No fui la única en darme cuenta. Vi que Sir James Melville y el embajador francés intercambiaban miradas y pensé: «Toda Europa se enterará de ello, y también se enterarán en Escocia». La Reina de Escocia había indicado ya que consideraba un insulto el pretendiente sugerido y aludía a Robert como el caballerizo de la Reina. A Isabel parecía no importarle. Se volvió a mirar a Melville, pues debió ver que él intercambiaba miradas con el francés. Pocas cosas le pasaban desapercibidas.
—Bueno —exclamó—, ¿qué pensáis vos de mi Lord Leicester? Supongo que le estimaréis más que vuestra soberana.
Indicó con un gesto a Lord Darnley y vio que Melville se encogía un poco. No lo entendí entonces, pero después me di cuenta de que estaba indicándole que se daba perfecta cuenta de las negociaciones teóricamente secretas que se estaban realizando para casar a María de Escocia con Lord Darnley. Era característico de ella que mientras hacía cosquillas en el cuello a Robert estuviese considerando la posibilidad de un matrimonio entre María y el apuesto joven. Más tarde, ella fingió estar en contra, a la vez que hacía todo lo posible para que se produjese. Había mandado llamar a Darnley, que aún no tenía veinte años, y era muy delgado, por lo que parecía aún más alto de lo que era en realidad, y de ojos azules un poco saltones aunque era un guapo mozo de piel suave y tan delicada como la de un melocotón. Resultaba bastante atractivo para cualquiera a quien le gustasen los muchachos guapos. Tenía además unos modales agradables, pero había algo malévolo e incluso cruel en aquellos labios finos. Tocaba bien el laúd y bailaba maravillosamente y tenía, por supuesto, vagos derechos de sucesión al trono por ser su madre hermana de Margarita Tudor, esposa de Enrique VIII.
Compararle con Robert era llamar la atención sobre su debilidad. Me daba cuenta de que la Reina gozaba comparándolos y estaba tan decidida como Melville a que, secretamente, nada se interpusiese en el camino de Darnley hacia Escocia, aunque en apariencia parecía oponerse.
Después de la ceremonia, cuando se retiró a sus aposentos privados, Robert (ya conde de Leicester y en vías de convertirse en el hombre más poderoso del reino), la visitó allí.
Yo me senté en la cámara de las damas de honor mientras todos hablaban de la ceremonia y de lo guapo que estaba el conde de Leicester y lo orgullosa que la Reina estaba de él. ¿Nos habíamos dado cuenta de cómo le hacía cosquillas en el cuello? Le adoraba tanto que no podía ocultar su amor en una ceremonia pública ante dignatarios y embajadores. ¿Qué haría, pues, en privado?
Intercambiamos comentarios v risas.
—Ya no tardará —dijo alguien.
Eran muchas las que estaban dispuestas a admitir que aquello era un medio de preparar el camino. Siempre resultaría más fácil para la Reina casarse con el conde de Leicester de lo que habría sido un enlace con Lord Robert Dudley. Cuando Isabel había sugerido que se trataba de un esposo adecuado para una Reina, no había querido aludir a María de Escocia sino a Isabel de Inglaterra.
Estuve a solas con ella más tarde. Me preguntó qué me había parecido la ceremonia y le contesté que me había impresionado mucho.
—El conde de Leicester estaba muy guapo, ¿verdad?
—Mucho, Majestad.
—Jamás en mi vida he visto hombre tan apuesto, ¿y vos? No, no me contestéis. Como esposa virtuosa que sois, no podéis compararle con Walter Devereux.
Me miraba con recelo y me pregunté si de algún modo habría mostrado yo mi interés por Robert.
—Los dos son hombres admirables, Majestad.
Ella se echó a reír y me dio un pellizco cariñoso.
—A decir verdad —dijo—, no hay hombre en la Corte que pueda compararse con el conde de Leicester. Pero vos colocáis a Walter a la misma altura, y eso me complace. No me gustan las mujeres infieles.
