—¿Estáis cansada del lugar, Majestad?
—No. Siempre fue uno de mis lugares preferidos. Supongo que uno siente eso con el lugar donde nace. Pero tengo que complacer a Lord Leicester. Está muy impaciente por enseñarnos Kenilworth. Tengo entendido que lo ha transformado en una de las mejores mansiones del país. No me dejará tranquila hasta que me lo enseñe.
De pronto me incliné hacia delante y, cogiendo aquella hermosísima mano blanca entre las mías, la besé. Si Robert estaba febril de emoción por enseñarle a la Reina Kenilworth, yo me hallaba en un estado parecido sólo por verle. Alcé la vista y procuré mostrar temor por mi atrevimiento, pero Isabel estaba sentimental y, después de todo, yo era miembro de la familia.
—Majestad —dije—, soy una presuntuosa. Me he visto desbordada por el placer que me produce volver a estar con vos.
La dureza de aquellos ojos se suavizó momentáneamente. Me creía.
—Me agrada teneros aquí, Lettice —dijo—>. Preparadlo todo para ir a Kenilworth. Supongo que querréis tener vestidos nuevos para este acontecimiento. Traeréis con vos a vuestra modista. Hay una pieza de terciopelo escarlata… suficiente para un vestido. Decidles que os he dicho que podéis cogerla. Todas tenemos que estar hermosas para mi señor Lord Leicester —añadió con una sonrisa.
Le amaba, no había duda. Podía percibirlo en su voz cuando pronunciaba su nombre; y me preguntaba si no estaría iniciando un peligroso camino. Sólo con pensar en él ya se me aceleraba el pulso. Sabía que aunque hubiese cambiado yo aún seguiría queriéndole.
Si me miraba, si mostraba de la forma más leve que estaba dispuesto a revivir su deseo de mí, no vacilaría en convertirme en la rival de la Reina.
—Tomaré un poquito de ese vino de Alicante —dijo ella.
Lo mezclé con agua, tal como le gustaba. Siempre comía y bebía muy frugalmente, y pocas veces tomaba vino, solía preferir una cerveza ligera. Y cuando lo tomaba, lo mezclaba con abundante cantidad de agua. A veces le impacientaba la comida, y en ocasiones de protocolo no muy rígido, se levantaba antes de que el resto de los comensales hubiesen terminado. Deplorábamos esto porque significaba que teníamos que dejar la mesa, pues nadie podía quedarse si ella se iba y, como nos servían después que a ella, esto significaba a menudo una comida apresurada, así que nunca estábamos muy deseosas de comer con la Reina.
Pero en esta ocasión, se demoró, y todas pudimos comer a satisfacción.
Mientras daba sorbos de vino, sonreía dulcemente… pensaba en Robert, no me cabía duda.
Fue en julio cuando salimos para Kenilworth, que queda entre las ciudades de Warwick y Coventry, a unos ocho kilómetros de cada una de ellas, así que había bastante distancia desde Londres e iba a ser un viaje largo.
Era una brillante y numerosa caravana en la que se incluían treinta y uno de los hombres más poderosos del país, todas las damas de la Reina, entre las que figuraba yo, y cuatrocientos criados. La Reina se proponía estar en Kenilworth más de dos semanas.
La gente salía a vernos pasar y hubo los habituales vítores para la Reina y aquellos agradables contactos entre ella y el pueblo, de los que Isabel no se olvidaba por nada del mundo.
No llevábamos recorrido mucho cuando vimos que cabalgaba hacia nosotros un grupo de jinetes. Ya desde lejos le reconocí a la cabeza de la comitiva. Mi corazón latió con más fuerza. Ya sabía lo que iba a sentir aun antes de que llegase junto a nosotros. Qué bien montaba. Estaba cualificado, no había duda, para el papel de caballerizo de la Reina en todos los sentidos. Estaba más viejo, sí… algo más corpulento que ocho años antes; su rostro tenía un tinte más rojizo y se veían sombras blancas en el pelo por las sienes. Con su jubón de terciopelo acuchillado tachonado de estrellas, según la nueva moda alemana, y la pluma del sombrero del mismo tono que el jubón aunque un poco más claro, tenía un aspecto majestuoso, y me di cuenta de inmediato de que aún poseía el viejo magnetismo. No me cabía duda de que Isabel amaba al Robert maduro igual que había amado al joven. Y me di cuenta también de que a mí me pasaba lo mismo.
