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Entramos así en un nuevo reinado: el de Eduardo VI. El joven Rey sólo tenía diez años cuando subió al trono… no era mucho mayor que yo; y nuestro modelo, Isabel, le llevaba cuatro años. Recuerdo cuando mi padre llegó a Rotherfield Greys, bastante satisfecho del giro de los acontecimientos. Eduardo Seymour, el tío del joven Rey, había sido nombrado Protector del Reino y se le había otorgado el título de Duque de Somerset. Aquel caballero, tan importante ahora, era protestante e inculcaría la nueva fe en su joven sobrino.

Mi padre se sentía cada vez más inclinado hacia el protestantismo, y como le comentaba a mi madre, la mayor calamidad que podía caer sobre el país (y sobre la familia Knolly, por otra parte) sería la subida al trono de la católica María, la hija mayor del Rey y de Catalina de Aragón.

—Entonces —profetizaba mi padre— los patíbulos se llenarían con la sangre de honrados ingleses e inglesas, y la temible Inquisición que florece en España se introduciría en este país. Demos pues gracias a Dios por el joven Rey y pidámosle que, por su clemencia y sus cuidados, Eduardo Vi reine muchos años en Inglaterra.

Y así, nos arrodillábamos y rezábamos (costumbre que yo ya tenía la sensación de que nuestra familia seguía con demasiado celo) mientras nuestro padre agradecía a Dios su bondad con Inglaterra y le pedía que siguiese velando por el país, y protegiendo en especial a la familia Knolly.

La vida siguió como siempre unos cuantos años en los que vivimos como solía hacerlo la aristocracia rural, siguiendo con nuestros estudios. Era tradición de nuestra familia el que hasta las hijas estuviesen bien educadas; se prestaba especial atención a la música y la danza; nos enseñaron a tocar el laúd y el clavicordio, y siempre que se introducía en la Corte una danza nueva, debíamos aprenderla. Nuestros padres estaban decididos a prepararnos por si de pronto nos llamaban a todos a la Corte. Solíamos cantar madrigales en la galería o tocar allí nuestros instrumentos.

Comíamos a las once en el salón principal y cuando teníamos invitados la comida solía prolongarse hasta las tres de la tarde, y allí nos quedábamos escuchando la charla, que a mí me interesaba, pues, durante el reinado del joven Eduardo, yo crecía muy deprisa y me interesaba mucho todo lo que pasaba fuera de Rotherfield Greys. Luego cenábamos a las seis. Siempre había una buena mesa y cierta emoción, porque nunca podíamos estar seguros de quién vendría a acompañarnos. Como casi todas las familias de nuestra posición, manteníamos casa abierta, pues mi padre no podía arriesgarse a que pensaran que no nos podíamos permitir cumplir con las normas de hospitalidad. Había grandes asados de res y de carnero y pasteles de carne de todas clases, sazonados con hierbas de' nuestros huertos y jardines, venados y corzos y pescados acompañados de salsas, así como conservas de frutas, mazapán, pan de jengibre y pan de azúcar. Si quedaba algo, lo terminaban los criados, y siempre había mendigos a la puerta. El número de mendigos, según comentaba constantemente mi madre, había aumentado muchísimo desde que el Rey Enrique había disuelto los monasterios.

Siempre hacíamos fiesta por Navidad, y los niños nos entreteníamos disfrazándonos y representando obras de teatro. Nos divertía mucho lo de encontrar la moneda de plata en el gran pastel de la noche de Reyes, pues quien la encontrase sería rey (o reina) aquel día. E inocentemente, creíamos que aquello duraría siempre.

Por supuesto, si hubiésemos sido más sabios habríamos visto los presagios. Nuestros padres los vieron, y por eso mi padre estaba tan taciturno y serio. La salud del Rey era delicada, y si al Rey le ocurriera algo, heredaría el trono aquella María a la que temíamos, y no éramos los únicos. El hombre más poderoso del país compartía los temores de mi padre. Era éste John Dudley, duque de Northumberland, que se había convertido prácticamente en regidor de Inglaterra. Si María subía al trono significaba el fin de Dudley. Como éste no estaba dispuesto a pasar el resto de sus días en prisión, ni a poner la cabeza bajo el hacha del verdugo, se dedicaba a hacer planes.

