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Poco después de que naciese mi hijo Walter, se produjeron dos acontecimientos.

La Reina de los escoceses fue trasladada del castillo de Carlisle al de Bolton. Mi padre estaba algo fascinado con ella, como la mayoría de los hombres que la conocían. Pero en el caso de mi padre, esto tuvo el efecto de hacerle desear salvar su alma más que gozar su cuerpo, y me enteré de que andaba intentando convertirla a nuestra fe. Ella había comprendido ya por entonces lo estúpida que había sido al depositar su confianza en Isabel y entregarse directamente en manos de su enemiga. Sin duda, no le hubiese ido mejor de haber elegido Francia, pero ¿quién podía asegurarlo? No se había hecho apreciar precisamente por Catalina de Médicis, la Reina madre, una mujer tan astuta como nuestra propia Isabel y, desde luego, más cruel. Pobre María… había tenido tres países para elegir: Escocia, del que había huido; Francia, donde sus parientes Guisa quizá la hubiesen recibido bien, e Inglaterra, que fue el que eligió.

Había hecho una tentativa de huir por el romántico y a menudo poco práctico método de descender por una ventana por medio de sábanas anudadas, y había sido sorprendida por Lord Scrope y, naturalmente, después de esto, sus carceleros se habían visto obligados a aumentar las medidas de seguridad. Lady Scrope, que estaba allí con su esposo, era hermana del duque de Norfolk, y fue ella quien habló tan elogiosamente de las virtudes de su hermano a la Reina de Escocia, hasta el punto de que ésta se interesó por Norfolk, por lo que el pobre imbécil se vio metido en una red de intrigas que acabó llevándole a la ruina.

Y luego se produjo la rebelión de los Señores del Norte y mi marido hubo de acudir a cumplir con su deber. Se incorporó a las fuerzas del conde de Warwick y fue nombrado mariscal de campo.

Mi madre llevaba un tiempo enferma y nos escribió hablándonos del gran afecto que le demostraba la Reina. «Nadie pudo ser más amable y afectuosa que su Majestad», escribía mi madre. «Qué suerte que la tengamos por soberana».

Era cierto que Isabel era leal con sus amigos. A la pobre Lady Mary Sidney le había dado una residencia en Hampton Court, a la que acudía a veces para estar retirada debido a que no podía soportar mostrar en público su rostro picado de viruela; e Isabel la visitaba con regularidad y pasaba largos ratos charlando con ella. Quería demostrar claramente que no olvidaba que Lady Sidney debía su desgracia al hecho de haber estado cuidándola a ella.

Luego recibí un mensaje.

Debía volver a la Corte.

Estaba muy emocionada. En realidad, nunca había creído que mis simples placeres rurales pudiesen compensar la emoción de la Corte.

Y al decir «Corte», se refiero, claro está, a aquellas dos personas que tan a menudo ocupaban mis pensamientos. La sola perspectiva de volver me hacía vibrar de emoción.

Estaba deseando verme allí.

Fui directamente a ver a la Reina, que había dado orden de que me condujesen a ella. Su recibimiento me cogió desprevenida. Cuando iba a arrodillarme, me abrazó y me besó.

yo me quedé atónita, pero de pronto comprendí el motivo.

—Estoy profundamente atribulada, Lettice —dijo—. Vuestra madre está realmente muy enferma.

Aquellos grandes ojos tenían un brillo vidrioso.

—Me temo… —movió la cabeza—. Debéis ir a verla de inmediato.

Yo la había odiado. Me había privado de lo que más quería en la vida. Pero en aquel momento, casi la amé. Quizá fuese por aquella capacidad suya para la amistad y la lealtad con aquellos a quienes amaba. Y a mi madre la amaba.

—Decidle —añadió— que pienso en ella continuamente. Decídselo, Lettice.

Y me cogió del brazo y me acompañó hasta la puerta. Era como si, al compartir mi dolor, me hubiese perdonado por lo que pudiese haber sospechado de mí.

