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—El conde de Leicester —murmuré.

Ella cabeceó, asintiendo.

—Era el hombre más atractivo que había visto en mi vida. Podía entender por qué era el hombre más poderoso de todos los reunidos, y por qué disfrutaba del favor constante de la Reina. Todo el mundo decía que pronto se casaría con él.

—Llevan diciendo eso desde que ella subió al trono.

—Lo sé. Pero al mismo tiempo parecía como si hubiese un entendimiento secreto entre ellos. Esto le daba a él algo… que no puedo describir… Si hablaba con alguna de nosotras, o nos sonreía, nos sentíamos orgullosas. Mi hermana y yo discutíamos por su causa, porque era muy amable con ambas. Francamente, estábamos celosas. Era extraño porque hasta entonces nunca me había fijado gran cosa en los demás hombres. Aceptaba a John Sheffield como mi esposo y para mí era suficiente… y luego… pasó aquello.

—¿Qué pasó? —pregunté.

—Tuvimos una entrevista secreta. Oh, me da tanta vergüenza. Nunca debería haberlo hecho. No puedo entender qué me pasó.

—Os convertisteis en su amante —dije, y no pude ocultar el tono cortante que se deslizó en mi voz.

—Sé que parece imperdonable. Pero no podéis imaginaros lo que era aquello…

«¡Oh, sí, Douglass, claro que puedo! —pensé—. Al parecer, yo era tan crédula como vos.»—Así pues, os sedujo —dije.

Asintió.

—Me resistí durante mucho tiempo —se disculpó—. Pero no os imagináis lo impaciente e impetuoso que puede ser. Estaba decidido a tenerme, me dijo después. Y mi rechazo era un reto. Yo alegué que no creía que debiesen hacerse tales cosas fuera del matrimonio y él preguntó cómo podía casarse conmigo teniendo yo ya como tenía otro esposo. Luego habló de lo distinto que sería si yo no estuviese casada, y tan persuasivamente se explicó que casi creí que John iba a morir y que yo iba a casarme con Robert. Escribió una nota que me dijo que tendría que destruir en cuanto la leyera. Me decía en ella que se casaría conmigo cuando muriese mi marido, lo cual prometía sería pronto, y entonces podríamos gozar legalmente de los éxtasis que ya habíamos saboreado.

—¡Escribió eso! —exclamé. —Sí.

Luego me miró casi suplicante.

—¿Cómo iba yo a destruir una nota como aquella? —preguntó—. La leía todos los días y dormía con ella debajo de la almohada. Vi a Robert varias veces en Belvoir. Nos encontrábamos en un aposento vacío y a veces en el bosque. Él decía que era muy peligroso y que si la Reina se enteraba sería su final. Pero lo hacía porque estaba locamente enamorado de mí.

—Lo comprendo perfectamente —dije con amargura—. Y cuando vuestro esposo murió…

—Antes de eso sucedió algo horrible. Perdí la carta de Robert. Me dominó el pánico. Él me había ordenado que la destruyese, pero yo no podía hacerlo. Cada vez que la leía, lo sentía a él de nuevo tan claramente. En aquella carta me decía que se casaría conmigo cuando muriese mi marido… ¿comprendéis?

—Sí, comprendo —Je aseguré.

—Encontró la carta mi cuñada. Nunca me había querido. Yo me puse frenética. Llamé a todas mis doncellas una a una. Las interrogué, las amenacé. Pero todas dijeron que no la habían visto. Luego le pregunté a Eleanor, la hermana de mi esposo. Ella la había encontrado, la había leído y se la había dado a él. Hubo una escena espantosa. Mi esposo me obligó a confesarlo todo. Estaba absolutamente fuera de sí y me odiaba. Me echó de su dormitorio y me dijo que fuese con el perrillo faldero de la Reina que ya había asesinado a su esposa. Dijo cosas terribles de Robert y que iba a destruirle a él y a mí, y que todo el mundo sabría lo que había ocurrido en Belvoir y que Robert Dudley planeaba matarle como había matado a su esposa. Me pasé la noche llorando y por la mañana él se había ido. Mi cuñada me explicó que se había ido a Londres a preparar el divorcio y que por la mañana todo el mundo sabría que yo era una ramera.

