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—Tengo tanto miedo…

—¿De que os descubran?

—No. Eso me gustaría. No me importaría que la Reina le echase de la Corte.

—Pero a él sí —Je recordé, hoscamente.

—Yo sería muy feliz viviendo una vida tranquila lejos de la Corte.

—Tendríais que vivir entonces sin ese hombre ambicioso al que llamáis vuestro marido.

—Es mi marido.

—¿De qué tenéis miedo entonces?

Me miró otra vez de aquella manera.

—A Amy Robsart la encontraron al fondo de una escalera, desnucada —.dijo sencillamente.

No siguió. No era necesario.

En cuanto a mí, no podía creerla. Todos mis sentidos gritaban contra aquella historia. No podía ser cierta. Sin embargo, ella la contaba sin el menor sentimiento de culpa, y a mí no me parecía que fuese capaz de inventar tanto.

De algo estaba segura: Douglass Sheffield era una mujer aterrada.

Tenía que hablar con él. ¡Pero qué difícil era! Estaba decidida sin embargo a descubrir la verdad, aunque eso significase traicionar a Douglass. Si él se hubiese casado realmente con ella, habría significado que estaba realmente enamorado de ella. La sola idea me enfurecía. ¿No había yo imaginado muchas veces que me casaba con él, y me había consolado con la seguridad de que no se casaría con nadie más que conmigo, y que la única razón de que no lo hubiese hecho antes de casarme yo con Essex había sido el que estaba ofuscado por el favor de la Reina y temía poner fin a su carrera en la Corte si lo hacía? Ni siquiera por mí podía permitirse él correr el riesgo de ofender a la Reina, y yo estaba segura de que si lo hacía caería sobre él el desastre. Y, sin embargo, se había arriesgado por aquella imbécil e insignificante Douglass Sheffield. Es decir, si había algo de cierto en aquella historia del matrimonio.

Tenía que enterarme de la verdad porque no tendría paz hasta que lo supiese.

Al día siguiente de las revelaciones de Douglass, una de las criadas vino a decirme que Lady Mary Sidney quería hablar conmigo en sus aposentos. Lady Mary, hermana de Robert, que estaba casada con Sir Henry Sidney, contaba con 1a mayor consideración de la Reina debido a la viruela que había contraído cuidándola y que le había desfigurado. Acudía de vez en cuando a la Corte por complacer a la Reina, aunque yo sabía que prefería permanecer retirada en Penshurst. Isabel siempre se aseguraba de que se le adjudicasen aposentos muy especiales. Otra razón del afecto que Isabel le tenía era el que fuese hermana de Robert. El afecto que por él sentía se ampliaba al resto de la familia.

Me recibió cuidadosamente velada y manteniendo la cara en sombras. Sus aposentos eran magníficos, como lo era todo en Kenilworth, pero me pareció que aquellas habitaciones eran de las mejores.

El suelo estaba cubierto con magníficas alfombras de Turquía, lujo que yo pocas veces había visto. Robert fue uno de los primeros en utilizar abundantemente alfombras. No había juncos por el suelo en Kenilworth. Vi de pasada la cama con dosel de la habitación contigua con sus colgaduras de terciopelo escarlata. Sabía que las sábanas estarían bordadas con la letra L en una corona. Los orinales de peltre de las mesillas de noche estaban colocados en cajas cubiertas de terciopelo acolchado a juego con los colores de la habitación. Cómo le encantaban a Robert las extravagancias… pero tenía tan buen gusto…

Me permití imaginar un hogar que pudiésemos compartir los dos algún día.

Lady Mary tenía la voz muy suave y me recibió con afecto.

—Venid y sentaos, Lady Essex —dijo—. Mi hermano me pidió que hablara con vos.

Mi corazón palpitó más aprisa. Estaba impaciente por oír.

—No podemos demorarnos mucho más en Kenilworth —dijo. Pronto llegará el momento en que la Reina quiera seguir viaje. Como sabéis, pocas veces está tanto tiempo en un sitio. Ha hecho una excepción en el caso de Kenilworth como prueba del afecto que profesa a mi hermano.