Con mis hermanos y hermanas, estuve junto al lecho de mi madre cuando murió. Me arrodillé junto a su cama y le transmití el mensaje de la Reina. Por la expresión que cruzó su semblante supe que había comprendido.

—Servid a Dios… y a la Reina —murmuró—. Oh, hijos míos, no lo olvidéis…

Y eso fue todo.

Sin duda la muerte de mi madre conmovió profundamente a Isabel. Insistió en que se la enterrase a sus expensas en la capilla de San Edmundo. Me mandó llamar y me explicó lo muchísimo que había querido a su prima y lo sinceramente que sentía su pérdida. Me di cuenta de que era sincera. Fue muy afectuosa con todos nosotros… Creo que llegó a perdonarme el haber atraído las miradas de Robert.

Después del funeral, me llamó y me habló de mis padres…, me explicó cuánto había querido a mi madre y cuánto estimaba a mi padre.

—Entre tu madre y yo había un vínculo familiar —dijo—.

era un alma amable y buena. Espero que vos sigáis su ejemplo.

Le dije muy animosa cuánto deseaba servirla otra vez, y ella contestó:

—Bueno, tenéis otras compensaciones. Cuántos son ya… ¿cuatro?

—Sí, Majestad, dos chicos y dos chicas.

—Sois afortunada.

—Así me considero, Majestad.

—Está bien. En un tiempo dudé de vuestra honestidad…

—¡Majestad!

Me dio una palmada en el brazo.

—Así es. Estimo mucho a Walter Devereux. Es un hombre que no se merece nada malo.

—Se sentirá profundamente satisfecho al enterarse de la buena opinión que de él tenéis, Majestad.

—Un hombre afortunado. Tiene un heredero. ¿Qué nombre le habéis puesto?

—Robert, Majestad.

Me miró con viveza, luego dijo:

—Un buen nombre. Uno de mis favoritos.

—Y también de los míos ahora, Majestad.

—Recompensaré a vuestro esposo por los servicios prestados. Lord Warly ha hablado muy elogiosamente de él, y he decidido mostrar mi agradecimiento de un modo.

—¿Puedo preguntaros de cuál, Majestad?

—Os lo diré. Quiero enviar a su esposa de vuelta a Chart— ley, para que cuando vuelva al hogar la encuentre allí.

—Pero en este momento él está muy ocupado allá en el norte.

—Así es. Pero pronto acabaremos con esos rebeldes y habrá de volver y no quiero que se sienta triste y eche de menos a su esposa cuando vuelva.

Era el destierro. La amistad y el afecto que había sentido ante el mutuo dolor, habían desaparecido. No quería perdonarme el breve interés que por mí había sentido Robert.

Y mis hijos crecían. Penélope tenía casi diez años y Robert cinco. Pero la vida doméstica no llegaba nunca a satisfacerme del todo. Desde luego, no estaba enamorada de mi esposo, y sus visitas no me emocionaban gran cosa. Cada vez me sentía más inquieta por la monotonía de aquella vida. Quería mucho a mis hijos (y en particular al pequeño Robert), pero un niño de cinco años no podía compensar a una mujer de mi naturaleza ni proporcionarle el estímulo que necesita.

Cuando llegaban visitas a Chartley oía fragmentos de noticias…, noticias relacionadas a menudo con el conde de Leicester, que seguía dominando la vida de la Corte, y escuchaba estas noticias ávidamente.

Aún gozaba del máximo favor real, y los años iban pasando. Parecía ya muy improbable que Isabel llegase a casarse alguna vez. Recientemente, había coqueteado con la idea de aceptar como esposo al duque de Anjou, pero, como en todos los casos anteriores, al final todo quedó en la nada; y pronto cumpliría los cuarenta años, con lo que era ya un poco mayor para tener hijos. Robert seguía siendo su favorito, pero continuaba siendo igual de improbable que llegase a casarse con él. Y a cada año que pasaba, la posibilidad se hacía más remota.