—¿Y qué pasó entonces?

—John murió antes de poder decírselo a nadie.

—¿Cómo murió?

—Fue una especie de disentería.

—¿Y vos creéis que Leicester lo preparó?

—Oh, no, qué va. Él no fue. Simplemente sucedió.

—*Fue muy oportuno para Leicester, ¿no? ¿Había sufrido antes vuestro marido de esa… disentería?

—Que yo sepa no.

—Bueno, entonces no había ya ningún obstáculo para vuestro matrimonio.

Ella me miró, compungida.

—Él dijo que habría sido su final casarse conmigo. Me hablaba muchas veces de cuánto deseaba tenerme por esposa, pero, en fin, la Reina tenía tantos celos… y le tenía tanto cariño a él.

—Sí, sí, lo comprendo.

—Oh, sí, cualquiera que conociese a Robert lo entendería. Bueno, había personas que sabían. Siempre lo sabe alguien. Y la familia de John… se pusieron furiosos. Acusaban a Robert de la muerte de John, y también a mí, claro.

—Le acusaron de asesinar a vuestro marido para que vos quedaseis libre, y sin embargo, cuando quedasteis libre no se casó con vos.

—Ahí se ve la falsedad del rumor —dijo ella.

Bueno, pensé yo, John Sheffield estaba a punto de crearle un problema, un problema que le habría puesto en peligro de perder el favor real y su consideración de un posible matrimonio. Era fácil imaginar la furia de Isabel si se hubiese enterado de los encuentros secretos en el castillo de Belvoir y de que Robert le había hablado de matrimonio a Douglass. Y si Robert se hubiese casado realmente con Douglass se habría visto envuelto en un asunto tan desagradable como el de la muerte de su propia esposa.

Cada vez aprendía más cosas sobre aquel hombre que dominaba ya mi vida… igual que la de la Reina y la de Douglass Sheffield.

—¿Y vuestro hijo? —insistí.

Vaciló y luego dijo:

—Nació dentro del matrimonio. Robert no es un bastardo.

—¿Queréis decir que vos sois la esposa de Leicester?

Asintió.

—No puedo creerlo —exploté.

—Es cierto —contestó ella con firmeza—. Cuando murió John, Robert se comprometió a casarse conmigo en una casa de Cannon Row, en Westminster, y después dijo que no podía seguir adelante con ello porque temía la cólera de la Reina. Pero yo estaba desquiciada. Estaba deshonrada y eso me producía una gran angustia. Al final, él cedió y nos casamos.

—Cuándo? —exigí—, ¿Y dónde?

Yo intentaba desesperadamente demostrar que mentía. Estaba medio convencida ya de que así era, pero no estaba segura de si esa convicción nacía de lo desesperadamente que deseaba creerlo.

Ella contestó de inmediato:

—En una de sus posesiones… en Esher, Surrey.

—¿Hubo testigos?

—Oh, sí, estuvieron presentes Sir Edward Horsey y el médico de Robert, el doctor Julio. Robert me dio un anillo con cinco diamantes en punta y otro facetado. Se lo había dado a él el conde de Pembroke, que le había dicho que sólo se lo diese a su esposa.

—¿Y tenéis ese anillo?

—Está escondido en un lugar seguro.

—¿Y por qué no reveláis públicamente que sois su esposa?

—Tengo miedo de él.

—Creí que le amabais locamente.

—Así es, pero se puede estar enamorada de una persona y a la vez tenerle miedo.

—¿Y vuestro hijo?

—Robert se emocionó mucho cuando nació. Viene a verle siempre que puede. Quiere muchísimo al muchacho. Siempre le ha querido. Me escribió cuando nació, dando gracias a Dios por el nacimiento, y diciendo que el muchacho sería un consuelo para ambos en nuestra vejez.

—Da la sensación de que sois muy feliz.

Me miró a los ojos y movió la cabeza.