Oí a mis padres hablar de esto y me di cuenta de que estaban muy preocupados. En el fondo, mi padre era un hombre respetuoso de la ley y, por mucho que lo intentase, no podía negar el hecho de que la mayoría estaba dispuesta a aceptar a María como auténtica heredera del trono. Era una situación extraordinaria, puesto que María era la heredera legítima y, en consecuencia, Isabel no podía serlo. La madre de María había sido desplazada cuando el Rey, deseoso de casarse con Ana Bolena, decretó que su matrimonio con Catalina de Aragón, que había durado más de veinte años, no era legal.

Por pura lógica, había que admitir que si su matrimonio con Catalina era legal, el contraído luego con Ana Bolena no lo era, y la hija de Ana, Isabel, era por tanto bastarda. Mi familia (por lealtad a los Bolena y por propio interés) debía creer, claro está, que el primer matrimonio del Rey era ilegal. Pero como mi padre era hombre de gran sentido lógico en la mayoría de las cuestiones, supongo que tenía ciertas dificultades para mantener su fe en la legitimidad de Isabel.

Le explicó a mi madre que creía que Northumberland intentaría colocar en el trono a Lady Juana Grey. Tenía ciertos derechos, sin duda, por su abuela, la hermana de Enrique VIII, pero pocas personas lo aceptaban. Las poderosas facciones católicas de todo el país apoyaban con firmeza a María. No era pues de extrañar que la enfermedad del joven Rey Eduardo causase tantos temores a mi padre.

Pese a todo, no se puso del lado de Northumberland. ¿Cómo podía él, casado con una Bolena, apoyar a alguien que no fuese la princesa Isabel? E Isabel, como hija del Rey, no había duda de que estaba por delante de Lady Juana Grey. Por desgracia, estaba María, hija de la princesa española, ferviente católica e hija mayor del Rey.

Eran tiempos en los que resultaba imprescindible ser prudente. El duque de Northumberland lo había aventurado todo en favor de Juana Grey casándola con su hijo, Lord Guildford Dudley.

Así estaban las cosas en el último año del reinado del joven monarca. Yo tenía por entonces doce años. Mis hermanas y yo nos interesábamos más por los chismes y murmuraciones que oíamos de la servidumbre, sobre todo los relacionados con nuestra ilustre prima Isabel. Por este medio, adquirimos una imagen de ella muy distinta de la que nos había imbuido nuestra madre de erudita en griego y latín y brillante ejemplo para sus primas Knolly, menos virtuosas y menos intelectuales.

Tras la muerte del Rey Enrique VIII, había sido enviada a vivir con su madrastra Catalina Parr a Dower House, Chelsea, y Catalina Parr se había casado con Thomas Seymour, uno de los hombres más apuestos y atractivos de Inglaterra.

—Dicen —nos contó una de las sirvientas— que está enamorado de la princesa Isabel.

A mí siempre me interesaba aquel anónimo «dicen». Gran parte de todo aquello eran, claro está, conjeturas, y quizá debiesen rechazarse como vanas murmuraciones, pero creo que a menudo había un germen de verdad. En fin, lo cierto es que «decían» que sucedían cosas intrigantes en Dower House y que existía cierta relación entre Isabel y el marido de su madrastra, que era impropio de su rango, así como de su carácter. Al parecer, él entraba en el dormitorio de Isabel y le hacía cosquillas cuando ella estaba en la cama. Ella huía corriendo de él entre risas y gritos, gritos que constituían en cierto modo una invitación. Cierto día, en el jardín, Isabel llevaba un traje de seda nuevo y él, incitado por su esposa, cogió unas tijeras y se lo cortó todo entre juegos y bromas.

Pobre Catalina Parr, «decían». ¿Es que no se daba cuenta del verdadero carácter de aquellos juegos? Claro que debía darse cuenta, y se unía a ellos para darles un cierto aire de respetabilidad que ocultase lo impropio de los mismos.