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Era un domingo. La Reina había ido a la iglesia por la mañana, y, como hacía buen tiempo, se decidió que algunos actores de Coventry representasen Hock Ticte, una obra sobre los daneses, para entretenerla.

Yo estaba más o menos entretenida viendo a aquellos rústicos con sus trajes improvisados y sus acentos pueblerinos interpretando a hombres de los que no podían tener idea alguna. A la Reina le encantaban; disfrutaba entre la gente rústica y sencilla, y le gustaba convencerles de que, pese a su majestad y su gloria, sentía un gran respeto por ellos y les amaba. En nuestro viaje, teníamos que pararnos una y otra vez en el camino si cualquier persona humilde se acercaba a ella. Y ella tenía una palabra amable o tranquilizadora. Debía haber muchas personas en el país que recordarían un encuentro con ella toda la vida y que la servirían con la mayor lealtad porque ella no se había mostrado tan orgullosa como para no hablar con ellos.

Así, pues, dedicaba a los actores de Coventry la misma atención que podría haber dedicado a los de la Corte, y allí estaba sentada riendo cuando era momento de reír y aplaudiendo sólo cuando se esperaba el aplauso.

La obra era sobre la invasión de los daneses, sobre su insolencia y las violencias y ultrajes de que habían hecho objeto al pueblo inglés. El personaje principal era Hunna, general del rey Ethelred y, por supuesto, la obra terminaba con la derrota de los daneses. Como tributo al sexo de la Reina, los daneses cautivos eran conducidos por mujeres, ante lo cual, la Reina aplaudió sonoramente.

Cuando terminó la función, insistió en que se presentasen a ella los actores para poder decirles lo mucho que le había gustado su interpretación.

—Buenos hombres de Coventry —dijo— me habéis deleitado y seréis recompensados. En la cacería de ayer cobramos varios ciervos y daré orden de que os den dos de los mejores, y además se os entregarán cinco marcos en dinero.

Los buenos hombres de Coventry cayeron de hinojos y declararon que jamás olvidarían el día en que habían tenido el honor de actuar ante la Reina. Eran hombres leales, y desde aquel día no habría uno solo de ellos que no estuviese dispuesto a dar la vida por su soberana.

Ella les dio las gracias y, observándola, me di cuenta de cómo mantenía aquel extraño y regio don consistente en que sin perder un ápice de su dignidad podía ser completamente natural con ellos y hacer que ellos lo fuesen con ella. Podía elevarlos sin descender de su dignidad regia. Comprendí mejor que nunca su grandeza. Y el que rivalizásemos por el mismo hombre me llenaba de una intensa emoción. Y el hecho de que él estuviese dispuesto a arriesgar tanto para satisfacer su pasión por mí era indicio de la profundidad de esta pasión.

La existencia de este sentimiento entre nosotros era algo indudable. Éramos los dos audaces aventureros y estaba segura de que el peligro le resultaba tan irresistible a él como me resultaba a mí.

Fue ese mismo día cuando tuve oportunidad de hablar con Douglass Sheffield.

Había terminado la función y aún quedaban algunas horas para el crepúsculo, por lo que la Reina, cabalgando junto a Robert y seguida de algunas de sus damas y caballeros, había salido hacia el bosque. Entonces vi a Douglass Sheffield que paseaba sola por el jardín, y fui hacia ella.

Nos encontramos junto al lago como por casualidad, y la saludé.

—Sois Lady Essex, ¿verdad? —preguntó.

Contesté que sí, y pregunté si ella era Lady Sheffield.

—Deberíamos conocernos —continué—. Estamos emparentadas a través de la familia Howard.

Ella pertenecía a los Effingham Howard y era mi bisabuela, la esposa de Sir Thomas Bolena, quien pertenecía a la familia.

—Vaya, así que somos primas lejanas —añadí.

