Yo no le veía tan a menudo como me hubiese gustado. Vino una o dos veces discretamente a la Corte y nos encontramos e hicimos el amor apasionadamente en aquel saloncito. Pero me di cuenta de que se sentía frustrado y de que lo que él deseaba ardientemente no era una mujer sino una corona.
Se fue a Kenilworth, que se estaba convirtiendo en uno de los castillos más majestuosos del país. Me dijo que le gustaría llevarme con él y que si no hubiese estado casada se casaría conmigo. Pero yo me pregunté si habría hablado de matrimonio de haber sido posible, pues sabía que no había abandonado sus esperanzas de casarse con la Reina.
En la Corte, sus enemigos preparaban una conjura contra él. Creían, sin lugar a dudas, que había caído en desgracia. El duque de Norfolk (hombre que me parecía sumamente torpe) le profesaba una especial enemistad. Norfolk era hombre muy poco hábil. Tenía firmes principios, y le dominaba su admiración por su propia estirpe, que él creía (e imagino que en esto tenía razón) más noble que la propia Reina, pues los Tudor habían conseguido llegar al trono un poco por la puerta trasera. Era indudable que se trataba de gente vital y muy inteligente, pero parte de la antigua nobleza tenía profunda conciencia de la superioridad de sus propias estirpes y sobre todo Norfolk. Isabel estaba perfectamente enterada de esto y, al igual que su padre, preparada para neutralizar esta tendencia en el capullo cuando aparecía, aunque no pudiese impedir que en secreto los capullos floreciesen. Pobre Norfolk. Era un hombre con gran sentido del deber que procuraba siempre hacer lo que consideraba justo, pero que, invariablemente, resultaba ser lo más inadecuado… para Norfolk.
Era lógico que un hombre así se enfureciese ante la ascensión de Robert a los más altos cargos del país, que él consideraba le pertenecían por nacimiento, y hacía poco que se había producido un choque entre Norfolk y Leicester.
Nada complacía más a Isabel que ver a sus favoritos en justas y juegos, que exigían no sólo un despliegue de habilidad sino una exhibición de sus perfecciones físicas. Se pasaba horas observando y admirando sus bellos cuerpos. Y nada le gustaba tanto como ver en acción a Robert.
En esta ocasión se celebró un partido de tenis en pista cubierta y Robert había tenido por rival a Norfolk. Robert ganaba porque tenía una excepcional destreza en todos los deportes. Yo estaba sentada con la Reina en la galería baja que había hecho construir Enrique VIII para los espectadores, pues también él sobresalía en el juego y le gustaba mucho que le viesen jugar.
La Reina estaba muy atenta. No apartaba los ojos de Robert y cuando éste se apuntaba un tanto lanzaba un «bravo», mientras que en los menos frecuentes éxitos de Norfolk guardaba silencio, lo cual debía resultar muy deprimente para el primer duque de Inglaterra.
El partido era tan rápido que los adversarios estaban muy acalorados. La Reina parecía sufrir con ellos, tan inmersa estaba en el juego, y alzó un pañuelo para enjuagarse la frente. Cuando hubo una breve pausa en el juego, Robert sudaba profusamente y cogió el pañuelo a la Reina y se enjugó también el sudor de la frente con él. Fue un gesto natural entre personas que tenían entre sí mucha familiaridad y confianza. Hechos como éste eran los que daban origen al rumor de que eran amantes.
Norfolk, furioso por este acto de lesa majestad (y quizá porque iba perdiendo y se daba cuenta de que a la Reina le complacía su derrota) perdió el control y gritó:
—Perro insolente, ¿cómo os atrevéis a insultar así a la Reina?
Robert alzó la vista sorprendido en el momento en que Norfolk alzaba bruscamente la raqueta, como si fuese a pegarle. Robert le cogió por el brazo y se lo retorció, de modo que Norfolk lanzó un grito de dolor y dejó caer la raqueta.
La Reina se enfureció.
