En esta atmósfera doméstica, era natural que volviese a quedar embarazada. A los dos años del nacimiento de Robert, tuve otro hijo y esta vez consideré justo ponerle el nombre de su padre. Así que le llamé Walter.
Durante esos años, sucedieron en el mundo exterior acontecimientos memorables. Darnley, el marido de María, Reina de Escocia, había muerto misteriosamente en una casa de Kirk o Field, en los arrabales de Edimburgo. La casa había sido volada con una carga de pólvora, con la intención evidente de eliminar a Darnley, pero el desdichado debió sospechar algo e intentó escapar antes de la explosión. No llegó muy lejos. Le encontraron en el jardín de la casa: muerto pero sin que le hubiese afectado la explosión, y, como el cadáver no tenía ninguna señal de violencia, se supuso que le habían ahogado colocándole un paño húmedo sobre la boca. Era claramente un caso de asesinato. Dado que María estaba profundamente enamorada del conde de Bothwell (y odiaba a su esposo Darnley) y Bothwell se había divorciado de su esposa, resultaba evidente quién estaba detrás de aquel asesinato.
Debo confesar que cuando llegó a Chartley la noticia de lo ocurrido, sentí grandes deseos de estar en la Corte para poder conocer directamente la reacción de Isabel. Me imaginaba el horror que manifestaría y la alegría que sentiría en el fondo por la situación en que se había colocado la Reina de Escocia. Al mismo tiempo, quizás estuviese algo inquieta. La gente sin duda recordaría un caso similar en que ella se había visto cuando la mujer de Robert Dudley había aparecido muerta al pie de aquella escalera en Cumnor Place.
Si la Reina de Escocia se casaba con Bothwell, su trono se vería sin duda amenazado. Se daría por supuesto que había sido cómplice en el asesinato. Además, su posición no era en modo alguno tan firme como la de Isabel. Recuerdo que no podía dejar de sonreír al pensar en el coro de adulaciones que se elevaba cada vez que aparecía la Reina, e incluso hombres como Cecil y Bacon parecían considerarla divina. Pensaba yo a veces que ella insistía en esto en parte porque no podía olvidar la existencia de la Reina de Escocia que, según le decía el sentido común, era más bella de lo que ella pudiera ser nunca, pese a su pelo postizo, sus afeites y coloretes y sus adornos relumbrantes.
Después de esto, los acontecimientos se sucedieron muy deprisa. Al principio, cuando me enteré de que María se había casado de inmediato con Bothwell no podía creerlo. ¡Qué mujer tan necia! ¿Cómo no había tenido en cuenta el ejemplo de nuestra astuta y prudente Isabel, cuando se vio envuelta en algo parecido? María había proclamado su culpabilidad ante el mundo; y aunque no hubiese participado en el asesinato de Darnley, con sus actos demostraba claramente que eran ciertos los rumores de que Bothwell había sido su amante en vida de Darnley.
Poco después, llegó la noticia de la derrota en Carberry Hill. Esto me inquietó. Deseaba estar en la Corte, ver aquellos grandes ojos pardos que tanto expresaban y tanto ocultaban. Estaría furiosa ante aquella ofensa a la realeza. Ella, con sus raíces Tudor bastante oscuras, insistía siempre en los honores obligados que había que rendir a la sangre real. Tenía que deplorar sin duda el hecho de que se condujese a una Reina por las calles de Edimburgo en un jumento con una enagua roja de tendera mientras la chusma gritaba «puta y asesina» detrás de ella. Pero al mismo tiempo, debía recordar que María había osado llamarse Reina de Inglaterra y que aún había en el país algunos católicos dispuestos a arriesgar muchas cosas (incluyendo sus vidas) por ver en el trono a María y por una vuelta al catolicismo.
No, Isabel jamás olvidaría que aquella mujer estúpida del otro lado de la frontera era una seria amenaza para una Corona que consideraba tan básicamente suya que no estaba dispuesta a compartir ni siquiera con el hombre al que amaba.
¿Y Robert? ¿Qué estaría pensando él? Aquélla era la mujer a la que había sido ofrecido en matrimonio y que había aludido a él despectivamente como «caballerizo de la Reina». Estaba segura de que era tan orgulloso que no podía por menos de experimentar cierta satisfacción al verla caer tan bajo.
