Hacía un calor tremendo, y cuando llegamos a Grafton teníamos mucha sed. Entramos en el salón, Robert y la Reina dirigiendo la comitiva, y Robert llamó a los criados para que trajesen la cerveza suave que le gustaba beber a la reina.
Hubo mucho movimiento y alboroto y por fin trajeron la cerveza, pero cuando la Reina la probó, la escupió de inmediato.
—Yo no puedo beber esto —gritó, indignada—. Es demasiado fuerte para mí.
Robert la probó y declaró que era más fuerte que la malvasía y que le mareaba tanto que no podía mantener el control de sí mismo. Ordenó a los criados que buscasen la cerveza suave que quería Su Majestad.
Pero esto no era fácil de solucionar porque no había en la casa, y cuanto más sedienta se sentía la Reina, más furiosa se ponía.
—Qué criados son éstos —gritó— que no saben servirme mi buena cerveza. ¿Es que no hay nada que beber aquí?
Robert dijo que no se atrevía a pedir agua porque no podía estar seguro de que no estuviese contaminada. La proximidad de los retretes era siempre una amenaza y especialmente haciendo calor como entonces.
No era él hombre de los que se sientan a lamentarse en una crisis; envió a sus criados al pueblo y al poco tiempo se consiguió un poco de cerveza suave y cuando Robert se la llevó a la Reina, ésta se mostró muy complacida con la bebida y con su portador.
Fue en Grafton cuando Robert se dio cuenta de mi presencia. Vi que se sorprendía, que miraba otra vez, y otra.
Se acercó a mí e inclinándose dijo:
—Lettice, cuánto me alegro de veros.
—También a mí me complace veros, Lord Leicester.
—Cuando nos vimos por última vez éramos Lettice y Robert.
—De eso hace mucho tiempo.
—Ocho años.
—¿Lo recordáis, entonces?
—Hay cosas que nunca se olvidan.
Allí estaba la aventura. Lo veía en sus ojos. Creo que, como en mi caso, el peligro estimulaba el deseo. Allí nos quedamos mirándonos y me di cuenta de que estaba recordando (igual que yo) momentos íntimos que habían tenido lugar tras las puertas cerradas de aquella cámara secreta donde habíamos hecho el amor.
—Hemos de vernos otra vez… a solas —dijo.
—A la Reina no le gustará —contesté.
—Es cierto —contestó él—. Pero si no lo sabe, no podrá disgustarse. Permitidme que os diga que me complace mucho que vengáis con nosotros a Kenilworth.
Dicho esto, me dejó. Estaba muy deseoso de que la Reina no se diese cuenta del interés que sentíamos el uno por el otro. Me convencí a mí misma de que quizá se debiese a que temía que Isabel me despidiese otra vez.
Me emocionaba que nuestra relación siguiera siendo la misma. No echaba de menos nada de aquel magnetismo. Había aumentado con la edad. Esperaba que mi atractivo siguiese siendo igual para él. Bastaba que estuviésemos cerca uno de otro para saber que teníamos mucho que darnos.
Esta vez, sin embargo, yo no lo daría tan liberalmente. Tenía que convencerle de que yo deseaba una relación de base más firme. Pensaba casarme con él. ¿Cómo podía hacerlo teniendo ya marido? No tenía sentido. Pero no podía aceptarme y luego dejarme por orden de la Reina. Debía hacérselo entender muy claro desde el principio.
Y así los días se llenaban de emoción. Nos mirábamos y las miradas que cruzábamos eran significativas. Cuando llegase la oportunidad, estaríamos preparados para aprovecharla.
Creo que aquella situación torturante estimulaba nuestro deseo. Sería más fácil cuando estuviésemos en Kenilworth.
Llegamos al castillo el 9 de julio. Cuando apareció entre nosotros, hubo un griterío general y vi que Robert miraba a la Reina, suplicando su admiración. Era ciertamente una visión majestuosa. Aquellas torres almenadas y el poderoso alcázar proclamaban una verdadera fortaleza; y por el lado sudoeste, había un hermoso lago espejeando bajo la luz del sol. Lo cruzaba un gracioso puente que Robert había mandado construir hacía poco. Y tras el castillo, se veía el verdor del bosque, permitiendo a la Reina buena caza.
