Me gustaba imaginarme a la estudiosa Isabel perseguida por su dormitorio o con el vestido hecho trizas a tijeretazos, imaginar al jovial Seymour haciéndole cosquillas con ojos chispeantes, mientras su esposa, embarazada, procuraba fingir que el regocijo era cosa de familia.
Luego, finalmente, Catalina Parr había sorprendido a su amoroso marido besando a la joven princesa de un modo nada avuncular, de forma que ya no pudo fingir más y el resultado fue que Isabel abandonó Dower House. La siguió el escándalo, naturalmente. Se extendió el rumor de que la princesa había dado a luz una niña que era hija de Thomas Seymour.
Hubo firmes desmentidos de esto y desde luego parecía sumamente improbable, pero resultaba interesantísimo para nosotras, que habíamos vivido a la sombra de sus virtudes todos aquellos años.
Poco después de esto, Thomas Seymour, mezclado en ambiciosos planes políticos en su propio beneficio, compareció en juicio y fue decapitado. Entretanto, la salud del pequeño monarca era cada vez más precaria. Dudley indujo al pobre muchacho a hacer testamento prescindiendo tanto de María como de Isabel y nombrando a Juana Grey única heredera al trono. Juana se había casado por entonces con Lord Guildford. Pensé muchas veces en esto posteriormente. La elección podría haber recaído muy bien en el hermano de Guildford, Robert. Pero Robert había cometido ya la locura (si tal podía considerarse en vista de lo que sucedió después) de casarse a los diecisiete años con la hija de Sir John Robsart. Pronto se cansó de ella, desde luego… pero ésa es otra historia. Más tarde, considerando esto, me sentí muchas veces sorprendida, pero si no hubiese sido por el matrimonio de Robert, mi vida (y la de Isabel Tudor) habría sido muy distinta. Robert habría sido sin duda considerado mejor candidato que Guildford, que era débil de carácter y mucho menos apuesto, pues Robert debió ser apuesto y distinguido ya desde su juventud. Claro que cuando Isabel subió al trono, él se convertiría rápidamente en la estrella más luminosa de la Corte y continuó siéndolo hasta su muerte. Sin embargo, el destino favoreció a Robert (lo haría muchas veces) y fue el pobre Guildford, su hermano menor, quien se casó con la desdichada Juana Grey.
Es sabido, que cuando murió el Rey, Northumberland colocó a Juana en el trono y, pobre muchacha, reinó sólo nueve días, hasta el triunfo de los partidarios católicos de María.
Mi padre permaneció al margen del conflicto. No podía hacer otra cosa. La ascensión de María al trono, legítima o no, sería desastrosa para él, pero tampoco podía apoyar a la protestante Juana. No se trataba, a sus ojos, de una demanda justa. Sólo había una persona, sólo una, a la que él deseaba ver en el trono. Así que hizo lo que hacen en tales ocasiones los hombres prudentes: dejó la Corte y no tomó partido.
Al hacerse patente que el breve reinado de Juana había concluido, y al ser ésta, con Guildford Dudley, su padre y su hermano Robert, encerrados en la Torre, se nos convocó en el gran salón y allí nuestro padre nos explicó que Inglaterra había dejado de ser lugar seguro para nosotros. Los tiempos iban a ser muy duros para los protestantes. La princesa Isabel se encontraba en situación realmente precaria y, dado que nosotros éramos parientes suyos, mi padre había llegado a la conclusión de que lo más prudente era que abandonásemos Inglaterra.
Al cabo de unos días, estábamos camino de Alemania.
Permanecimos en Alemania cinco años, en los cuales pasé de niña a mujer. Me sentía muy inquieta e insatisfecha con la vida. Resultaba duro estar exiliada del propio país. Todos lo lamentábamos profundamente, sobre todo mis padres, pero ellos parecían hallar consuelo en la religión. Si mi padre se había sentido hasta entonces muy inclinado al protestantismo, al final de su estancia en Alemania, era uno de sus partidarios más firmes. Las nuevas que llegaban de Inglaterra fueron una de las principales razones de su conversión. El matrimonio de la reina María con el rey Felipe de España le hundió en la más profunda desesperación.
