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La Reina bailaba con Thomas Heneage, un hombre muy apuesto por el que empezaba a mostrar gran inclinación, cuando entró William Cecil. Había algo en su actitud que indicaba que tenía que comunicar noticias importantes, y la Reina le indicó que se acercara inmediatamente. Le comunicó algo en voz baja y vi que ella palidecía. Yo estaba cerca, bailando con Christopher Hatton, uno de los mejores bailarines de la Corte.

—¿Os sentís mal, Majestad? —cuchicheé.

Varias de sus damas se acercaron, y ella nos miró a todas lúgubremente y dijo:

—La Reina de Escocia acaba de tener un hermoso hijo y yo soy una estéril inútil. —Apretó los labios triste y pálida. Cecil le cuchicheó algo y ella asintió.

—Que venga Melville a verme —dijo— para que pueda comunicarle mi satisfacción.

Cuando trajeron a su presencia al embajador escocés, había desaparecido de ella todo vestigio de tristeza. Le dijo alegremente que le habían comunicado la noticia y que la satisfacía mucho.

—Mi hermana de Escocia puede considerarse dichosa —dijo.

—Es un milagro divino que el niño haya nacido bien —replicó Melville.

—Oh, sí. Ha habido tantos problemas en Escocia, pero este bonito niño la consolará.

Cuando Melville le preguntó si quería ser madrina del príncipe, contestó:

—Claro, con mucho gusto.

Luego, vi que sus ojos seguían a Robert y pensé: «No puede seguir así». Al tener un hijo la Reina de Escocia tiene que entender claramente que necesita darle un heredero a Inglaterra. Ahora aceptará a Robert Dudley, pues sin duda se ha propuesto siempre casarse con él al final.

Tanto me estimaba la Reina que aquel Año Nuevo me regaló tres metros de terciopelo negro para que me hiciese un vestido, lo cual constituía un costoso presente. Para la festividad de Reyes fuimos a Greenwich. Yo estaba muy animada porque tenía la sensación de que, en las últimas semanas, Robert Dudley había empezado a advertir mi existencia. Muchas veces, en una estancia llena de gente, yo alzaba de pronto la vista y él tenía los ojos fijos en mí. Nos mirábamos y sonreíamos.

No había duda de que Robert no sólo era el hombre más apuesto de la Corte sino también el más rico y el más poderoso. Rezumaba una virilidad que se identificaba de inmediato. Yo no estaba del todo segura de si me atraía con tanta fuerza por esas cualidades o porque estuviese enamorada de él la Reina y cualquier aproximación significase incurrir en su cólera. Un encuentro entre nosotros tendría que llevarse en el mayor secreto, y si llegaba a oídos de la Reina se produciría una tormenta feroz que podría tener funestas consecuencias tanto para Robert como para mí. Sin embargo, tal perspectiva me emocionaba muchísimo. Siempre me había gustado correr riesgos.

No era tan tonta como para no saber que si la Reina le hubiese llamado, él me olvidaría inmediatamente. El primer amor de Robert era la Corona, y era un hombre de objetivos definidos. Lo que quería, lo quería con vehemencia y hacía todo lo posible por conseguirlo. Pero, para su desdicha, sólo había un medio de compartir aquella Corona. Únicamente Isabel podía cedérsela, y a medida que pasaba el tiempo parecía mostrarse más reacia a dárselo.

Cada día era más visible la irritación de Robert. Era un cambio que todos podíamos observar. La Reina le hacía forjar esperanzas que luego ella se encargaba de destruir. Robert debía empezar a darse cuenta al fin de que había grandes posibilidades de que la Reina nunca se casase con él. Había empezado a alejarse de la Corte de vez en cuando por unos días, y esto siempre enfurecía a Isabel. Cuando entraba en una estancia donde había gente reunida, siempre miraba detenidamente buscándole y si no estaba se enfadaba, y cuando nos mandaba retirarnos lo más probable era que recibiésemos un golpe o un pellizco por nuestra incompetencia, cuando la auténtica razón era ,1a ausencia de Robert.