—Parece una residencia real —dijo la Reina.
—Se proyectó con el exclusivo propósito de complacer a una Reina —dijo Robert.
—Dejaréis en ridículo a Greenwich y a Hampton —replicó ella.
—No —Contestó Robert, cortesano siempre—. Es tan sólo vuestra presencia lo que da carácter regio a esos lugares. Sin vos no son más que montones de piedras.
Me daban ganas de reír. «Exageráis un poco, Robert», pensé; pero evidentemente, ella no pensaba lo mismo, pues le miraba amorosa y complacida.
Nos aproximábamos al alcázar cuando vimos que nos cortaban el paso diez muchachas vestidas con mantos de seda blanca que representaban a las sibilas. Y una de ellas se adelantó y recitó un verso que ensalzaba las perfecciones de la Reina y le predecía un reinado largo y feliz.
Yo estuve observando a la Reina durante el recitado del poema. Saboreaba extasiada cada palabra. Era el tipo de representación que tanto había gustado a su padre, y el placer que a ella le producía era una de las principales características que había heredado de él. Robert la observaba con profunda satisfacción. ¡Qué bien debía conocerla! Él tenía que estar pendiente de ella en un sentido. Cómo debía haberle frustrado el que hubiese alargado hacia él la relumbrante corona y luego, justo cuando él creía que podía cogerla, la hubiese retirado otra vez. Si no hubiese sido tan alto el precio, si ella no tuviese en sus manos el futuro de él, ¿durante cuánto tiempo habría permitido él que le tratasen así?
Pasamos a la siguiente representación y me di cuenta de que aquello era un precedente de lo que serían los días sucesivos. Robert condujo a la Reina hasta la palestra, donde les salió al paso un hombre de aspecto feroz, tan alto como el propio Robert. Vestía túnica de seda y blandía un garrote, que agitaba amenazadoramente. Algunas de las damas gritaron con burlón horror.
—¿Qué hacéis aquí? —gritó, con voz de trueno—. ¿No sabéis que esto son los dominios del poderoso conde de Leicester?
—Buen sirviente —contestó Robert—, ¿es que no veis quién está entre nosotros?
El gigante abrió los ojos asombrado al volverse a la Reina y se los protegió como si le cegase su magnificencia. Luego, cayó de hinojos, y, cuando la Reina le indicó que se levantase, le ofreció su garrote y las llaves del castillo.
—Ábranse las puertas —gritó—. Este día se recordará por mucho tiempo en Kenilworth.
Se abrieron las puertas y entramos. En los muros del patio había seis trompeteros vestidos con ropajes de seda. Resultaba muy impresionante, pues sus trompetas tenían casi dos metros de longitud. Tocaron dando la bienvenida, y la Reina aplaudió, muy satisfecha.
A medida que avanzábamos, la escena se hacía más espectacular. En medio del lago, habían construido una isla y en ella había una hermosa mujer. A sus pies estaban tendidas dos ninfas y a su alrededor un grupo de damas y caballeros sostenían en alto antorchas encendidas.
La dama del lago recitó un panegírico similar a los que habíamos oído antes. La Reina proclamó que todo aquello era maravilloso. Luego la llevaron al patio central, donde había un grupo reunido, vestidos todos de dioses: Silvano, rey de los bosques, le ofreció a la Reina hojas y flores; allí estaba Ceres con trigo; Baco con uvas, Marte con armas y Apolo con instrumentos musicales para cantar el amor que el país profesaba a su Reina.
Ella los recibió a todos con gratas palabras, felicitándoles por su arte y su belleza.
Leicester le dijo que había muchas más cosas que tenía que ver, pero que la suponía cansada del viaje y prefería que descansara. Debía tener sed, además, y él podía asegurarle que encontraría la cerveza de Kenilworth muy de su gusto.