cathe debía estarle tan agradecida a ella como a su amado. Pero era evidente que un hombre capaz de casarse con una vendedora de nueces no era digno consorte de la Reina de Inglaterra.
Le encantaba hablar de sus pretendientes. Me hacía sentarme muchas veces a su lado y me narraba los detalles de las propuestas de matrimonio que le habían hecho.
—Y aquí sigo, virgen aún —decía, suspirando.
—Pero no por mucho tiempo, Majestad —dije yo.
—¿Eso creéis?
—Son tantos los que aspiran a ese honor, Majestad… Acabaréis sin duda decidiéndoos a aceptar a uno y a hacerle el hombre más dichoso de la tierra.
Tenía los ojos entreabiertos. Supongo que pensaba en su Dulce Robin.
Desde que se enteró de que el archiduque Carlos había propuesto matrimonio a María, Reina de Escocia, hacía mucho más caso al embajador escocés, Sir James Melville. Tocaba para él la espineta (manejaba con gran habilidad este instrumento), cantaba y sobre todo bailaba, pues de todas las actividades sociales la danza era su preferida y, como ya he dicho, en la que más destacaba. Era tan esbelta y se desenvolvía con tal dignidad que siempre habría sido elegida reina en una sala de baile.
Le preguntaba a Melville si le había gustado la actuación y siempre le pedía que dijese si lo hacía mejor o peor que su soberana, la Reina de Escocia.
Yo, y otras damas de la Corte, solíamos reírnos mucho de los esfuerzos del pobre Melville para dar la respuesta justa que halagase a Isabel sin rebajar ni un ápice los méritos de María. Isabel quería atraparle y a veces le soltaba un exabrupto porque no lograba inducirle a admitir su superioridad.
Era asombroso que a una mujer como ella pudiesen preocuparle tanto las vanidades de la vida; pero era muy vanidosa, no hay duda. Ella y Robert andaban a la par en eso. Los dos se creían superiores. Él, seguro de que a su debido tiempo vencería la resistencia de ella (y yo sabía que se proponía una vez casado ser el que mandase) y ella decidida a llevar siempre las riendas. La Corona relumbraba entre ellos. Ella era incapaz de soportar la idea de compartirla con alguien y él estaba tan entregado a conseguirla… ¿la mujer o la Corona? Yo creía saberlo, pero me preguntaba si lo sabría Isabel.
Un día ella estaba francamente de buen humor. Sonreía para sí mientras la vestíamos. Yo cuando estaba en la Corte volvía a prestar servicios en su cámara, creo que le gustaba tenerme allí para cotillear. Decían que le agradaban mucho los comentarios cáusticos sobre la marcha, arte en el que yo estaba haciéndome una reputación. Después de todo, si iba demasiado lejos siempre podía dirigirme una mirada hosca, darme un golpe o uno de aquellos dolorosos pellizcos que tanto le gustaba administrar como una advertencia a los que ella consideraba que se habían aprovechado del favor otorgado.
Sonreía, según digo, y movía la cabeza pensativa; y cuando la vi con Robert me di cuenta, por el modo que tenía de mirarle, de que fuese lo que fuese lo que tenía en el pensamiento, se relacionaba con él.
Cuando el secreto dejó de serlo, nadie podía creerlo. Hacía mucho que andaba preocupada por su prima escocesa y le comunicó que creía haber hallado el pretendiente perfecto para ella. Era un hombre al que debía estimar por encima de todo, que había demostrado ya ser su súbdito más fiel. La reina de Escocia sabría cuán profundamente la estimaba al ver que le ofrecía como marido al mejor hombre de su reino. Este hombre era nada menos que Robert Dudley.
Supe luego que Robert había tenido un arrebato de furia al enterarse. Debió parecerle un golpe de gracia a todas sus esperanzas. Sabía muy bien que María no iba a aceptarle nunca, y el hecho de que Isabel le ofreciese indicaba que no tenía intención alguna de aceptarle ella tampoco.