Se detuvo a muy poca distancia de nuestro grupo, y advertí que la Reina se ruborizaba un poco, lo que indicaba su satisfacción.
—Vaya —dijo—, pero si es mi señor Lord Leicester.
Él se situó a su lado. Tomó su mano y la besó, y cuando vi que sus ojos se encontraban al alzar él la mano de ella, sentí las torturantes punzadas de los celos. Sólo pude controlarme con el consuelo de que Robert rendía tributo únicamente a la corona. De no haber sido por la Reina, no habría tenido ojos más que para mí.
Siguieron cabalgando juntos.
—¿Qué os proponéis viniendo así de sorpresa, bribón? —preguntó ella. Bribón, dicho de aquella manera era un término cariñoso, y no era la primera vez que la oía aplicárselo.
—No podía permitir que fuese otro quien os llevase a Kenilworth —dijo él con vehemencia.
—Bueno, considerando las ganas que tenemos de ver ese castillo mágico vuestro, os perdonaremos. Tenéis un aspecto muy saludable, Rob.
—Me encuentro mejor que nunca —contestó él—. Y eso quizá se deba al hecho de que estoy al lado de mi soberana.
Me sentí enferma de rabia, pues no había mirado ni una sola vez en mi dirección.
—Bueno, démonos prisa —dijo la Reina—. O tardaremos semanas en llegar a Kenilworth.
Cenamos en Itchingworth, donde tuvimos una espléndida recepción, y como había un bosque, la Reina expresó deseos de cazar.
La vi irse cabalgando junto a Robert. No hacía tentativa alguna de ocultar la atracción que sentía hacia él. En cuanto a él, no podía estar segura de cuánto era verdadero afecto y cuánto ambición. Lo más probable es que ya no siguiese teniendo esperanzas de casarse con ella, pero aun así seguía necesitando conservar su favor. No había hombre en Inglaterra más odiado que Robert Dudley. Se había encumbrado gracias al especial interés de la Reina y eso había provocado muchas envidias. Que había miles de personas que esperaban ansiosas su caída, muchas que le conocían y otras muchas que no… así es la naturaleza humana.
Yo estaba empezando a entender a Robert y, mirando hacia atrás, todo me resultaba mucho más claro que en los días de nuestra intimidad. Se comportaba cortésmente con todos los que se acercaban a él, siempre se mostrasen humildes, y de hecho su actitud desmentía a veces la fuerza calculadora que se escondía tras ella. Tenía un temperamento que podía ser violento si se irritaba; había en su vida muchos secretos oscuros; aun así, a los que se acercaban a él con una actitud normal, les trataba con toda cortesía. Pero, por supuesto, él debía tener mucho cuidado, incluso con la Reina. Si ella tenía tristes recuerdos que habían influido en su actitud hacia el amor, lo mismo le sucedía a él. Su abuelo, asesor financiero del Rey Enrique VII, había sido decapitado… arrojado a los lobos, se decía, para aplacar al pueblo, que estaba descontento por los impuestos decretados por el Rey y recaudados por Dudley y Empson; el padre de Robert había perdido la cabeza por intentar poner en el trono a Juana Grey y a su hijo Guildford. Era natural pues, que Robert se esforzase al máximo por conservar su cabeza. Creo que estaba bastante seguro, Isabel detestaba firmar sentencias de muerte aunque se tratase de enemigos. Era muy poco probable que, pasase lo que pasase, fuese a firmar alguna vez la de su amado.
Pero, por supuesto, podía caer en desgracia y, naturalmente, se esforzaba al máximo para que no sucediese.
Aún no me había visto cuando llegamos a Grafton, donde la Reina tenía una mansión propia. Isabel estaba de magnífico humor. De hecho, lo estaba desde el momento en que había llegado Robert. Cabalgaban juntos y a menudo estallaba su risa cuando intercambiaban bromas secretas.