Sentí un cosquilleo de inquietud. Pero, ¿cómo podía saber ella la impresión que me produciría Robert? Yo nunca había revelado mi interés y él, desde luego, jamás me había mirado. Quizás ella pensase que todas las mujeres tenían que desearle.
Luego, continuó:
—Se lo ofrecí a la Reina de Escocia. No lo consideró digno de ella. Nunca le había visto, si no, habría cambiado de opinión. Le hice el máximo honor que podía hacerle a alguien. Le ofrecí al conde de Leicester, y, os diré una cosa, si yo no hubiese decidido morir soltera y virgen, el único hombre con el que me hubiese casado habría sido Robert Dudley.
—Conozco el afecto que sentís por él, Majestad, y el que él siente por vos.
—Eso le dije yo al embajador escocés, ¿y sabéis lo que me contestó, Lettice?
Esperé respetuosamente a oírlo, y ella siguió:
—Pues me dijo: «Majestad, no necesitáis decírmelo. Conozco vuestro temple. Pensáis que si os casaseis seríais sólo Reina de Inglaterra. Y ahora sois Rey y Reina al mismo tiempo. Vos jamás podríais sufrir un amo.»—¿Y coincidía vuestro parecer con él suyo, Majestad?
Ella me dio un empujoncito afectuoso.
—Creo que lo sabéis perfectamente.
—Sé —dije— que me considero afortunada por estar emparentada con vuestra Majestad y por servir a una dama tan noble como vos.
Ella asintió con un gesto.
—Hay cargas que he de aceptar —dijo—. Cuando hoy le vi allí de pie ante mí, tuve que sacar fuerzas de flaqueza para poder mantener mi resolución.
Nuestras miradas se encontraron. Aquellas grandes pupilas parecían intentar leer en el interior de mi mente. Me hicieron sentir la misma aprensión que tantas veces habría de sentir en el futuro.
—He de dejarme guiar siempre por mi destino —dijo—. Es necesario que lo aceptemos… Robert y yo.
Me di cuenta de que, en cierto modo, estaba advirtiéndome y me pregunté qué habrían dicho de mí. Mi atractivo no había sufrido menoscabo con los partos. De hecho, creo que se había realzado. Me daba cuenta de que las miradas de los hombres me seguían, y había oído decir que era una mujer muy deseable.
—Voy a enseñaros una cosa —dijo, y se levantó y se acercó al tocador.
Sacó de allí un pequeño paquete envuelto en un papel sobre el que había, escrito con su letra: «Retrato de mi señor».
Desenvolvió el paquete. Y miró el rostro de Robert.
—Un parecido extraordinario —dijo—. ¿No os parece?
—Nadie podría decir que es otro que el conde de Leicester.
—£e lo enseñé a Melville y también me dijo que el parecido era extraordinario. Quería llevárselo a su soberana pues pensaba que en cuanto viese este rostro no sería capaz de rechazarlo.
Luego se echó a reír maliciosamente.
—Pero no quise dárselo —continuó—. Es el único que tengo suyo, le dije, así que no puedo desprenderme de él. Creo que lo entendió.
Me lo había entregado y de pronto me lo arrebató con cierta brusquedad. Lo envolvió otra vez cuidadosamente. Era un símbolo de sus sentimientos hacia él. Jamás permitiría que se apartase de ella.
Sin duda Robert había creído que, tras honrarle tanto la Reina, el siguiente paso sería el matrimonio. También yo creía que en realidad eso era lo que pretendía ella, pese a insistir en su decisión de mantenerse virgen. Él era ahora muy rico (uno de los hombres más ricos de Inglaterra), e inmediatamente se dedicó a reforzar y embellecer el castillo de Kenilworth. Era lógico esperar que se diese importancia, y mantenía, desde luego, relaciones muy familiares con la Reina. La alcoba de ésta era en muchos sentidos una cámara de Estado y, siguiendo una costumbre secular, Isabel había recibido en ella a ministros y dignatarios, pero Robert seguía entrando sin anunciarse y sin que le llamase. En una ocasión, le había quitado la muda a la dama encargada de entregársela a la Reina y se la había entregado él mismo. Le habían visto besarla estando ella en la cama.