—Ahora —decía— tendremos la Inquisición en Inglaterra.
Por fortuna, no se llegó a tanto.
—Hay que tener en cuenta una cuestión —solía decirnos, pues naturalmente, le veíamos más que en Inglaterra, donde estaba entregado a los asuntos de la Corte—. La insatisfacción del pueblo con la Reina se inclinará hacia Isabel. Pero entretanto, lo que más temo es que María tenga un hijo.
Rezábamos por su esterilidad, y a mí me parecía irónico considerar que ella estaba rezando también fervorosamente por lo contrario.
—Me pregunto —dije despreocupadamente a mi hermana Cecilia— qué parte logrará el favor de Dios. Dicen que María es muy devota, pero también lo es nuestro padre. Me pregunto de qué lado está Dios, con los católicos o con los protestantes.
Mis palabras conmovieron muchísimo a mis hermanas. Y también a mis padres.
—Lettice, tendrás que tener cuidado con esa lengua — solía decir mi padre.
Yo no tenía ninguna gana de hacerlo, porque mis espontáneos comentarios me divertían y, desde luego, causaban su efecto en otras personas. Eran una característica (como mi cutis suave y delicadamente coloreado) que me diferenciaba de otras chicas y me hacía más atractiva.
Mi padre nunca dejaba de felicitarse por su prudencia al huir del país cuando aún era posible, pese a que al principio de subir al trono, María mostrase indicios de indulgencia. Liberó al padre de Lady Juana, duque de Suffolk, y se mostró reacia incluso a firmar la sentencia de muerte de Northumberland, que había manejado los hilos que habían unido a la pobre Juana y a Guildford y que les habían hecho Reina y Rey consorte por nueve breves días. De no haber sido por la rebelión de Wyatt, podría haber perdonado a la propia Juana, pues se daba perfecta cuenta de que la joven no había deseado en absoluto subir al trono.
Cuando recibimos en Alemania noticias de la desdichada rebelión de Wyatt, hubo gran pesar en la familia, pues la propia princesa Isabel parecía implicada en el asunto.
—Esto será el fin —mascullaba mi padre—. Hasta ahora ha tenido la buena suerte de eludir a los que pretenden su perdición. Pero ¿qué va a hacer ahora?
No la conocía. Podría ser joven, pero era ya muy diestra en el arte de la supervivencia. Sus retozos con Seymour, que habían terminado con la subida de éste al patíbulo, habían constituido una lección bien aprendida. Cuando la acusaron de traición, demostró su astucia pues fue imposible que los jueces la confundiesen y refutasen sus alegaciones. Contestó hábilmente a sus acusadores, con diplomática pericia, de modo que nadie pudo demostrar nada contra ella.
Wyatt murió bajo el hacha del verdugo, pero Isabel la eludió. Fue encarcelada en la Torre de Londres un tiempo, a la vez que Robert Dudley. (Más tarde habría de descubrir yo el lazo que para ambos significó tal hecho.) Supimos luego que tras unos cuantos meses, había sido liberada de la amenaza de la Torre y había sido trasladada a Richmond, donde la había recibido su hermanastra la Reina que le había comunicado sus planes de casarla con Manuel Filibirto, duque de Saboya.
—Quieren sacarla de Inglaterra —gritaba mi padre—. Eso está muy claro, desde luego.
Astuta como siempre, la joven princesa declinó la oferta y explicó con gran temeridad a su hermana que no podía casarse. Isabel siempre supo hasta dónde podía llegar y lo cierto es que logró convencer a María de que le repugnaba casarse con cualquier hombre.
Cuando la enviaron a Woodstock al cargo del fiel partidario de la Reina María, Sir Henry Bedingfeld, la familia Knolly respiró más tranquila, sobre todo cuando empezaron a filtrarse rumores de la mala salud de la Reina.
Llegaron también terribles nuevas de la feroz persecución que se había desatado en Inglaterra contra los protestantes. Cranmer, Ridley y Latimer perecieron en la hoguera con otras trescientas víctimas, y se decía que el humo de las hogueras de Smithfield era como un negro sudario que colgaba sobre Londres.