Siguió luego la derrota, la captura y el encierro en Lochleven, la huida de allí y luego otra desastrosa y definitiva derrota en Langside y (locura de locuras) María fue tan ilusa como para pensar que podría ayudarle «su querida hermana de Inglaterra».
Me imaginé la emoción de aquella querida hermana ante la perspectiva de que su mayor rival se entregase, por propia y libre voluntad, en sus manos.
Poco después de la llegada de María a Inglaterra, nos visitó mi padre. Estaba a un tiempo satisfecho y preocupado, y cuando me enteré de la razón de su visita entendí muy bien el motivo.
La Reina y Sir William Cecil le habían llamado y le habían comunicado que tenían una misión para él.
«Es una prueba de mi confianza y mi fe en ti, primo», explicó muy satisfecho que le había dicho la Reina; y luego continuó:
—Seré el guardián de la Reina de Escocia. He de ir al castillo de Carlisle, donde Lord Scrope me ayudará en esta tarea.
Walter dijo que era una misión difícil.
—¿Por qué? —pregunté—. La Reina sólo se la encomendaría a alguien en quien tuviese plena confianza.
—Así es —aceptó Walter—, pero será una tarea peligrosa. Allí donde está María de Escocia, hay problemas.
—No será así ahora que está en Inglaterra —dijo mi padre, un poco ingenuamente, en mi opinión.
—Pero será tu prisionera y tú su carcelero —indicó Walter—, Supón que…
No terminó, pero todos supimos lo que quería decir. Si alguna vez María conseguía reunir apoyo suficiente y luchar por el trono de Inglaterra y conseguirlo, ¿qué sería de los que, por orden de su rival, habían sido sus carceleros? Además, ¿y si se escapaba? Walter pensaba que era preferible no correr el riesgo de ser responsable de tal calamidad.
Sí, no había duda, mi padre asumía una responsabilidad considerable.
Pero sólo la mención de la posibilidad de que Isabel fuese depuesta, era traición. Aunque no por ello pudiésemos evitar que tal pensamiento cruzara nuestras mentes.
—La guardaremos celosamente —dijo mi padre—. Sin embargo, al mismo tiempo, no permitiremos que se dé cuenta de que está prisionera.
—Os proponéis una tarea imposible, padre —le dije.
—Pienso que quizá sea voluntad de Dios —respondió. Quizá me haya sido elegido para apartar su pensamiento del catolicismo, que creo es la raíz de todos sus problemas.
Mi padre era un hombre muy inocente, lo cual quizá se debiera a su fe sencilla. Con el paso del tiempo, su devoción por el protestantismo había aumentado, y estaba induciéndole a creer que todos los que no compartían su misma fe estaban condenados a la destrucción.
Yo no se lo discutía. Era un hombre bueno y le quería, igual que a mi madre; y no deseaba que supiesen lo distinto que era mi punto de vista del suyo. Muchas veces me preguntaba qué habrían pensado si hubiesen sabido de mi breve aventura con Robert Dudley. De que les habría conmocionado profundamente estaba absolutamente segura.
Mi padre llevaba con él prendas de ropa que Isabel le mandaba a María. Dije que me gustaría verlas y, para mi sorpresa, mi padre me lo permitió. Esperaba ver vestiduras regias: mangas acuchilladas y vestidos adornados con gemas, gorgueras de encaje, enaguas de seda, refajos de lino y, por supuesto, trajes enjoyados y bordados. Pero no vi más que algunos pares de zapatos muy gastados, una pieza de terciopelo negro para hacer un vestido y piezas de ropa interior que, evidentemente, no eran nuevas.
¡Y aquél era el obsequio de la Reina de Inglaterra a María, famosa en Francia y en Escocia por su elegancia! Hasta sus doncellas se habrían burlado de aquellas prendas.
Lo sentía por María, y una vez más me acuciaron los deseos de estar en el centro de los acontecimientos. Enterarme de las cosas directamente y no a través de visitantes que venían a Chartley y nos contaban lo que había pasado semanas después de sucedido. Mi carácter no me permitía disfrutar del aislamiento y de la contemplación a distancia.