La examiné detenidamente. Podía entender muy bien que Robert la hubiese considerado atractiva. Tenía el atractivo que poseían muchas mujeres de la familia Howard. Mi abuela María Bolena y Catalina Howard debían haber sido bastante parecidas. Ana Bolena tenía algo más: aquel inmenso atractivo físico más una veta calculadora que la hacía ambiciosa. Ana había calculado mal (por supuesto, había tenido que tratar con un hombre muy difícil) y había acabado decapitada, pero si hubiese sido algo más diestra en el manejo de sus asuntos y hubiese tenido un hijo, no tenía por qué haberle sucedido lo que le sucedió.

Douglass era, pues, del tipo suave, condescendiente, sensual, de las que no exigen nada a cambio de lo que dan. Las de su tipo, atraen inmediatamente al sexo opuesto, pero lo más frecuente es que la relación no sea perdurable.

—La Reina —dije— está cada vez más enamorada de Lord Leicester.

Frunció el ceño y pareció entristecerse. Así pues hay algo, pensé.

—¿Creéis que se casará con él? —proseguí.

—No —dijo Douglass con vehemencia—. No puede hacerlo.

—No entiendo por qué. Él lo desea, y a veces ella parece desearlo tanto como él.

—Pero él no podría hacerlo.

Empecé a sentirme inquieta.

—¿Por qué no, Lady Sheffield?

—Porque… —vaciló—. No, no debo decirlo. Sería peligroso. Él nunca me lo perdonaría.

—¿Os referís acaso al conde de Leicester?

Me miró perpleja y sus ojos se llenaron de lágrimas.

—¿Puedo hacer algo por vos? —pregunté suavemente.

—Oh, no, no. Debo irme. No sé lo que digo. He estado enferma. Tengo deberes que atender, así que…

—Tenía la impresión de que estabais triste últimamente —dije, decidida a retenerla—. Me parecía que os sucedía algo y que debía hablar con vos. Creo que los que están ligados por la sangre tienen un lazo entre sí.

Pareció sorprenderse un poco y dijo:

—Puede que así sea.

—A veces ayuda explicar las cosas a un oyente comprensivo.

—No quiero explicar nada, en realidad. No tengo nada que decir. No debería haber venido. Debería estar con mi hijo.

—¿Tenéis un hijo?

Asintió.

—Yo tengo cuatro. Penélope, Dorothy, Robert y Walter. Les echo muchísimo de menos.

—Así que tenéis también un Robert.

Me puse tensa.

—¿Se llama así vuestro hijo?

Asintió otra vez.

—Bueno —continué—, es un bonito nombre. El del marido de nuestra Reina… si alguna vez decidiese casarse.

—No podría —dijo Douglass, cayendo en la trampa.

—Parecéis muy nerviosa.

—Vos me hacéis ponerme al hablar de su matrimonio…

—Es lo que él está esperando. Todo el mundo lo sabe.

—Si ella hubiese querido casarse con él, ya lo habría hecho hace mucho.

—¿Cómo iba a hacerlo después de la misteriosa muerte de la esposa de él? —murmuré.

Ella se estremeció.

—A veces pienso en Amy Dudley. Y tengo pesadillas con ella. A veces sueño que estoy en aquella casa y que alguien entra furtivamente en mi habitación…

—Vos soñáis que sois su esposa… y que quiere deshacerse de vos. ¡Qué extraño!

—No…

—Creo que tenéis miedo de algo.

—Cómo cambian los hombres —dijo con tristeza—. Son tan ardientes y luego atrae su atención otra persona y…

—Y su pasión —dije despreocupadamente.

—Puede ser… muy aterrador.

—Lo sería con un hombre como el conde… después de lo que pasó en Cumnor Place. ¿Pero cómo podríais saber vos lo que pasó allí? Es un oscuro secreto. Habladme de vuestro hijito. ¿Qué edad tiene?

—Tiene dos años.

Guardé silencio, calculando. ¿Cuándo había muerto el conde de Sheffield? ¿No había sido en el setenta y uno cuando había sabido yo que las hermanas Howard acosaban a Robert? Había sido ese año o el siguiente quizá cuando había muerto Lord Sheffield, y, sin embargo, en los años setenta y cinco Douglass Sheffield tenía un niño de dos años llamado Robert.