—¿Cómo osáis gritar en mi presencia? —le había dicho—. Lord Norfolk, debéis mirar lo que hacéis, pues si no, es posible que no sólo perdáis el control. ¿Cómo os atrevéis a comportaros de ese modo ante mí?
Norfolk hizo una reverencia y pidió permiso para retirarse.
—¡Retiraos! —le gritó la Reina—. Os ordeno que lo hagáis, y que no volváis hasta que os mande llamar. Me parece que pretendéis encumbraros por encima de vuestra posición.
Era una indirecta por su desmesurado orgullo familiar, que ella consideraba una ofensa para los Tudor.
—Venid, sentaos a mi lado, Rob —dijo luego—. Pues Lord Norfolk, al darse cuenta de que lleva las de perder, ya no tiene ganas de jugar.
Robert, aún con el pañuelo en la mano, se sentó junto a ella, muy satisfecho de haber triunfado sobre Norfolk, y ella le cogió el pañuelo y, sonriendo, volvió a colocárselo en el cinturón, dando a entender que el hecho de que él lo hubiese utilizado no le molestaba en modo alguno.
No resultaba, en consecuencia, sorprendente el que ahora, cuando se pensaba que Robert había caído en desgracia, Norfolk encabezase la larga lista de sus enemigos, y era evidente que se proponían explotar al máximo la situación.
El ataque llegó de un frente inesperado y de forma bastante desagradable.
En la Corte la atmósfera era tensa. La Reina no estaba contenta si Robert no estaba con ella. No cabía duda alguna de que le amaba; todas sus emociones respecto a él eran profundas. Hasta en sus disputas se hacía evidente lo mucho que él la afectaba. Yo sabía que estaba deseando llamarle de nuevo a la Corte, pero estaba tan molesta por el asunto del matrimonio y Robert insistía cada vez, que no podía ceder. Si le mandaba llamar, significaría una victoria para Robert y tenía que hacerle comprender que era ella quien mandaba.
Yo había empezado a aceptar el hecho de que ella temía el matrimonio, aunque, por supuesto, el embajador escocés había estado en lo cierto al decir que deseaba ser regidora suprema y no compartir el poder con nadie. Me sentía en cierto modo atraída hacia ella porque mis pensamientos estaban tan llenos de Robert como los suyos y esperaba su retorno tan ansiosamente como ella.
A veces, cuando estaba sola de noche, solía considerar lo que ocurriría si nos descubrían. Walter se pondría furioso, por supuesto. ¡Al diablo Walter! No me preocupaba en absoluto. Podía divorciarse de mí. Mis padres quedarían profundamente atribulados, sobre todo mi padre. Caería en desgracia. Podrían incluso quitarme a mis hijas. Las veía poco cuando estaba en la Corte, pero se estaban convirtiendo en personas reales y empezaban a interesarme. Pero, sobre todo, tendría que enfrentarme a la Reina. Allí tendida en la cama temblaba muchas veces… no sólo de miedo sino por una especie de delicioso placer. Me gustaba la idea de mirar a aquellos grandes ojos castaños y gritar: «¡Ha sido mi amante y jamás el vuestro! Vos tenéis una Corona y sabemos que él la desea más que nada en el mundo. Yo sólo me tengo a mí misma… y sin embargo, después de la Corona, yo soy lo que él más desea. El hecho de que se haya convertido en mi amante, demuestra su amor por mí, pues ha arriesgado mucho.»Cuando estaba con ella, me sentía menos valerosa. Había algo en la Reina que podía infundir terror hasta en el corazón más audaz. Cuando pensaba en su cólera si nos descubrían, me preguntaba cuál sería su castigo. Me acusaría a mí de ser la seductora, la Jezabel. Había podido darme cuenta de que a Robert siempre le disculpaba.
Y fue en esta atmósfera en la que estalló el escándalo. Fue como si volviese a abrirse una vieja herida. Afectaba a la Reina casi tan directamente como a Robert, y mostraba claramente lo prudente que había sido no casándose con él, aunque, por supuesto, si lo hubiese hecho, aquel hombre, John Appleyard, jamás se habría atrevido a alzar la voz.