A veces, mandaba a buscarle y exigía saber por qué se había atrevido a irse. Entonces, él contestaba que le parecía que ella no necesitaba ya de su presencia. Discutían; les oíamos gritarse y nos maravillaba la temeridad de Robert. A veces salía bruscamente de los aposentos y ella salía detrás suyo gritándole que se alegraba de verle desaparecer. Pero luego mandaba buscarle y se reconciliaban y él volvía a ser por un tiempo su Dulce Robin.

Pero, desde luego, Isabel nunca cedía en lo más decisivo.

Yo pensaba, sin embargo, que Robert estaba empezando a perder las esperanzas y a darse cuenta de que ella no tenía intención alguna de casarse con él. Veía a Isabel darle palmadas, acariciarle, alisarle el pelo y besarle… pero sin pasar de ahí. Ella jamás permitiría que el amor alcanzase su culminación natural. Yo empezaba a pensar que había algo anormal en ella a este respecto.

Luego, llegó la ocasión que me pareció haber estado esperando toda mi vida. Sin duda había llegado a estar obsesionada con Robert. Quizá fuese el verles tanto juntos lo que espoleó mi impaciencia, dado que jugaban a ser amantes (o al menos ella) de un modo que me parecía estúpido. Tal vez deseara mostrarle a Isabel que había un campo concreto en el que yo podía competir hasta con una Reina y salir victoriosa. Resultaba irritante para un carácter como el mío aparentar siempre humildad y agradecimiento por el favor que me dispensaba.

Lo que contaré a continuación, permanece muy claro en mi recuerdo.

Estaba yo con las damas encargadas de vestirla preparándola para la velada. Ella estaba sentada ante el espejo en camisa y enagua de lino, contemplándose. En sus labios bailoteaba una sonrisa, y era evidente que estaba pensando en algo que la divertía. Imaginé que pensaba en otorgar el título de Rey de la Judía a Robert. Esto formaba parte de los juegos de la Noche de Reyes y al hombre elegido se le permitía actuar según su libre voluntad durante toda la velada. Podía pedir a cualquiera de los presentes que hiciese lo que él dijese y era obligatorio obedecerle.

Era casi seguro que otorgaría este honor a Robert, tal como había hecho anteriormente, e imaginé que pensaba en esto mientras la vestíamos. Miró el reloj oval de Nuremberg en su recipiente de cristal y dijo:

—Vamos, más deprisa, ¿qué estáis esperando?

Una de las damas se acercó a ella con una bandeja con piezas de pelo falso. Cogió una y pronto quedó listo su peinado.

La nueva operación era colocarle el refajo con ballenas y bucarán. Nadie quería hacer esto porque había que atar las cintas muy prietas y solía irritarse si la apretaban demasiado y también si la cintura no lucía tan delgada como deseaba. Pero aquella noche estaba distraída y pudimos hacerlo sin que ella hiciera ningún comentario.

La ayudé a ponerse las enaguas. Luego se sentó y le presentaron una colección de gorgueras para que eligiese. Eligió una de complicados pliegues de puntilla, pero antes de ponérsela hubo que ponerle el vestido. Era un vestido con muchos adornos el de aquella noche, y brillaba y resplandecía a la luz de fanales y velas.

Le llevé su cinturón y se lo puse en la cintura. Me observó atentamente mientras me aseguraba de que quedaban bien sujetos a él el abanico, el pomo y el espejo.

Intenté leer lo que había tras aquella penetrante mirada. Yo sabía muy bien que aquella noche estaba particularmente atractiva y que mi vestido (notable por su propia sencillez) me sentaba mejor que a ella el suyo, con toda su majestuosidad. Mi enagua era de un azul intenso y la costurera había tenido la inteligente idea de decorarla con estrellas fijadas con hilo de plata. La falda era de un azul más claro y mis mangas abombadas del mismo color que las enaguas. El vestido se interrumpía en el cuello, donde llevaba un diamante solitario en una cadena de oro, sobre el cual iba mi gorguera, del encaje más delicado y que, como mis enaguas, estaba tachonada de plateadas estrellas.