Aquel día hubo un profundo silencio en sus aposentos. Todos tenían miedo de hablar. Poco después entró Robert a grandes zancadas. Apartó a todos y entró en la cámara regia y oímos sus gritos. Dudo que haya habido nunca una escena tal entre reina y súbdito, aunque, por supuesto, Robert no era un súbdito corriente y todos entendíamos perfectamente su furia.
De pronto, parecieron tranquilizarse y nos preguntamos lo que significaría aquello. Cuando salió Robert, no miró a nadie, pero tenía un aire de seguridad y de confianza y todos nos preguntamos qué habría pasado entre ellos para que saliese así. Pronto nos enteraríamos.
No podía esperarse que una reina pudiese considerar la posibilidad de casarse con el simple hijo de un duque. Lord Robert tenía que ascender de rango. Isabel había decidido, en consecuencia, otorgarle los máximos honores y le nombró conde de Leicester y barón de Denbigh (título que sólo habían usado personajes de la estirpe real). Y pasaron a ser de su propiedad las fincas de Kenilworth y Astel Grove.
Todos sonreían. Por supuesto, ella no iba a prescindir de su Dulce Robin. Ella quería honrarle y aquel parecía un buen modo de hacerlo, y constituía, al mismo tiempo, un insulto para la reina de Escocia.
Nosotros, los que estábamos en la Corte, comprendíamos las motivaciones de Isabel, pero el pueblo veía las cosas de otro modo. Ella había propuesto un enlace entre la reina de Escocia y Robert Dudley. ¡Qué equivocados estaban todos los que se entregaban a escandalosas murmuraciones sobre el asesinato de la esposa de Dudley! La Reina no podía tener nada que ver con ello, pues no se había casado con él cuando podía y ahora se lo ofrecía a la reina de Escocia.
Nuestra astuta Reina había logrado su objetivo. Robin recibió todos aquellos honores y el pueblo dejó de atribuir a la Reina parte de la responsabilidad del asesinato de la esposa de éste.
Yo estuve presente cuando Robert fue investido con los nuevos honores. Fue una ceremonia muy protocolaria que tuvo lugar en el palacio de Westminster. Pocas veces había visto yo a la Reina de tan buen humor. Tenía, por supuesto, un aspecto majestuoso, con su relumbrante jubón, sus calzas de satén y su elegante gorguera de encaje de plata. Mantenía la cabeza muy erguida; iba a salir de aquel salón mucho más rico e influyente de lo que había entrado. Hasta hacía poco había creído perdida toda esperanza de matrimonio con la Reina, dado que ella había proclamado su decisión de enviarle a Escocia. Pero ahora sabía que ella no tenía intención alguna de hacerlo y que sólo había sido una artimaña destinada a permitirle cubrirle de favores: una seguridad de que le estimaba cuando él había temido su indiferencia.
Isabel entró en el salón. Su imagen era deslumbrante, la cara dulcificada por el amor que sentía por Robert, con lo que parecía casi hermosa. Tras ella, llevando la espada del reino, iba un joven muy alto (poco más que un muchacho) que, según me cuchichearon, era Lord Darnley. Apenas le miré entonces porque mi atención estaba centrada en Robert, pero habría debido prestarle bastante más atención si hubiese sabido el papel que jugaría en el futuro.
Todas las miradas estaban fijas, claro está, en aquella pareja, en los dos actores principales. Y yo me maravillé como me había sucedido en el pasado tantas veces (y habría de su— cederme en el futuro) de que la Reina mostrase tan abiertamente lo que sentía por él.
Robert se arrodilló ante ella mientras ella desabrochaba la capa que llevaba prendida al cuello, y, al hacerlo, ante el asombro de todos, metió los dedos por el cuello y le hizo cosquillas como si tocarle así le resultase irresistible.