Era cierto, sin duda. Aquella visita al castillo formaba parte de uno de los recorridos por el país que la Reina frecuentemente emprendía. Formaban parte de su política, pues la mantenían en contacto con sus súbditos más humildes y el trato benévolo y considerado que les prodigaba seguía siendo la razón de su popularidad en todos los pueblos y aldeas del reino. Significaba también que apenas había una gran mansión rural en la que no hubiese parado, una noche al menos, y las que quedaban en su ruta debían prepararse para albergarla en consonancia con su condición. Si la hospitalidad que recibía no la complacía, no vacilaba en manifestarlo. Sólo con la gente humilde se mostraba benévola.

—Mi hermano ha estado planeando el itinerario de la Reina con ella. Han decidido que pasarán cerca de Chartley.

La idea me entusiasmó. Él había preparado aquello y había convencido a la Reina para que parara en Chartley porque era mi hogar. Luego, me dio un vuelco el corazón al pensar en los inconvenientes de Chartley que, comparado con Kenilworth, desmerecía notablemente.

—Mi marido está en Irlanda —dije.

—La Reina ya lo sabe, pero cree que vos podéis muy bien hacer de anfitriona. Parece que os turba un poco la idea. Han sugerido, además, que nos dejéis y vayáis a Chartley antes para poder disponer todo lo necesario para la visita.

—Temo que Chartley resulte muy inadecuado… después de esto.

—Su Majestad no espera encontrar un Kenilworth en todas partes. Ya ha dicho que no cree que haya lugar como éste. Hacedlo lo mejor que podáis. Aseguraos de que todo esté limpio. Eso es de la mayor importancia. Que haya juncos frescos en todas partes y que la servidumbre lleve ropa limpia. Si lográis eso, todo irá bien. Procurad que los músicos practiquen las melodías que a ella más le gustan, pues si le dais baile y música abundantes, disfrutará de su estancia allí. Os aseguro que eso es lo que a ella más le satisface.

Alguien llamó a la puerta y entró un joven. Yo ya le conocía. Era Philip Sidney, hijo de María y, en consecuencia, sobrino de Robert. Me había interesado por aquel muchacho desde que había oído que Robert le quería mucho y le consideraba como un hijo. Era un joven de noble apostura; debía andar entonces por los veinte años. Tenía una personalidad muy especial, lo mismo que Robert, pero sin embargo eran muy diferentes. En el muchacho había un algo suave y gentil, aunque no denotase esto falta de fuerza. Era una cualidad extraña; nunca había conocido yo a nadie como él, ni le he conocido luego. Era muy cortés con su madre, y advertí que ella le adoraba.

—He estado explicándole a Lady Essex lo de la visita de la Reina a Chartley —dijo María—. Creo que está un poco turbada.

Él volvió hacia mí su radiante sonrisa y yo dije:

—Pienso que Chartley le parecerá muy pobre comparado con Kenilworth.

—Su Majestad comprende que la mayoría de los lugares han de parecer pobres comparados con éste, y creo que quizá lo prefiera, porque le satisface saber que mi tío tiene la mejor finca del reino. Así que desechad vuestros temores, Lady Essex. Estoy seguro de que la Reina quedará muy satisfecha de una breve estancia en Chartley.

—Mi marido, como sabéis, está en Irlanda sirviendo a la Reina.

—Vos seréis una anfitriona encantadora —me aseguró.

—Llevo tanto tiempo alejada de la Corte —expliqué—. Volví con su Majestad poco antes de que se iniciara este viaje.

—Si puedo seros de alguna utilidad, estoy a vuestra disposición —dijo Philip, y Lady Sidney sonrió.

—Ése fue el motivo de que os pidiese que vinierais a verme —dijo—. Cuando Robert nos explicó que la Reina se proponía visitar Chartley, yo misma le recordé que el conde de Essex estaba fuera del reino. Él dijo que estaba seguro de que Lady Essex sabría hacer los honores con gracia y encanto, y sugirió que, si necesitabais ayuda, Philip podría acompañaros hasta Chartley y hacer lo que vos le ordenaseis.